“El Señor va con nosotros toda la vida”

Homilía de Mons. Martínez en la fiesta del Bautismo del Señor, en la Eucaristía celebrada en la S.A.I Catedral.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Cristo, Pueblo santo de Dios;

muy queridos sacerdotes concelebrantes;

queridos Pueri Cantores (¿todavía tenéis en la memoria, habéis estado en Roma, verdad? Algunos, por lo menos. ¿Fue bonito? ¿Disfrutasteis? ¿Érais muchos? ¿Estaba aquello lleno de Pueri Cantores de todo el mundo? Me alegro, me alegro mucho);

queridos todos:

La Solemnidad del Bautismo del Señor, en la liturgia actual de la Iglesia latina, concluye las celebraciones de la Navidad. Y de alguna manera eso tiene una razón de ser, una lógica profunda, una lógica divina -que siempre es una lógica para enseñarnos a nosotros- y que une el hecho del Bautismo -con el que empieza también el ministerio público de Jesús- con el hecho de la Navidad. Y es que el hilo profundo que une los dos acontecimientos es justamente el descenso del Hijo de Dios hasta nosotros. El Señor desciende al agua del Jordán para ser bautizado por Juan el Bautista, con el mismo espíritu y con la misma actitud que había descendido de junto al Padre a las entrañas de la Virgen María. Desciende a las aguas del Jordán con el mismo espíritu que se pondrá de rodillas delante de los discípulos para lavar sus pies el día del Jueves Santo como un esclavo de los hombres, como un esclavo cuyo significado profundo, el significado profundo de su vida, de su ministerio, de su persona es que nosotros podamos vivir con la vida que Él nos comunica. Desciende a las aguas del Jordán como fue a la cruz y como fue al lugar de los muertos: «Descendió a los infiernos», recordamos en el Credo. No es el infierno cristiano lo que recordamos ahí, sino descendió a lo que los judíos llamaban «el seol», el lugar donde estaban los muertos como sombras aguardando la Resurrección; y descendió al lugar de los muertos como primicia de los resucitados rasgar las puertas del «seol», las puertas del infierno, que no prevalecerán, rasgar esas puertas, abrir un camino hacia el Cielo, y de la cautividad del «seol» llevarnos a la libertad de la vida divina, a la libertad de los hijos de Dios, para introducirnos en esa vida divina, en la intimidad de Dios, en el corazón mismo de Dios.

El Creador se entrega por la criatura, desciende hasta la criatura para salvarla y desciende por amor a nosotros. En ese sentido, el gesto del Bautismo viene a expresar -porque era un bautismo, el que Juan hacía, que era señal de penitencia-, esa identificación profunda del Hijo de Dios con nuestra naturaleza humana pecadora, se hizo -dirá San Pablo- «carne de pecado», para rescatarnos a nosotros del poder del pecado e introducirnos en la vida divina.

Adorar, por lo tanto. Luego por otra parte, en el mundo simbólico en el que acontece el ministerio de Jesús, las aguas eran el lugar del Leviatán, el lugar de aquello que está debajo de la tierra, si queréis el lugar del abismo; por lo tanto, todavía ese simbolismo está todavía más expresado: Jesús desciende hasta las aguas, hasta donde domina el poder de lo oscuro, del mal, de lo que nosotros no está bajo control, como el mundo de la tierra, y arranca las almas de la boca del maligno, arranca a los seres humanos del poder de Satán para introducirnos, para comunicarnos su vida.

Alguno de los textos de la liturgia de hoy dice que al descender el Señor a las aguas santificó toda la Creación. Es extraordinariamente bella la imagen. Toda la Creación ha sido santificada por tu Encarnación. Y hasta si queréis, y por eso hacía yo referencia a episodios de la Pasión, en el Bautismo de Jesús, por lo que tiene que ver de descenso al abismo, de identificación con el mundo de los hombres pecadores, hay un preanuncio de la Pasión. La Encarnación, la Navidad, no era más que el preludio de la Pasión, porque el Señor no quiso echarse para atrás ante nada de lo que los hombres vivimos. No quiso que nadie pudiera decir «este dolor mío no lo comprende Dios», «esta angustia mía, esta ansiedad mía, esta herida que yo tengo que llevar, pues a lo mejor toda mi vida, Dios no la quiso comprender». No. El Señor quiso bajar hasta el fondo de nuestra condición humana, y dejar allí sembrada la vida divina para que nosotros pudiéramos recibir esa vida divina que Él ha dejado sembrada en la historia humana para siempre.

En ese sentido, el Bautismo concluye el misterio precioso del amor de Dios que se hace niño por nosotros, pero se hace niño para poder dar su vida por nosotros y que nosotros pudiéramos comprender que su amor no se echaba atrás ante nada, ante el pecado, ante el odio, ante la envidia y la miseria humana, sino que ese amor le llevaría hasta la cruz y sería el triunfo del amor de Dios sobre el pecado y sobre la muerte. Un libro muy bello que habla de ese amor de Dios y de la relación de Dios con Israel como la relación de un esposo y una esposa es el «Cantar de los Cantares» y en uno de los versículos finales dice: «Fuerte es el amor como la muerte».

En la Encarnación del Hijo de Dios, en su Venida a nosotros, lo que se revela es que el amor de Dios, el amor del que el Señor además quiere hacernos partícipes a nosotros, es más fuerte que la muerte. Porque la muerte, claro que ha tratado de devorarlo y en un cierto sentido lo ha devorado, pero la divinidad que estaba escondida en la humanidad de Cristo lo que ha hecho ha sido destruir el poder de la muerte, y su dominio sobre nuestra existencia, sobre nuestras vidas; todos pasaremos por la muerte, pero si pasamos por la muerte con la conciencia de que somos hijos de Dios, si pasamos porque somos hijos de Dios, la muerte no tiene ya un dominio sobre nosotros porque el Hijo de Dios ha vencido a la muerte en nuestra carne y nos ha comunicado su espíritu.

