“Dios mismo, será quien enjugue las lágrimas de nuestros ojos

Homilía en la Santa Misa el 27 de abril de 2020, lunes de la III semana de Pascua.

Queridos hermanos:

¿Cuál es la obra que Dios quiere? Y Jesús responde de una manera que resulta un pelín sorprendente pero que nos ilumina. La obra que Dios quiere, la obra de Dios es ésta: que creáis en el que Él ha enviado. Acoger a Dios en Jesús es lo primero y lo más importante que Dios espera de nosotros. Y no sólo eso. Hay un pasaje en el Evangelio de San Juan, en otro lugar un poco más adelante, donde dice: “Esta es la vida eterna: Que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a Tu enviado Jesucristo”. Esto es todavía más fuerte, porque la obra que Dios quiere es que Le conozcamos, pero Jesús dice que ese conocimiento es ya la vida eterna.

Recordáis que la semana pasada yo prometí que iba a hablaros del Cielo y os voy a hablar del Cielo. Pero voy a partir justo de ahí. Es decir, justo de que la vida eterna comienza aquí de muchas maneras, y habrá que verlo más despacio y más días, pero la vida eterna es la participación en la vida de Cristo. Y la participación en la vida de Cristo, el conocimiento de Cristo en el sentido amplio y fuerte que usa la Escritura cuando habla de conocimiento, son la fe, la esperanza y la caridad. La relación nueva con Dios que Jesucristo ha inaugurado, y que nos permite, y en la que comienza la experiencia de la vida eterna, es la vida de fe, de esperanza y de caridad. Pero como tenemos, a veces, ideas un poco peregrinas acerca de lo que es la fe y la esperanza, y la caridad, yo voy a corregir alguna de esas ideas nada más, muy brevemente. Porque tenemos la idea, por ejemplo, muy extendida, de que en el Cielo no habrá mas que caridad. Incluso nos apoyamos en una frase de San Pablo cuando habla de los carismas en 1Cor, 13, y él dice, después de hablar de los carismas y buscar los carismas más importantes (el carisma más importante al final es la caridad), y termina el capítulo diciendo “ahora permanecen estas tres: la fe, la esperanza y la caridad. Pero la más grande es la caridad”. Y de ahí, una tradición teológica muy larga ha entendido que en el Cielo sólo habría caridad, pero no habría fe y esperanza, porque la fe supone que no vemos a Dios y como en el Cielo vamos a ver a Dios, pues no habrá…Y hasta se puede uno apoyar en la Escritura porque en la Carta a los Hebreos dice, en algún momento, cómo puede uno esperar aquello que ve, si ya lo ves, no hay esperanza.

En el Cielo hay fe. O sea, hay una parte de la fe que ciertamente proviene de nuestra situación de vivir en un mundo de pecado y de que la Creación no sea transparente para nosotros y no veamos a Dios en ella, y entonces, efectivamente, hay una parte de la fe que significa fiarse. Fiarse en el sentido de como nos fiamos de los médicos. Yo no sé la medicina que saben los médicos, ni sé la química que saben los químicos, pero si un médico me dice “tiene que tomar este producto químico, este medicamento”, me fío y me lo tomo. Hay una parte de nuestra fe en Dios que es así: Dios sabe, yo no sé, yo me fio. Pero la fe no sólo es eso. Aunque eso es muy bueno. Si es que no podríamos vivir sin fe, nadie vive sin fe. Si todos tuviéramos que saber por experiencia propia todas las cosas que hacemos, ni siquiera entrar en un bar, ¿cómo sé yo que no me van a envenenar cuando pido una cerveza? Lo sé porque me fío. De hecho, nuestra sociedad occidental está basada en la confianza. No todas. Eso ha sido un rasgo que ha crecido con el tiempo y que ha crecido gracias a la Tradición cristiana. Pero las sociedades paganas, en su gran mayoría están basadas en la desconfianza, o en la confianza en la propia tribu. Pero todo el que no era de la propia tribu era enemigo. Y, sin embargo, nosotros vivimos en una sociedad que si la desconfianza se estableciese como principio fundamental, se vendría abajo del todo. Es verdad que una sociedad, a medida que nos dejamos más llevar por movimientos a base de intereses, también generamos desconfianza en nuestra sociedad. Pero lo que quiero decir es que, sin ese tipo de fe, de fiarnos de que otros nos quieren bien y no quieren nuestro mal, y saben, cuando yo pido una cerveza, o pido una copa de vino, cuando se podía ir e iba uno y pedía en un restaurante una pizza, pues te fías. Me monto en el autobús y el conductor no nos va a estrellar contra una pared. Para todo nos tenemos que fiar de otras personas. Y más en nuestro tipo de sociedad, el tipo de dependencia mutua que hemos creado exige fiarnos.

