Otra vez confinados

Carta del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández

No nos pilla de sorpresa, porque así llevamos desde marzo, con algunos alivios pasajeros. Pero de nuevo se intensifican las medidas más estrictas para detener entre todos la expansión del virus, que tiene efectos de muerte en muchas personas.

La pandemia nos sitúa en la verdad de lo que somos. En primer lugar, nos recuerda la precariedad de nuestra vida. Por muchas pólizas de seguro que suscribamos, en ninguno entra esta cobertura. La única cobertura, la más segura (y además gratuita) es la Providencia de Dios. Dios es Padre que nos cuida como una madre cuida a su hijo pequeño. Lo sabemos. Pero en esta ocasión tenemos oportunidad de ponerlo en práctica. Y este Padre que nos cuida es omnipotente. Debe darnos una seguridad inmensa descansar en las manos de este Padre Dios, que no se desentiende de nosotros, sino que quiere que experimentemos su amor de padre precisamente en estos momentos. Y con Dios hemos de colaborar para proveer en favor nuestro y de los demás, respetando y cumpliendo las normas sanitarias que establecen las autoridades.

En la Palabra de Dios aparecen frecuentemente desastres, calamidades, pandemias. La historia de la humanidad es una historia de la fragilidad humana, que ha empujado a los hombres a buscar e inventar medios para librarse de todo eso o atenuar los efectos perversos de tales calamidades. En todas esas situaciones, Dios se muestra siempre cercano. “Clamaron al Señor en su angustia, y los libró de la tribulación” (Salmo 107). Por eso, en momentos como este hemos de intensificar nuestra oración, por nosotros y por los que no rezan. En Córdoba nos acogemos especialmente al arcángel San Rafael, custodio de la ciudad del Arcángel. Volvamos a Dios, y él tendrá compasión de nosotros.

Es también ocasión propicia para pensar en el cielo. Hemos nacido para el cielo y hacia allí caminamos, no como extraños, sino como ciudadanos del cielo, como hijos y, si hijos, también herederos, herederos de Dios, coherederos con Cristo (Rm 8,17). A veces estamos demasiado a gusto en este mundo. Amamos la vida, la que Dios nos ha dado, como anticipo de la vida que no acaba. Pero nuestro destino no es vivir cada vez mejor en este mundo. Antes o después nos van faltando las fuerzas, vamos perdiendo capacidades, envejecemos. No podemos pedir a Dios vida tan larga aquí en la tierra que ya casi no podamos vivirla. Damos gracias a Dios por el don de la vida, pero anhelamos otra vida, que prolonga la presente y es totalmente distinta, para mejor.

“Tiende tu mano al pobre”, es el lema de este año para la Jornada Mundial de los Pobres. Una preocupación, que brota de un corazón solidario, es la de tender nuestra mano al pobre, al que lo necesita. Precisamente porque también nosotros nos sentimos necesitados, y ahora quizá más que nunca, hemos de tender nuestra mano a tantas personas que a nuestro alrededor (o en lugares lejanos) necesitan de nuestra ayuda. El confinamiento puede encerrarnos más en nosotros mismos o, por el contrario, puede estimular nuestra salida al encuentro de los pobres.

No vamos a los pobres por aburrimiento o para satisfacer nuestra necesidad de hacer algo. Vamos a los pobres por desbordamiento de un amor que llena nuestro corazón. Y al salir al encuentro de los pobres, somos enriquecidos, porque en el ejercicio de la caridad se nos ensancha el corazón. En la comunidad cristiana, la atención a los pobres no es algo añadido, sino algo que brota de la entrañan de nuestro mismo ser cristiano, como Jesús el buen samaritano, como Jesús que se acerca a los pecadores y come con ellos.
Que el confinamiento nos haga más solidarios de nuestros hermanos. Que al ver sus necesidades, muchas veces extremas, no nos apuntemos a la globalización de la indiferencia, sino rompamos el bloqueo que nos aísla y salgamos al encuentro de los demás.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández

Obispo de Córdoba

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