Dos pensamientos más ligados a la festividad del Bautismo. En el Bautismo, como en otros muchos otros pasajes del Nuevo Testamento, de los evangelios (algún estudioso de los evangelios que los ha querido contar ha llegado a contar hasta noventa pasajes en los evangelios en los que está presente de algún modo la realidad del Dios trino, el misterio del Dios trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo), Dios no es un individuo, Dios no es ciertamente (y yo sé que esa imagen pesa mucho en nosotros) como el emperador de la «guerra de las galaxias», que no tiene rostro además. No. Dios es una comunión de personas; en una comunión de personas tan estrecha y tan unida que, excepto el hecho que el Padre no es Hijo, sino que es Padre y el que da la vida, y el Hijo la recibe, y el amor que les une a los dos es también un amor personal, que es el Espíritu Santo, siempre que actúan, actúan los tres a la vez.

En el episodio evangélico del Bautismo, se revela el Padre con su voz. El Hijo, que, siguiendo el designio del Padre y su amor «tanto amó Dios al mundo» que le entregó a su propio hijo, Él se baja hasta nuestra humanidad para unirse a nosotros y arrancarnos del poder del pecado y de la muerte, y volvernos a introducir en la Casa del Padre. Y el Espíritu Santo desciende sobre el Hijo para fortalecerlo y para que sea su amor con el Padre lo que llena todas las acciones, todas las palabras, todos los gestos del ministerio y de la vida de Jesús.

Hay muchos, hasta noventa, pasajes en el Evangelio. En la misma Encarnación, cuando el Ángel le anuncia a la Virgen, es otro texto, claramente, donde se pone de manifiesto esa Trinidad de Dios: el Espíritu Santo descenderá sobre Ti; el hijo que nacerá de Ti será llamado Hijo de Dios. Es de una manera muy sutil, pero tan insistente, que pone de manifiesto que forma parte del núcleo del hecho cristiano. Jesús no es simplemente un hombre religioso, que nos ha dado ejemplo de cómo ser coherente con sus ideas. Jesús es el Hijo de Dios, el Hijo del Padre, que, por amor a los hombres, obedece hasta el fondo el amor del Padre, se entrega a ese amor, y Él mismo está lleno de ese amor para unirse a cada uno de nosotro
s y poner en nosotros su vida de Hijo de Dios y hacernos a todos hijos de Dios.

En ese sentido, el Bautismo de Jesús, no olvidéis, es como el comienzo del Bautismo cristiano, donde nosotros somos hechos hijos de Dios, y el Bautismo -terminan las palabras del Evangelio de San Mateo-: «Id a todo el mundo, anunciad el Evangelio y al que crea le bautizáis en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Todos hemos sido bautizados con los tres nombres gloriosos. Son los tres nombres del amor de Dios. Es la realidad de la comunión divina a la que nosotros somos invitados por gracia, pero no sólo invitados: es una comunión y un amor que se nos da. Muchos de vosotros vais a comulgar de nuevo en esta Eucaristía. Cada vez que celebramos la Eucaristía, cada vez que comulgamos y recibimos al Señor, es ese amor de Dios el que se siembre en nosotros, se da a nosotros, se une a nosotros, para que nuestro corazón y el corazón de Dios puedan latir al unísono, es decir, latir con un mismo amor, como el del Hijo de Dios, y pasar por las circunstancias de la vida, y hasta por la muerte, con la certeza de que nunca estamos abandonados a nosotros mismos, de que la misericordia y el amor de Dios nos acompañan. «Aunque pase por cañadas oscuras, aunque pase por valles de tinieblas, nada temo, porque Tú vas conmigo».

El Señor va con nosotros toda la vida y su vida divina está sembrada en nuestra vida, y esa vida nos sostiene, nos sostiene en la esperanza, en la fe y en el amor. Que así sea siempre. Que podamos vivir el misterio de Cristo incorporado a nuestra vida como algo que es fuente de vida, fuente de humanidad.

Ayer, explicando a unos chicos jóvenes que se confirmaban en un pueblo, yo les decía: Veréis, un trocito de Iglesia en este mundo en el que estamos es un trocito de humanidad normal, es un trocito de humanidad bella, de humanidad sana. Tenemos que pedirLe al Señor que nos ayude a vivir justamente así. Pero porque eso es lo que el Señor desea, eso es lo que el Señor quiere, esa es la oración que nos escucha siempre: Señor, que yo pueda vivir como hijo tuyo, que nosotros podamos vivir como tu familia, como hermanos, como hijos del mismo Padre, que lo que recibimos en el Bautismo, en la Eucaristía, en la Comunión de la Iglesia florezca, fructifique en nosotros y se haga eso, un modo de humanidad distinto, infinitamente más bello, porque Tú estás en nuestra boda, porque Tú, cuando se nos acaba la alegría y cuando se nos acaba el vino, pones tu vino en nuestra agua y transformas nuestra vida en algo que será siempre un motivo de alegría y de gratitud.

Vamos a profesar nuestra fe y a darLe gracias al Señor por ese don precioso que Él nos ha dejado, que es su propia vida.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

10 de enero de 2016
Fiesta del Bautismo del Señor
S.A.I Catedral de Granada

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