Comienza el curso de la mano de la Virgen. En muchos pueblos de nuestra diócesis y
del orbe católico es fiesta grande el 8 de septiembre, por el nacimiento de la Virgen
María. En muchos lugares, además, son las fiestas principales de la Virgen, que llenan
de alegría nuestras vidas. En Córdoba es la Virgen de la Fuensanta, patrona de la
ciudad. Ella da nombre a un barrio, el que está en el entorno de su santuario, pero es
fiesta en toda la ciudad que la tiene como patrona.
Es frecuente en estos días la imagen de los niños que acuden al colegio, algunos por
primera vez, otros ya veteranos, de la mano de su madre. Me evoca esa imagen la
preocupación maternal de María por cada uno de nosotros al comienzo de esta nueva
etapa de nuestra vida, al comienzo del nuevo curso pastoral. De la mano de María
iniciamos esta nueva etapa, sabiendo que ella estará presente todos los días y nos
cuidará, como una madre cuida de su hijo pequeño.
Y de pronto, un nuevo diácono, Álvaro Fernández-Martos Yáñez. En la fiesta de la
Virgen de la Fuensanta, recibimos de su mano este gran regalo de la ordenación de un
nuevo diácono. En Córdoba, los diáconos suelen ser ordenados por la fiesta de la
Inmaculada. En este caso, se ha adelantado tres meses. Y estamos contentos por ello y
hacemos fiesta especial.
El paso del diaconado es un paso definitivo en el camino hacia el sacerdocio. Es ya el
primer grado del sacramento del Orden, que configura al ordenado con Cristo Siervo. Es
decir, lo hace ministro de Cristo en esa dimensión esencial de la vida cristiana y
eclesial, que es el servicio.
Jesús lo enseña claramente en el Evangelio, cuando habla del estilo de mandar por parte
de los jefes de este mundo y lo contrapone a la actitud del servidor en la comunidad
cristiana. “No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea
vuestro servidor; y el que quiera ser el primero, que sea esclavo de todos. Porque el Hijo
del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por
muchos” (Mc 10,43-45).
Esto vale para todos, pero el diácono hace presente sacramentalmente a Cristo en medio
de la comunidad con esta actitud de Cristo, que llenó de asombro a los apóstoles,
cuando Jesús en la última Cena se puso a lavarles los pies. Quedaron desconcertados.
Jesús no llega a nuestras vidas por el camino de la prepotencia o del poderío, sino por el
camino de la humildad y del servicio. El diácono es prolongación personal de Cristo en
esta actitud fundamental cristiana y es consagrado por el sacramento del Orden para
servir a Cristo, para servir a la comunidad cristiana, para servir especialmente a los
pobres. En la jerarquía eclesiástica se entra por el camino de la humildad y del servicio,
no hay otra puerta.
En el diaconado, el que es llamado hace públicamente sus compromisos ante Dios y
ante la Iglesia. Asume gozosamente el compromiso de vivir el celibato durante toda su
vida, como signo de esponsalidad con Cristo y como signo de otra fecundidad, la que
viene de lo alto y reparte vida eterna a todo el que se acerca al Señor. El corazón del
nuevo diácono queda consagrado a Dios para siempre y al servicio de la comunidad. Es
un paso, por tanto, muy serio y muy importante. Asume también el compromiso de vivir
en la obediencia, al estilo de Cristo. Y el compromiso de prolongar la oración de Cristo
en la comunidad cristiana por medio de la Liturgia de las Horas, en favor de toda la
humanidad. Ya podrá celebrar varios sacramentos y, sobre todo servir a la mesa del
altar, repartir la sagrada comunión y servir a los pobres, que son signo de Cristo.
Pedimos a la Virgen de la Fuensanta que tome consigo a Álvaro y no lo suelte nunca de
su mano, porque ella es la mejor garantía de fidelidad a Dios y a los compromisos
adquiridos. Y rezamos por tantos jóvenes que se están planteando su vocación, para que
si Dios los llama al sacerdocio, respondan generosamente, porque los necesitamos.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba