“Cuando celebramos la Eucaristía, venimos a recibir el amor de Dios en la Comunión”

Homilía en la Eucaristía de la Romería de la Santa Cruz en Murtas, el 1 de mayo de 2022.

No hace un mes celebrábamos el Viernes Santo, la muerte de Cristo. Pero, ¿cómo se puede celebrar una muerte? Si una muerte es algo inútil, que nos desgarra, que nos rompe, nos produce temor. Nos desgarra y nos rompe si quien se muere es un ser querido, un familiar o un amigo grande. Nos infunde temor porque todos sabemos, desde que éramos muy chiquititos, que algún día a nosotros nos tocará también pasar por la muerte. ¿Cómo se puede celebrar eso?

Pues, porque esa muerte era una muerte de alguien muy singular. Era la muerte del Hijo de Dios. Era la muerte de alguien que poseía en Sí la vida divina y que había querido gustar lo que gustamos los hombres para hacerse compañero de camino nuestro en el camino de la vida. Unos días después hemos celebrado la Pascua, la Resurrección, que es algo que no ha pasado nunca y por eso uno siempre podrá dudarlo, porque sólo el Hijo de Dios podía vencer a la muerte. ¿Sabéis por qué lo sabemos? Porque de esa muerte y de ese triunfo de Jesús sobre la muerte brota una manera distinta de vivir. Una manera distinta de vivir que no se explicaría si Jesús no hubiera triunfado sobre la muerte. Seríamos tontos si Cristo no hubiera resucitado y nosotros viviéramos con esperanza y luchásemos porque el amor y el perdón prevalezcan sobre tanto mal como hoy en el mundo. Sencillamente, si Cristo no hubiera resucitado, vivir no merecería la pena, porque son tantas las fatigas que lleva vivir… Son tantos los dolores que, al revés, las mismas alegrías parecería que tendrían un cáncer por dentro, porque si todo al final lo va a devorar la muerte, para qué nos vamos a hacer la ilusión de que este amor verdadero, bonito, es algo si no va a durar, si todo va a pasar y al final todo se lo come la muerte, todo se lo come el olvido.

Pues, celebramos la Resurrección de Jesucristo. Y cuando celebramos la Resurrección de Jesucristo, no celebramos algo que Le ha pasado a Él. Celebramos que, en ella, nos ha pasado algo a todos nosotros. ¿Qué es lo que nos ha pasado? Dos o tres cosas muy importantes que las decimos en el Credo. Primero, que existe el perdón de los pecados: que nuestros pecados no son, por muy torpes que seamos, por muy desastres que hayamos podido ser en nuestra vida… El amor y la misericordia de Dios no tienen fin, no tienen límite. Tenemos una imagen de Dios muy torpe, como si no lo hubiéramos conocido nunca. Pensamos que tenemos que ser buenos para que Dios nos quiera y no logramos ser buenos. Sabemos que no lo logramos. A nada que nos pensemos un poquito, sabemos que no somos buenos, que no hemos sido buenos; que hemos hecho daño a personas; que nos hemos hecho mucho daño a nosotros y, a veces, a las personas a las que hemos hecho daño son precisamente las personas a las que más queremos.

Si Dios sólo nos va a perdonar o sólo nos va a querer si somos buenos, estamos todos apañados. ¡Vámonos! Marchémonos de aquí que no hacemos aquí nada. Pues no. Dios nos ama antes. San Juan decía: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos querido a Dios, sino en que Dios nos ha querido a nosotros primero”. Y no como los novios que se engañan cuando empiezan a salir y pintan la mejor parte de uno mismo, para que el otro o la otra se crea que soy muy bueno. A Dios no Le engañamos. Podemos poner la cara más bonita, pero Él sabe todo lo que hay en nuestro corazón y nos conoce por dentro y nos conoce mejor de lo que nos conoce nadie y de lo que nos conocemos a nosotros mismos, y no deja de querernos. Eso es lo que celebramos los cristianos. El amor de Dios lo vence a todo; que ha vencido a la muerte y ha vencido al pecado y la muerte.

Entonces, sabemos que la muerte no es lo último. Sabemos que nuestras vidas, esas vidas que de niño siempre pensamos que la vida no nos va a hacer felices, que somos felices jugando, jugando con la inocencia de quien estuviera en el Cielo, teniendo a sus padres cerca, si no está viviendo un bombardeo o una desgracia similar. Esa promesa que tiene la vida, nuestra infancia, que se lee en los ojos de los niños y que a medida que nos hacemos mayores parece que como se va apagando, se va apagando en nosotros, y predomina la tristeza, predomina el decir “esto es lo que hay” y nos resignamos. Pero nosotros sabemos que el amor de Dios no acaba nunca y que la última palabra en nuestras vidas no la tiene la muerte y, porque no la tiene la muerte, porque no la tiene el pecado, sabemos que siempre es posible perdonar; que siempre es posible querer un poquito mejor. Incluso el que no me quiere o a quien me quiere muy mal, se puede por lo menos no vivir envenenados por el odio, por la envidia, la avaricia, o por las cosas que tantas veces nos envenenan. No digo yo que podamos perdonar como perdonaban los santos, pero querernos un poquito mejor. Podemos siempre perdonarnos a nosotros mismos. Que si no hay Dios, no nos perdonamos y se envenenan, se vuelven cánceres las heridas que vamos teniendo dentro con la vida. Saber que Dios nos perdona hace posible que también nosotros podamos reconciliarnos con nuestro pasado.

