“Cada una de vuestras vidas vale la Sangre de Cristo”

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Misa del viernes de la XI semana del Tiempo Ordinario, el 19 de junio de 2020.

¿Sabéis por qué es ligero el yugo del Señor, la carga del Señor? Es curioso que Él escoja en este momento la palabra yugo, porque el yugo unce a dos animales para hacer el trabajo juntos y, entonces, eso significa que el Señor lleva, junto con nosotros, nuestras cargas; lleva junto con nosotros nuestras fatigas, nuestros agobios, nuestros cansancios. Es Él quien lo lleva, en realidad. Por eso es llevadero vivir uncidos a Él, como es llevadero ser siervos del Señor, porque eso nos hace libres de todas las demás esclavitudes. Es la única servidumbre que nos libera, que nos engrandece, que nos exalta verdaderamente y nos libra de todas las demás esclavitudes.

Llevar nuestras cargas compartidas con el Señor es Él quien hace que sea Él quien las lleve, realmente. Y lo ha escogido Él. Por la razón última de todo lo que celebramos en esta fiesta, que, como todas las cosas en la vida, ayuda el comprender cómo nacieron. Ya desde el siglo XVII, alguna persona como san Juan Bautista de La Salle en Francia y algunas otras figuras de la espiritualidad francesa empezaron a promover esto ante la experiencia de que, en aquel momento −siglos XVII en adelante−, la vida de la Iglesia alcanzaba un nivel de clericalismo verdaderamente espantoso. Sencillamente, es cuando se empezó a identificar la Iglesia con los curas y las monjas, pensando que ellos eran la Iglesia, y los demás éramos cristianos, que era como ser otra cosa. La Iglesia parecía como algo tremendamente lejano a nuestras vidas, la vida de los hombres. En ese momento, el Señor, que no abandona a su Iglesia, empieza a suscitar un tipo de conciencia, que es la devoción al Corazón de Jesús, que pone de manifiesto que el centro del cristianismo no son una serie de leyes, ni una serie de normas ni una serie de reglas, especialmente una serie de reglas complicadas −lo contrario de lo que dice el Señor en el Evangelio, “venid a Mí los que estáis cansados y agobiados que Yo os aliviaré”. Predominaba, en gran medida, un fariseísmo. Jesús decía de los fariseos que ponían cargas sobre los hombres que ellos no eran capaces de llevar.

Y la devoción al Sagrado Corazón nace para redescubrir como una primera reacción a esa situación histórica, para redescubrir el corazón del cristianismo. Y el corazón del cristianismo es que Dios es Amor y que en la Encarnación de Su Hijo, que es lo que nos ha permitido descubrir que Dios es Amor, Dios mismo Se nos entrega, Se da a nosotros y nos ama con un corazón humano. Eso es tremendo. Es decir, nosotros sólo tenemos experiencia del amor humano y si quisiéramos imaginarnos algo que desborde o que supere el amor humano, entramos en abstracciones con mucha facilidad. Pero el Hijo de Dios se ha hecho hombre para compartir -decía san Juan Pablo II- “con cada hombre y con cada mujer el camino de la vida”. Y en ese camino de la vida nos acompaña. Y nos acompaña con un corazón humano, de forma que podamos nosotros tener la conciencia de que Él entiende nuestras fatigas y nuestros dolores; que nos podamos sentir amados. La experiencia cristiana es la de alguien que se siente, no sólo amado, sino amado de una manera extraordinaria, amado con un amor infinito. Yo no encuentro palabra mejor para definirlo, con un amor infinito, con un amor incondicional. Infinito significa sin límites y, por lo tanto, ni límites de tiempo, ni condiciones de ningún tipo, ni barreras que se le puedan poner a ese amor, porque incluso la barrera del pecado, que se la ponemos todos, todos los días, de formas a lo mejor pequeñas, pero que le cerramos al Señor muchas puertas, no le hacen fatigarse de nosotros, no le hacen cansarse de nosotros.

Pero decía el Concilio una cosa preciosa y es que cuando Jesús nos revela al Padre y a su designio de amor, nos revela también quiénes somos nosotros. Aproximarse, empezar a darse cuenta, caer en la cuenta de que Dios es Amor es también caer en la cuenta de lo que valen cada una de nuestras vidas, que tienen el valor incalculable de la Sangre de Cristo, del amor infinito de Cristo. Y eso nos cuesta mucho admitirlo. Nos cuesta menos admitir que Dios nos quiera, aunque siempre rebajamos un poquito la calidad de ese amor, que Dios sea misericordioso con nosotros; pero que Dios nos pueda amar hasta tal punto que pueda desear nuestra compañía, que pueda desear hacerse uno con nosotros, como ha sucedido en la Encarnación y sucede en cada Eucaristía, para que comunicarnos Su Espíritu y que vivamos en la libertad gloriosa de los hijos de Dios…

Fijaros que en nuestra experiencia humana, en la experiencia de la vida, adquirimos tanto mayor gusto por la vida cuanto mejor somos queridos. Una persona que no es querida termina machacándose; machacándose a sí misma, no hace falta que la machaque nadie. Si no tiene la experiencia de ser querida y de ser bien querida, nos machacamos a nosotros mismos. Y el hombre moderno vive flagelándose, justo porque le falta esta experiencia del amor de Dios, como experiencia humana, como algo tangible, que uno ha palpado, que uno ha visto, y entonces nos flagelamos. La mayor parte de la gente vive pensando que su vida no vale nada. No.

Mis queridos hermanos, cada una de vuestras vidas vale la Sangre de Cristo. ¡Vale la Sangre de Cristo! Y eso significa que vuestro valor es infinito. Es el amor quien nos ha creado. Es el amor quien en este momento sostiene vuestra vida. Si en este momento estáis escuchando mi palabra, o yo puedo hablar y estamos aquí, es porque en este momento Dios nos está diciendo la única palabra que Él sabe decir: “Yo te quiero”. La única palabra que Dios sabe decir. Esa palabra es Su Hijo y Su Hijo se entrega por nosotros.

Mis queridos hermanos, no le tengo yo particular gusto a la devoción del Sagrado Corazón, porque la estética de las imágenes del Sagrado Corazón siempre me ha parecido un poco sentimental, un poquito blandengue, un poquito decadente en muchos aspectos, como mucho del arte del siglo XIX y de comienzo del XX. Y sin embargo, la verdad que está detrás de esa espiritualidad del Sagrado Corazón fue probablemente un primer movimiento de renovación de la vida cristiana, que luego ha tenido más implicaciones: la renovación litúrgica, el Concilio. La misma afirmación de los últimos Papas de la misericordia de Dios no es más que una variante o, si queréis, una forma de afirmar lo mismo: Dios es Amor y la forma del Amor de Dios para con nosotros es Misericordia.

Que el Señor nos conceda penetrar en este misterio, que llena la vida de buen gusto por la vida, por las cosas y de alegría, os lo aseguro.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

19 de junio de 2020
S.I Catedral de Granada

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