Comenzamos un nuevo año litúrgico, a lo largo del cual reviviremos los misterios de la
vida de Cristo, desde su nacimiento, su vida de familia, su ministerio público, su pasión,
muerte y resurrección, su ascensión al cielo y el envío del Espíritu Santo, para concluir
con el final, cuando Jesucristo como rey del universo lo sea todo en todos. No se trata
de un eterno retorno, sino de una espiral ascendente, que nos va acercando a Jesucristo
cada vez más, año tras año.
El Adviento nos prepara a la venida del Señor. A la última venida, cuando venga al final
lleno de poder y de gloria, y a esa venida personal, en la que nos llevará consigo a cada
uno, cuando termine nuestro caminar en la vida terrestre para llevarnos con Él al cielo.
La Iglesia en su liturgia nos lo anuncia: Viene el Señor, salid a su encuentro.
En el primer domingo se nos habla de la venida final. Como que todo se acaba, como
que todo termina. Y a la luz de ese final hemos de plantear cada uno de los momentos
de nuestra caminar hacia la meta. Hay muchos que no se plantean la vida más allá de
esta vida presente. Para estos no hay Adviento, no hay venida del Señor. Procuran vivir
su vida en el día a día, y cuando llegan momentos desbordantes, los pasan como
pueden, a la espera de que pasen, sin más. Para estos, lo fundamental es disfrutar del
momento presente, pasarlo lo mejor posible ahora. Todo se orienta a pasarlo bien, al
precio que sea.
Para el que escucha la Palabra de Dios y la acoge en la fe, la vida presente tiene su
prolongación y su plenitud en la vida futura, en la otra vida, y se prepara cada día a ella,
vive ya en ella. Para el creyente, el Adviento es un tiempo de esperanza ante el anuncio
de la venida del Señor, vive con su corazón en el corazón de Dios y sabe que las
promesas de Dios se cumplen. A veces, incluso, el creyente se impacienta, pero en esa
espera crece la esperanza en el ejercicio diario de la paciencia. Es una espera templada,
abandonado en las manos de Dios que tiene sus plazos, su agenda, su hora.
Esa esperanza le permite soportar todas las adversidades de la vida: contratiempos,
dificultades, noches oscuras, enfermedades e incluso la muerte. Su esperanza no se
viene abajo por nada de eso, espera firme en el Señor y sabe que incluso la muerte es el
paso a otra vida mejor, en la que disfrutará cara a cara del gozo de Dios. Al creyente lo
único que le importa es vivir en la voluntad de Dios, agradándole en todo. Precisamente
porque espera otra vida mejor. Sabe que los sufrimientos de esta vida no pesan nada en
comparación con la gloria que nos espera y que se nos descubrirá.
Esta primera semana de Adviento coincide siempre con la novena que nos prepara a la
fiesta de la Inmaculada. La esperanza no es algo abstracto, tiene un rostro concreto. Se
llama María Inmaculada. En ella contemplamos lo que Dios quiere realizar en cada uno
de nosotros. Ella es limpia de todo pecado y llena de gracia. Nosotros pecadores vemos
realizado en ella lo que a nosotros se nos promete. También nosotros llegaremos a la
otra vida limpios de todo pecado y llenos de gracia. Ciertamente, en la medida del don
de Cristo. Y el don en ella es superlativo. En nosotros tiene otra medida, pero será
plenitud de gracia también y limpieza de todo pecado.
La fiesta de la Inmaculada nos llena de profunda alegría y de esperanza. María está
presente a lo largo de todo el año litúrgico. Comenzar el año con la fiesta de la
Inmaculada es motivo de inmensa alegría. Ella nos acompaña en el tiempo de Adviento
que desemboca en las fiestas grandes de la Navidad. Que María nos prepare a recibir a
su Hijo con un corazón puro y generoso como el suyo.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba