Santísima Trinidad, Jornada Pro-Orantibus

Concluida la cincuentena pascual, de Pascua a Pentecostés, se suceden una serie de fiestas que complementan el año litúrgico. Este domingo, la solemnidad de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Jesucristo constituye la plenitud de la revelación de Dios. Él se presenta en el escenario de la historia humana, hablándonos de Dios como su Padre, habla de sí mismo como el Hijo amado y nos anuncia el Espíritu Santo, que ha de venir como consolador y abogado. Así lo recibe la Iglesia, así lo vive en su liturgia de alabanza y acción de gracias, así lo proclama en el anuncio del Evangelio a todas las gentes. El Dios de Jesucristo no es un personaje solitario, lejano, inaccesible.

Dios ha abierto sus entrañas de misericordia, volcándose sobre cada uno de nosotros, nos ha abierto su corazón. Y no podíamos imaginar cuánto amor nos tiene Dios Padre, que nos ha enviado a su Hijo único para rescatarnos del poder de la muerte y llevarnos al cielo, y a través de su Hijo nos ha enviado el Espíritu Santo, su amor personal, para que nos enseñe a amar. Entrar en relación con Jesucristo es entrar en la órbita de un amor que nos envuelve y nos lleva a plenitud, un amor que nos sana y nos restaura, un amor que nos impulsa y nos llena de alegría vital.

Dios tiene el plan de hacernos sus íntimos, de que entremos en su diálogo de amor para enviarnos a ser testigos de ese amor a todos los hombres, nuestros hermanos. Dios nos ha abierto su corazón para que disfrutemos de su amistad y nos hagamos partícipes de sus dones. Cuando el gran teólogo santo Tomás se pregunta para qué se nos ha revelado el misterio de la Trinidad, responde: -Para que lo disfrutemos.

La fiesta de la Santísima Trinidad es fiesta para disfrutar de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que ha puesto su morada en nuestra alma. “Si alguno me ama, guardará mi palabrea, mi Padre lo amara y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Es lo que llama el catecismo la inhabitación de las Personas divinas en el alma del justo. Ya no hay soledad para el que vive con las Personas divinas, está siempre acompañado, dialoga con ellos, acude a su continua protección, se siente acompañado siempre, incluso en el momentos de mayor aislamiento. El cristiano en gracia de Dios tiene huéspedes en su alma, y debe vivir para atenderlos y acogerlos en su corazón.

La vida contemplativa nos recuerda a todos en la Iglesia esta dimensión esencial de la vida cristiana: el conocimiento amoroso de Dios, el trato asiduo por la oración y la contemplación de Dios, el entrar en su corazón y compartir sus amores. Si Dios no es un círculo cerrado, sino un corazón abierto para incluir a todos los hombres, el corazón de un contemplativo no es un corazón aislado del mundo y de los dolores de la humanidad. El lema de la Jornada Pro-orantibus de este año nos dice: “Cerca de Dios y del dolor humano”. Los contemplativos están más cerca de Dios, porque han sido llamados para vivir cerca, pero al mismo tiempo, entrando en el corazón de Dios, están más cerca de la humanidad, porque comparten los amores de Dios y el sufrimiento de Cristo crucificado, movido por el amor.

Concretamente en este tiempo de pandemia, los contemplativos llevan traspasado el corazón con los sufrimientos de tantos hermanos que sufren la pandemia, como ellos mismos la están padeciendo. Estar cerca de Dios no aleja de los hombres, y menos aún de los dolores de la humanidad. Estar cerca de Dios hace estar más cerca de los hombres y de sus angustias y esperanzas. Como decía santa Teresita del Niño Jesús: “En el corazón de mi madre la Iglesia, yo seré el amor”. Los contemplativos son el amor que bombea a toda la Iglesia el amor para sanar los corazones doloridos.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba

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