Homilía en la Misa del lunes de la I semana del Tiempo Ordinario, el 11 de enero de 2021.
Dejadme expresaros antes que nada, a vosotros, y también a las muchas personas que se unen a esta Eucaristía a través de internet y de la televisión diocesana, la alegría que me da volver a ver vuestros rostros y volver a encontrarme con vosotros. Ha sido una pausa causada por el incidente de un efecto secundario de un antibiótico. El incidente, gracias a Dios, parece que está pasado y retomamos nuestra vida cotidiana, pero os echaba de menos. Es más, os voy a decir que era lo que más echaba de menos en el día: este momento que es el centro del día y la cumbre de lo que vivimos cada día.
Empezamos hoy el Tiempo Ordinario después de las celebraciones de la Navidad. Unas celebraciones que este año han sido exteriormente muy extrañas, pero que nada nos ha impedido, al revés, quizás la misma extrañeza nos invitaba a comprender más profundamente, a buscar más profundamente qué es lo que significa celebrar la Navidad (en general, los dulces son una expresión de fiesta y el beber juntos también es una expresión de fiesta, pero en eso no consiste la Navidad). La Navidad consiste en celebrar la Buena Noticia del abrazo de Dios a la humanidad, el celebrar que ha aparecido y se ha mostrado la Gracia de Dios y Su amor a los hombres.
Había un tiempo, cuando yo era más joven, en el que era muy frecuente decir “si esto que vivimos en Navidades lo viviéramos todo el año… Tendríamos que vivirlo todo el año” (porque parecía que las Navidades nos invitaban como a sacar lo mejor de nosotros mismos; a sonreír más a las personas, a acercarnos también más a las personas que no nos caen tan bien y hasta muchas de las películas llamadas “navideñas” -y pienso sobre todo en “Qué bello es vivir” o “El bazar de las sorpresas”- el tiempo de Navidad es como el tiempo donde tenemos más ganas de ser buenos con los demás). Claro que la raíz es porque Jesús ha nacido y detrás de eso está que Dios es bueno con nosotros. En ese sentido, el tiempo de Navidad, pedagógicamente, la Iglesia lo pone para que recordemos, para que hagamos memoria, para que comprendamos, para que nos ensimismemos un poco en el gran Acontecimiento de la redención que comienza con la Encarnación del Hijo de Dios y con Su Nacimiento. Y que nos ensimismemos con ese Misterio que ilumina nuestras vidas y el destino del mundo, el significado de la historia, el significado de las estaciones, del paso del otoño al invierno, y de la primavera al verano: ilumina toda la realidad, ilumina toda la Creación.
Repito, aquella frase del primer escrito de san Juan Pablo II, que empieza diciendo: “Jesucristo, el único Redentor del hombre, es el centro del cosmos y de la historia”. Por lo tanto, el centro de la Creación, del mundo creado, del mundo físico, de las galaxias, de las estrellas, de toda la realidad. Y eso lo conocemos en la vida de este hombre, Jesús de Nazaret, en quien se desveló el Misterio del amor de Dios y en quien habita (porque Su cuerpo resucitado vive) corporalmente la plenitud de la divinidad. Eso no termina con la Navidad. Es decir, no se trata de que nosotros continuemos haciendo el esfuerzo por vivir con el espíritu que vivimos en esos días. Se trata de reconocer que en cada Eucaristía, en cada día, se vive misteriosamente, se nos da misteriosamente la gracia que es el Acontecimiento de Jesucristo. Se nos da misteriosamente y realmente el don que Jesucristo es para la humanidad. Y Se nos da a nosotros, pobres criaturas, pobres pecadores. ¿Para qué? Para que podamos vivir cada día contentos, con alegría, sin acritud, sean cuales sean las circunstancias, para que podamos vivir y morir en paz, para que no nos falte nunca la esperanza que no defrauda. Porque el Espíritu Santo es Espíritu de hijos de Dios que Dios ha dejado sembrado en esta tierra, para quien quiera acogerlo; ha sido derramado en nuestros corazones. Por lo tanto, no es que tengamos que vivir todo el año como vivimos los días de Navidad. Es que todos los días es Navidad. Es verdad que los seres humanos no somos capaces de vivir emociones muy fuertes todo el tiempo, y vivirlas siempre con la misma intensidad. Y ese es el carácter pedagógico de los tiempos litúrgicos. Y ahora viene el tiempo que se llama tiempo ordinario, hasta que podamos empezarnos a preparar para la Pascua. Pero ese tiempo ordinario no es un tiempo de ausencia. También es Navidad porque el Señor viene a nosotros. Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre. Él está con nosotros todos los días, los buenos y los malos, los que hay sol y los que no hay sol, los que nos salen las cosas bien y los que no nos salen las cosas bien: todos los días hasta el fin del mundo. Y nos lleva de su mano y no nos va a soltar. Aunque nosotros nos soltáramos, Él no se apartaría de nosotros.
La invitación con la que comienza el Evangelio de San Marcos que empezamos hoy a leer –“Convertíos y creed en el Evangelio”- sólo quiero deciros que ese “convertirse” no es una cuestión de hacer propósitos de ser buenos. Convertirse es volverse hacia Dios, orientar los ojos, el corazón hacia Dios. Y creed en el Evangelio. El Evangelio, la Buena Noticia, es justamente la buena noticia de la Encarnación; es justamente la buena noticia de la Navidad. Abrir –abramos-, que nos dé el Señor la gracia de abrir nuestros ojos a Él y de vivir más pendientes de Él que de las noticias de los medios que son repetitivas hasta… casi sin fin.
Y los medios sólo nos pueden dar noticias acerca de las circunstancias que pueden ser útiles y necesarias para nuestra vida y hemos de conocerlas. Pero los medios no nos dan la esperanza que necesitamos para vivir. Eso sólo nos lo da la buena noticia de que Dios se ha hecho carne y ha venido a unirse con nosotros, y está con nosotros, y nos acompaña todos los días de nuestra vida.
Que el Señor nos dé el don de convertirnos y de creer en la Buena Noticia.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
11 de enero de 2021
Iglesia parroquial Sagrario Catedral (Granada)