¡Vivan los novios!

El noviazgo es la preparación para el matrimonio. El noviazgo dura desde el descubrimiento de la persona con la que vas a compartir tu vida hasta el sacramento que consagra ese amor, haciéndolo esponsal en el matrimonio. Es una etapa preciosa, en la que los que caminan a la santidad en el matrimonio aprenden a amar, a conocerse, a entregarse y a comprometerse para toda la vida.

Muchos jóvenes hoy tienen miedo a casarse. Prefieren convivir como pareja a comprometerse en un matrimonio civil o por la Iglesia. En el fondo es miedo al compromiso, es miedo al fracaso, al ver tantos matrimonios rotos por el divorcio. La comunidad cristiana, desde las familias ya constituidas hasta las parroquias y los movimientos han de tener en cuenta esta situación para acompañar a los novios en algo que les parece imposible, pero que está al alcance de todos con la gracia de Dios.

La fiesta de san Valentín (14 febrero) en este Año “Familia Amoris laetitia” es una ocasión para profundizar en estas dificultades y sobre todo abrirse al horizonte de Dios en este tema, del que Jesucristo ha tratado, elevando la alianza de amor de los esposos a la categoría de sacramento. La encíclica Amoris laetitia (nn. 205ss) trata de este aspecto, señalando la urgencia actual de acompañar a los novios en su camino al matrimonio.

Aprender a amar no se hace en cuatro días, es tarea de toda la vida. Porque en el fondo se trata de crecer en la vivencia cristiana, que nos va sacando de nuestros egoísmos para hacer de nuestra vida una donación. La relación de amor no puede instalarse en la posesión, sino que ha de crecer en la donación al otro. Y esa es tarea de la gracia, que mueve a colaborar con un corazón generoso.

“Es preciso recordar la importancia de las virtudes. Entre estas, la castidad resulta condición preciosa para el crecimiento genuino del amor interpersonal” (AL 206). Si los novios se preparan para el don pleno de sí mismo al otro, incluso para la donación corporal y sexual, esto solo es posible cuando se recibe al otro como un don de Dios, y cuando uno se entrega al otro en el Señor (1Co 7,39).

Aquí reside el “secreto” del sacramento del matrimonio. Hay quienes dicen: qué añade el sacramento del matrimonio, si ya nos conocemos, nos queremos, estamos comprometidos el uno con el otro. Qué más da que la entrega sea antes o después de la boda, cuando ya hay un compromiso firme por parte de ambos. O cuando no puede celebrarse la boda por el motivo que sea. La Iglesia, apoyada en la enseñanza de Jesucristo, te dice: No es lo mismo y ahí está el secreto, para mirarlo con ojos de fe. El sacramento del matrimonio consagra el amor de los novios y consagra a cada uno convirtiéndole en esposo/a del otro. No le es lícito al hombre o a la mujer tomar al otro sin que Dios te lo dé. Y Dios te lo da cuando lo consagra en el sacramento del matrimonio y en la bendición por parte de Dios de ese amor que los convierte en esposos.

Evidentemente, para el que no tiene fe eso le suena a música celestial, sobre todo cuando tiene en sus brazos a quien es carne de su carne, palpable, visible, apetecible. He aquí el camino a recorrer por los novios cristianos: dejar que todo eso visible y palpable sea iluminado e inundado por la gracia de Dios, para transformarlo, para elevarlo, para hacerlo duradero en Dios. Cuando el amor de los novios se queda sólo en el deseo y no arraiga en el corazón, será un amor pasajero, que deja una frustración tremenda en el corazón humano. El amor de los novios es un amor que viene de Dios y quiere ser eterno. Educarse en ese amor es tarea de toda la vida, y lo es especialmente del noviazgo.

Por eso, en la fiesta de san Valentín, vivan los novios, viva el amor humano transfigurado, elevado, purificado por la gracia de Dios. Ese será un amor duradero que satisfará para siempre el corazón humano de quienes son llamados al matrimonio.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba.

 

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