La otra cosa que hace la Resurrección de Cristo es descubrirnos que la vida tiene un sentido. Ese sentido no lo dominamos nosotros. Nosotros no somos dueños de la historia, no somos dueños de la vida, de la libertad de los demás, ni siquiera de la de nuestros hijos o de nuestras personas más queridas. No. Somos criaturas, pequeñas criaturas, pero pequeñas criaturas traspasadas por el amor infinito de Dios, que no nos abandonará jamás. Alguien me ha dicho: “Qué alegría que venga usted por estos montes”. Pues, vosotros no sabéis la alegría que me da mi estar por aquí con vosotros por estos montes, Dios mío. ¿Qué es lo que yo quiero deciros? Que Dios os quiere. Que no importa tanto lo que vosotros podáis querer a Dios o hacer por Dios. Que nosotros no podemos ninguno hacer nada por Dios, pero Dios nos quiere y no dejará jamás de querernos. No dejará jamás de querernos.

Bastará un gesto del corazón, que no llega ni siquiera a expresarse en nuestros labios o en nuestros ojos. Y si el corazón suplica, Dios está allí, junto a nosotros. Está en nosotros. Está en todos. Dios sólo no está en el mal, en el odio y en el pecado. Eso es el único sitio donde Dios no está. Cuando ahora uno ve las víctimas de la guerra y dice “Señor, Tú estás ahí, en cada una de ellas, como estás en cada uno de nosotros, que somos pecadores, que somos un desastre; sí, pero Tú nos quieres”. Y esa es la esperanza cristiana: saber que Dios nos quiere y que el amor de Dios vence al mal y triunfa sobre el mal. Entonces, la vida tiene un sentido. Enamorarse tiene un sentido. Criar a unos hijos tiene un sentido. Trabajar y luchar tiene un sentido. Y envejecer, pues no pasa nada, si es acercarse a la vida verdadera y a la plenitud de la vida… Nos aguarda el Cielo, no nos aguarda el tanatorio y el cementerio. Nos aguarda Dios. Y eso cambia la manera de vivir. Por eso, celebrar la Resurrección de Cristo o celebrar la cruz gloriosa. La cruz es una cosa horrible. No sé por qué la ponemos de oro. Parece que salen ramitas aquí de la cruz y la hacemos de plata ¿Por qué? Porque la cruz es el signo del amor infinito de Dios y la señal de la cruz, eso tan pequeño, es echarse en las manos de ese amor infinito de Dios. Y eso tan pequeño salva nuestra vida entera, porque es el reconocer que la confianza de nuestra vida no está en lo que nosotros consigamos, porque lo que conseguimos es poco y aunque sea mucho…

Nuestras vidas tienen un sentido, tienen un significado, porque sabemos que desembocan en Dios. Pasan por la muerte, pero desembocan en Dios y eso es lo que nos hace poder vivir con alegría. Y eso es lo que hace que tenga sentido querernos, porque, si no, quererse es como olvidarse de que el mundo y la vida es algo tan costoso y tan fatigoso, y nosotros cristianos, no tenemos por qué olvidarnos. Vemos las fatigas del mundo, vemos el dolor de la muerte, vemos el dolor que causa el daño que nos podemos hacer y lo miramos de frente. Pero no nos venimos abajo, porque el amor de Dios es más grande, el amor de Dios es más fuerte. El amor de Dios vence a todo. Eso es lo que celebramos.

Cuando celebramos la Eucaristía, venimos a recibir el amor de Dios en la Comunión. Lo que recibimos es al Señor mismo, que se da a nosotros, tan pobres, pero se da porque nos ama, se da porque nos quiere y nos quiere gratuitamente, como sólo Dios sabe querer.

Vamos a dar gracias a Dios y a celebrarlo. Yo sé que la historia de este lugar es una historia bonita, bendita. Quiera Dios que un día podamos tener una cruz aquí preciosa, que nos recuerde a todos cuando pasemos por la carretera lo que significa esta cruz. Hay otras cruces en las carreteras, que suelen representar alguien que ha muerto en un accidente. Cuando uno pasa, pues se acuerda de ellos y reza por ellos, sabiendo que Dios nos acoge a todos, a todo sin excepción.

Que esta cruz aquí, algún día, pueda significar que el amor de Dios vence todos nuestros males, todas nuestras miserias, todas nuestras mezquindades, y que el amor de Dios no nos falta nunca.

Vamos a hacer la profesión de nuestra fe y damos gracias a Dios por poder celebrar este año aquí esta Eucaristía y estar juntos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de mayo de 2022
Ermita de Murtas (Granada)

 

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