“Dios viene una vez más, como todos los días, a nuestras vidas”

Homilía en la Santa Misa del viernes de la XXVIII semana del Tiempo Ordinario, en la S.I Catedral, el 16 de octubre de 2020.

La verdad es que las palabras que aparecen en los textos que la Iglesia nos propone, los pasajes de la Escritura, son de mucha más riqueza de lo que es posible en unos poquitos minutos.

En la Lectura de San Pablo (resumiendo muchísimo), afirma que nosotros somos herederos de la Promesa que había sido hecha al Pueblo de Israel; que esa Promesa no es retirada, pero que esa Promesa se ha ensanchado a todas las naciones y estamos destinados nosotros a participar de ella para alabanza de Su Gloria.

Una mujer santa del siglo XX, sor Isabel de la Trinidad, vivió casi toda su vida sólo de la expresión “para la alabanza de Su Gloria”. Es decir, todo lo que somos es para la alabanza de Su Gloria, porque todo proviene del Señor y todo tiene en Él su cumplimiento. Luego, San Pablo dice “la prenda de nuestra herencia” y la “herencia” es la participación en el Reino de los Cielos, de la vida divina, de una manera plena, ya sin velos y sin mascarillas, y sin esa neblina que hace que nuestra vida en este mundo sea un poco el andar a tientas, y nos pone delante de nuestros ojos el resplandor infinito de la Gloria de Dios. Pues, tenemos una prenda de esa “herencia” y es el Espíritu Santo, y el corazón filial, el corazón de hijos, el corazón capaz de abandonarse, de reconocer que todo es gracia, como os decía yo hace unos días. Ese poder reconocer que todo es gracia no es algo que esté en nuestras capacidades, sino que es siempre un don inmenso de Dios: el don que precede y que es la fuente de todos los demás dones. Ese don nos viene con el Espíritu Santo, que nos ha sido dado y que nos permite llamar a Dios “Padre”, y no sólo llamarlo, sino vivir como hijos de semejante Padre y, al mismo tiempo, vivir sin miedo, vivir con la esperanza cierta de la misericordia infinita de Dios y de la vida eterna.

“Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor”. Esa nación fue el Pueblo de Israel durante un tiempo. Hoy somos todos los hombres. Y quienes hemos tenido el privilegio inmenso de conocer el amor de Dios revelado en Cristo nos sentimos dichosos y vivimos en la gratitud. Nuestra vida es eucarística. Es decir, vivimos en la acción de gracias. Acción de gracias por algo que dice el Evangelio de hoy, que es, por lo menos en mi sensibilidad o en mi historia, una de las afirmaciones más exquisitas de la inmensidad del amor de Dios: “Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados”. Ni la más amorosa de las madres, ni el más enamorado de los enamorados, o la mujer más enamorada ha tenido nunca ni la paciencia ni la capacidad de contar los cabellos, como no tenemos nosotros capacidad de contar las estrellas. Las enormes capacidades técnicas de nuestros telescopios añaden, año tras año, miles y miles y miles de estrellas, hasta el punto que casi se acaban los números para poder contar las que somos capaces de ver en este universo nuestro, y hay físicos que dicen que hay otros universos igual que el nuestro y que esos no llegamos ni a percibirlos con nuestros telescopios. Lo dice el Señor en algún libro del Antiguo Testamento: “Tú cuentas o llamas a las estrellas por su nombre”. Pues, igual de complejo, pero que no habla del poder de Dios, sino del amor de Dios: nuestros cabellos los tiene el Señor contados. Yo pienso a veces, o me gusta pensar, que, a lo mejor, cada uno de esos cabellos tiene un nombre puesto por el Señor, porque no somos capaces de imaginar sencillamente lo que es la inmensidad de Su infinitud, la desproporción. La misma desproporción que hay entre nosotros y los gorriones, o entre el alma y el cuerpo, la hay mucha más grande, una desproporción infinita, precisamente, entre Dios y nosotros.

Pero qué amor tan exquisito, qué delicadeza inmensa la del Señor de decirnos esto. Y qué libertad. El Evangelio termina diciendo “no tengáis miedo”. Si el Señor tiene mis cabellos contados, si no cae una hoja de un árbol, o no caen un gorrión sin que el Señor lo consienta, ¿qué tengo yo que temer? Si tengo la certeza de Su amor y de la Promesa de la vida eterna, ¿qué tengo yo que temer? Sólo a que me pueda engañar el que es el Príncipe de la mentira, sólo a Satán, que es lo que dice también Jesús en el Evangelio. Al único. Pero, si yo tuviera que hacer frente a Satán, sólo con mis fuerzas, tengo la certeza de que estaría derrotado. Como no lo hago sólo con mis fuerzas, sino que está el Señor EN nosotros y CON nosotros, tenemos la certeza de que el Señor, que es más fuerte que Satán, tiene derrotado a Satán.

Señor, que no me engañe, que no nos engañe a ninguno de nosotros; que no arranque de nosotros la libertad de los hijos de Dios; que no nos someta de nuevo a la esclavitud por el temor a la muerte. “No temáis –dice- a los que matan el cuerpo y no pueden hacer nada más. No. Temed a aquel que puede echar alma y cuerpo a la gehena”, es decir, a aquel que es más fuerte que nosotros. Pero nosotros sabemos que Dios es más fuerte que él. Es al único al que debemos temer.

Vamos a darLe gracias al Señor porque viene una vez más, como todos los días, a nuestras vidas, para acompañarnos en ese camino de la vida, para permitirnos vivir en la libertad de los hijos de Dios, en ese camino de la vida, en las cosas que hacemos, en las pequeñeces que constituyen las horas y los minutos de un día. Y ahí estás Tú, Señor.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

16 de octubre de 2020

S.I Catedral de Granada

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