Pero la fe tiene otro sentido. Cuando un matrimonio se promete fidelidad hay un aspecto también de ese fiarse. Y en ese fiarse siempre hay elementos de inteligencia. Yo os decía un día que la fe supone en la Iglesia, tal como la Iglesia ha enseñado que es la fe, la fe no es creo porque mi razón no llega ahí, no; creo por un acto de razón, porque la Iglesia me ha dado signos más que suficientes de que puedo fiarme de su enseñanza, de que puedo fiarme de la vida que me transmite, sobre todo y también. Pero cuando un matrimonio se promete fidelidad, hacen algo más que un acto de confianza efectivamente. Uno tiene elementos de juicio para decir “esta persona creo que me quiere lo suficiente bien como para que pueda darle toda mi vida”. También en ese acto de fe, hay un acto de inteligencia. Pero luego la fe abarca también la fidelidad. O sea, en ese acto de fe surge la certeza, la experiencia de un afecto, de un cariño, de un amor verdadero, y ese amor crece con el tiempo, no se cambia de forma sin duda. No es lo mismo el amor de los 20 años, que el amor de los 40, o que el amor de los 80, que puede ser un amor sumamente exquisito (pero del más fino y exquisito que se pueda llegar a tener porque ha permanecido). Pero ese amor no hace que desaparezca la fe, sino que hay una confianza mucho mayor, tanto que a veces matrimonios muy mayores ves que si falta uno de los dos, al poco tiempo falta el otro porque no pueden vivir el uno sin el otro. Esa fe no desaparecerá en el Cielo.

En el Cielo veremos a Dios como es. Pero el verLe no hará necesario que nos fiemos de Él, porque tenemos delante de nosotros la evidencia de Su amor. Pero no desaparecerá ese estar pegados a Él que forma parte de la fe. Ese estar, ese ser fieles a Su amor que forma parte de la fe, y que forma parte de la belleza de la fe también en esta vida. La belleza de la fe no está en que yo me fio de lo que no conozco o de lo que no sé. Es mucho más grande la fe de quien sabe que puede confiar y confía, y se apoya, y quiere esa unidad. Esa fe no desaparece en el Cielo. Nuestra unidad con el Señor, nuestro estar apegados al Señor, al contrario, crecerá. Y nuestros sentimientos estarán más concordes con los sentimientos del Señor, que es un amor por la humanidad. Y ahí entra la esperanza.

¿En el Cielo habrá esperanza? Hay toda una corriente teológica que solía decir que no. Porque una vez que ya tienes a Dios delante, qué es lo que vas a esperar. Pero san Juan de la Cruz y otra corriente de teólogos muy fina dice que en la vida se espera de dos maneras: lo que uno espera para sí mismo y lo que uno espera para las personas que ama. Él dice: “Jesús en el Cielo tiene esperanza”. Y yo quiero subrayar esto porque me parece que es muy bonito si uno se mete en ello. Jesús ya ha resucitado, ha subido al Cielo, ha introducido allí nuestra humanidad y está con el Padre, y está en Su Gloria. Ya no espera. No. No espera nada para Sí, pero le faltamos nosotros. Entonces, Jesús en el Cielo tiene esperanza, la esperanza de nosotros, la esperanza de nuestra salvación y sigue intercediendo por nosotros y por eso celebramos la Eucaristía. Eso es lo que está detrás. Si es que Dios nos desea. Dios tiene deseo de nosotros. Nos ha creado. Dios es amor y se ha revelado en Jesucristo como Amor. Dios tiene deseo de nuestra compañía, y tiene deseo de nuestra vida y de que vivamos, que vivamos en plenitud, y deseo que participemos lo más plenamente posible de Su vida. Y Jesucristo en el Cielo tiene esa esperanza. El ya está en la Gloria del Padre, pero le faltas tú, le falto yo, le falta éste que está más enredado y que se ha peleado con la Iglesia o con el Señor, y le faltan tantos hombres que no lo ha conocido. Y el Señor no deja de ofrecerSe. Él se ofrece por nuestras manos en cada Eucaristía.

Y entonces, los santos, las personas que llegan al Cielo, y participan ya de la Gloria de Cristo ya no tienen esperanza porque como ya ven a Dios, ya no piensan en nada. Parece un pensamiento muy pobre y muy egoísta, ¿no? Cómo una madre no va a esperar que lleguen sus hijos a estar con ella. Y cómo si uno está cerca del corazón de Jesucristo no va a esperar que lleguen estas otras personas, que lleguen naciones que no han conocido a Jesús, o pueblos que no han conocido a Jesús o personas, todos conocemos a muchas, que no han conocido o han tenido una mala experiencia en la Iglesia. En el Cielo esperaremos mientras no se cumpla toda la obra de Cristo; mientras no se termine toda la obra de Cristo. Nosotros con Él esperamos, intercederemos, y eso significa que no dejamos de ser nosotros mismos, y que se abre nuestro corazón, nuestro corazón humano el que espera, no para nosotros. Pero no basta decir: “Sí, yo ya lo tengo todo”. Pero Dios no lo tiene todo. Jesucristo no lo tiene todo porque le falta mucha gente. Entonces, con Él, cuanto más unidos a Él estemos, más estaremos deseando que esos otros que faltan lleguen, ¿no?

Y el amor por supuesto. Eso la Iglesia ha mantenido siempre, siempre, sin ninguna excepción que el amor no se acaba. Pero el amor no puede ser…, si nos disolvemos en algo etéreo, no. Amor con nuestro corazón humano, ensanchado a la medida de un corazón libre del peso del pecado, pero no libre del peso del cuerpo y, por lo tanto, no libre de nuestra contingencia humana. Será nuestro corazón humano el que ame a Dios con todas sus fuerzas. Allí será posible lo del “amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Pero el amor de Dios no se contrapone. No se puede contraponer. No se contrapone aquí ni se contrapondrá en el Cielo al amor a la humanidad, y al amor a las personas, a las personas concretas, porque tampoco nosotros conocemos a la humanidad entera como la conoce Jesús, nosotros tenemos relaciones humanas. Y esas relaciones nos importan y nuestro amor pasará por esas relaciones, sin duda ninguna. No elimina la Gracia, el estado de Gracia, y el estado de la Gloria, no elimina nuestra humanidad. Es lo que yo quiero subrayar. Seguimos siendo los que somos, hijo de Francisco y de Pilar, nieto de mis abuelos y nacido en tal sitio. Eso sí, el Señor ensanchará eso y lo hará florecer en plenitud, pero somos los que somos, y gracias a Dios seremos los que somos.

Sólo doy un indicio de eso, aunque hay que dedicarle otro día. Cuando el Apocalipsis presenta el triunfo final de Cristo lo presenta como una ciudad, y no una ciudad con pandemia. No digo nada más. Una ciudad resplandeciente de luz, donde no habrá ni llanto, ni luto, ni lágrimas, porque el Señor, Dios mismo, será quien enjugue las lágrimas de nuestros ojos. Una ciudad no es un sitio donde nadie se conoce. Una ciudad es un lugar de ciudadanos, de vida.

Que el Señor nos conceda a todos participar de esa vida y formar parte de esa ciudad.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

27 de abril de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

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