“Purísima había de ser la Virgen que nos diera al Cordero inocente que quita el pecado
del mundo. Purísima la que destinabas entre todos para tu pueblo como abogada de
gracia y ejemplo de santidad”, rezamos en el prefacio de la fiesta, tomando estas
expresiones de san Juan Damasceno.
En el comienzo del adviento, aparece la gran fiesta de la Inmaculada, en cuya novena
nos encontramos. El 8 de diciembre, año tras año, nos trae la frescura de una mujer
limpia de todo pecado, una mujer resplandeciente como el sol, con la luna bajo sus pies
y una corona de doce estrellas. Es la Purísima, es María que fue elegida por Dios para
ser madre de su Hijo divino, y por eso la adornó con toda clase de dones y gracias. Es la
“llena de gracia”, como la saluda el ángel de parte de Dios.
Levantemos la mirada, no estamos hechos para la desgracia, que se expresa en múltiples
formas de pérdida de la dignidad humana. No tenemos que recortar nuestro horizonte de
belleza y de sentido de la vida. María santísima sale a nuestro encuentro para
mostrarnos sin palabras que existe una humanidad nueva, una nueva manera de vivir,
otra forma de sentir y de experimentar la vida. Y eso es lo que viene a traernos
Jesucristo, para el que estamos preparando el belén de nuestro corazón.
En María contemplamos lo que toda persona humana está llamada a ser, porque además
de tenerla como modelo de vida humana divinizada, ella es nuestra madre y tiene un
influjo inmenso sobre nosotros sus hijos. El adviento nos conduce a la navidad, y en
este recorrido María se nos presenta como la primera redimida, la mejor redimida, la
plenamente redimida por el amor de su Hijo, que se ha hecho hombre en su vientre
virginal y la ha dejado virgen para siempre en esa virginidad llena de vida y de
fecundidad.
María, en previsión de los méritos de su Hijo Jesucristo, fue liberada de todo pecado,
incluso del pecado original con el que todos nacemos. Y fue liberada por un privilegio
especial y singular. A nadie más se le ha concedido esta gracia, y a ella se le ha
concedido para ser mediadora de esa gracia purificadora para todos los humanos,
incluso para toda la creación, que en ella recupera su frescura original no contaminada.
Lo que a ella se le ha dado ya al comienzo, a nosotros se nos quiere dar como plenitud
al final.
Ave María Purísima, es saludo entre los cristianos. Con este saludo comenzamos las
buenas obras, con ese saludo nos acercamos a recibir el perdón de Dios, con ese saludo
nos intercambiamos los mejores deseos de bendición de unos a otros. María se convierte
así en referente de una vida nueva, de una vida distinta, de una vida que supera la
monotonía aburrida de nuestros vicios y pecados.
Preparamos con un gozo especial la fiesta de la Inmaculada, especialmente en estos días
de su novena. Cómo no vamos a encontrar respiro en ella los que somos pecadores.
Cómo no vamos a encontrar luz y esperanza en ella los que somos incapaces de crear un
mundo nuevo, una civilización del amor. Con ella todo lo bueno es posible, porque ella
nos anuncia que Dios está de nuestra parte, que Dios es aliado –nunca enemigo ni rival-
del hombre. Y así como a ella la llenó de gracia, también a nosotros quiere llenarnos de
esa misma gracia, según la medida del don de Cristo para cada uno.
Preparemos la venida del Señor, hagamos sitio en nuestro corazón a Jesucristo que
viene y quiere cambiar a mejor nuestra vida. María es promesa cumplida. Dichosa tú
María, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. Ave María Purísima, sin pecado
concebida.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba