Una luz grande les brilló

Carta semanal del Obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández González.

El tiempo de Navidad es como una gran luz en la noche. La luz es Cristo, la noche es nuestra vida, nuestra historia. Nuestra vida llena de contradicciones, de sombras y de tinieblas, como si camináramos a tientas… y de pronto se enciende la luz. Esto es lo que ha sucedido. El encuentro con Cristo lo ilumina todo, la ausencia de Cristo lo deja todo más oscuro aún. El encuentro con Cristo genera gozo y alegría, la ausencia de Cristo acentúa el dolor y la tristeza. Él ha venido a buscarnos en nuestro desamparo para darnos de su alegría eterna, que no acaba, para hacernos luminarias luminosas que irradien luz en su entorno.

El Niño que adoramos, que adoran los Magos, que besamos en la Navidad, es Dios. No es un hombre cualquiera. Es el Verbo eterno del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Que se ha hecho hombre en el seno virginal de su madre María. Es verdadero hombre. Junto a la adoración, viene el abrazo. Es uno de los nuestros, sin dejar de ser Dios, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado.

Y su madre es Virgen. Virgen antes, en y después del parto. Ha concebido a su hijo divino, dándole su carne y su sangre, sin concurso de varón, por plenitud de vida. Es el culmen de la fecundidad, en María la fecundidad de una madre ha llegado al máximo. La acción del Espíritu Santo, Dios amor, la ha colmado de vitalidad, la ha hecho madre. Y su cuerpo ha sido todo para Jesús, y para nadie más.

Para el que no tiene fe, todo esto es un cuento, un cuento de Navidad. Sólo desde la fe puede entrar uno en la alegría de estos días santos. La fe viene a ser como la luz que se enciende y nos hace ver todo en su sitio. La fe no se inventa la realidad, sino que nos la hace ver, nos la da a conocer. La fe no es una venda en los ojos para caminar a ciegas. La fe es una luz potente que ilumina todas las realidades de nuestra vida y las da sentido. Sin esta luz, qué sería de nuestra vida, pues el misterio del hombre sólo se ilumina a la luz del misterio del Verbo encarnado (GS 22).

Esta luz no la hemos recibido para guardarla en el baúl. Si la guardamos, se apaga. Esta luz la hemos recibido para ponerla en el candelero, para difundirla a todos los de la casa, y crece al repartirse. El cristiano no vive en el oscurantismo, sino a plena luz, la luz que viene de Dios, ilumina a todo hombre que viene a este mundo y será iluminado con esta luz por toda la eternidad. La luz de la fe nos impulsa al servicio misionero de proponer a otros la fe que nosotros hemos recibido, sin imponerla a nadie. La fe no se impone, se propone. Pero hemos de estar dispuestos a dejar la vida en esta propuesta.

Los Magos de Oriente vieron una señal en el cielo, una luz los guió hasta Jesucristo. Y se llenaron de alegría al encontrarse con él. Los que gobernaban la polis ocultaron, despistaron, confundieron a los Magos. Los que gobernaban la polis intuyeron que esa luz encontrada por los Magos podía derrocarlos y se taparon los ojos para no ver esta luz y poder seguir con sus apaños. La estrella de la verdad, sin embargo, se muestra suave a los que la buscan sinceramente. Y los Magos la siguieron y la encontraron. Son un buen ejemplo para nosotros de búsqueda sincera, de capacidad para sortear los obstáculos, de no hacer caso a los que quieren desviarnos. Y encontrando a Jesús, lo adoraron, se postraron ante él, le ofrecieron sus vidas y sus regalos.

En el bautismo del Jordán, Jesús, lleno del fuego del Espíritu Santo, entra en el agua. Y el agua no apaga al fuego, sino que se contagia del fuego y adquiere la virtud de incendiar el mundo entero con la fuerza del Espíritu Santo. Ahí empezó nuestro bautismo, que nos viene administrado por el agua que contiene el fuego del Espíritu Santo. Por el bautismo somos hecho hijos de Dios, y la palabra dirigida a Jesús: «Este es mi hijo amado», se prolonga hasta nosotros, también hijos amados de Dios. Por el bautismo se nos infunde la fe, esa luz potente como un faro, que ilumina la noche de nuestra vida, de nuestra historia.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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