Sal de la tierra, luz del mundo

Carta semanal del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández

La sal es imprescindible para un buen guiso. Un guiso sin sal es un guiso soso. La sal, además sirve para preservar de la corrupción, mantiene la frescura, evita la descomposición. Jesús emplea este elemento para decir a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra” (Mt 5,13). La misión del cristiano es, por tanto, dar sabor y buen gusto a todo lo bueno que hay en el mundo. Es tarea suya preservar lo bueno sin que se estropee nunca. Jesucristo no ha venido a quitarnos nada bueno, sino a darle sabor, para que pregustemos la vida que no acaba junto a él para siempre.

Pero al mismo tiempo, Jesús advierte con cierta severidad: ¿para qué vale la sal, si pierde su sabor y sus propiedades? No sirve para nada, hay que tirarla. Nada más inútil que una sal desvirtuada. ¿Qué hace un cristiano cuando se acomoda al mundo en el que vive? Se mundaniza, pierde su vigor original, no sirve como cristiano. Papa Francisco nos está recordando continuamente los males que trae consigo la mundanidad para el cristiano, para las instituciones cristianas, para la Iglesia. Dejarse mover por el placer, por el dinero, por el poder, por el prestigio, eso ya lo hace el mundo, y lo hace muy calculadamente para sus intereses. No le importan los que quedan en la cuneta, los descartados, los explotados, los abusados. Ese no puede ser el comportamiento de un cristiano. El cristiano está llamado a ser “sal de la tierra”, porque nuestro mundo de hoy necesita sentido, valor, razón para vivir y esperar. Y Jesucristo encomienda a los cristianos esa preciosa tarea.

Y con otras palabras, viene a decir lo mismo: “Vosotros sois la luz del mundo”. Qué alegría cuando hay luz, qué tristeza cuando falta la luz y nos envuelve la oscuridad. Con la luz podemos ver y comunicarnos, podemos caminar, podemos mirar al horizonte. Sin luz, en medio de la oscuridad, quedamos aislados, incomunicados, no hay horizonte ni hay esperanza posible. Nos dice Jesús: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Cuando Jesús entra en nuestra vida, se van disipando las tinieblas y vemos de otra manera. Vemos las cosas como son, como Dios las ha hecho. Sin Jesús, vemos a nuestra manera, vemos distorsionada la realidad, se nos cierra el horizonte y nos viene la angustia.

Nuestro mundo intenta muchas veces plantear la vida sin Dios, sin luz, a oscuras. Y ve todo del revés. Por eso, los cristianos estamos llamados a ser luz de mundo, la luz que viene de Dios, la luz que ha brillado en Belén, que ha brillado en la Cruz, que ha brillado en la Resurrección. Nuestro mundo sin Jesús camina a oscuras. Es urgente la tarea de alumbrar, para que vean, para que se alegren, para que se abra en sus vidas un horizonte infinito. “Vosotros que véis, ¿qué habéis hecho con la luz?”, decía P. Claudel.

A lo largo de la historia, han sido los santos los que han sido luminarias en su entorno para iluminar la vida cotidiana de tantas personas. Vale más un ejemplo que mil palabras. Madre Teresa de Calcuta ha iluminado toda nuestra época para que entendamos que los pobres han de ser preferidos, y que ese amor es el único que puede transformar el mundo. Juan Pablo II nos ha mostrado a Cristo como centro del mundo y de la historia, porque Cristo era el centro de su vida. El santo Cura de Ars nos muestra con su dedicación al ministerio sacerdotal cuánto bien hace un buen cura a los fieles de su entorno. Santa Gianna Bareta, que prefirió morir para que sobreviviera su hija, nos enseña hasta dónde llega el amor de una madre. Tantos matrimonios cristianos, cuyos esposos se aman, son fieles y están abiertos a la vida, son el mejor ejemplo de cómo Dios quiere hacer felices a los que viven en una familia cristiana hoy.

Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo. Una vez más acogemos esta misión que Jesucristo nos confía y con su gracia asumimos el reto de vivir la vida cristiana como testimonio, “para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a nuestro Padre del cielo”.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Mons. Demetrio Fernández,

obispo de Córdoba.

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