Carta del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández
“Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (Catecismo 1030). Esto nos lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica cuando habla del más allá de la muerte. El Purgatorio supone por tanto la salvación eterna, que es irreversible, aunque todavía no goza a plena luz de Dios, porque necesita una purificación previa.
El mes de noviembre, último mes del año litúrgico, nos pone delante de los ojos el más allá, para que reflexionemos. ¿Qué pasa después de la muerte? La muerte no acaba con nosotros, llevando nuestros huesos al sepulcro o al horno crematorio, y ahí termina todo. No. Dios nos ha creado para vivir eternamente junto a él, para hacernos partícipes de su felicidad inmensa. El hombre es espíritu encarnado. En la muerte nuestra carne se separa del espíritu, del alma. El cuerpo va al sepulcro, el espíritu o alma no muere. Al final de los tiempos, el cuerpo volverá a reunirse con el espíritu.
Este mes de noviembre es ocasión para evangelizar en esta dirección y pedir para todos la luz con la que vislumbramos un destino eterno para cada uno de nosotros. El tiempo de pandemia acentúa esta cuestión, pues la pregunta de fondo es ésta: y si me muero, qué pasa. Pues después de la muerte viene el juicio de Dios. En la presencia de Dios nos veremos tal cual somos, sin dobleces, sin mentira, sin engaño. La luz de Dios nos sitúa en la verdad. Y la verdad más importante es que Dios nos ama.
Dios nos mira con amor. Somos criaturas suyas, somos hijos suyos por el bautismo. Dios no desprecia nada de lo que ha creado, y menos aún a aquellos que ha adoptado como hijos, dándoles su misma vida en el bautismo. En el corazón de Dios cada uno tiene su lugar propio, en el corazón de Dios todos tenemos un sitio. Y en ese juicio tras la muerte o en el juicio universal al final de los tiempos, Dios nos mirará con amor y con misericordia, pues su amor se dirige a personas que le han ofendido de múltiples maneras. “Si llevas cuenta de los delitos, Señor, quién podrá resistir; pero de ti procede el perdón y así infundes respeto” (Salmo 129).
Si, a pesar de ese amor inmenso y misericordioso de Dios, uno da la espalda a Dios, no quiere saber nada de él y se aparta obstinadamente de él, su vida va camino de perdición. Si persevera conscientemente en esa actitud, se carga la salvación que Dios le ofrece. Eso es el infierno. Mientras dura la vida en la tierra, la persona está siempre en la posibilidad de conversión, del volverse a Dios. Tan grande es la misericordia de Dios. Por eso, debemos orar por todos, esperar por todos, pedir la salvación de todos. Y en ese misterio de la gracia que Dios ofrece, pedir que la persona humana no se cierre y aunque sea en el último minuto se abra a la misericordia de Dios, que es inmensa.
Pero muchos, ante este amor insistente de Dios, abierto siempre al perdón, alcanzan esa misericordia a lo largo de tantos momentos de su vida. Y mueren en la amistad de Dios, aunque les falte mucho por purificar. Esas son las benditas almas del purgatorio, por las que pedimos especialmente en este mes de noviembre. Nuestra oración les llega, les hace bien. Nuestra intercesión y nuestros sacrificios pueden sacarlas del purgatorio. Es una sana costumbre cristiana ofrecer la Santa Misa por los difuntos, encargar la Eucaristía a un sacerdote y, si podemos, aportar una pequeña limosna. Y además de la Misa, otras oraciones y sacrificios, obras de caridad ofrecidas por las almas del purgatorio.
Oremos por las almas del purgatorio, especialmente en este mes de noviembre.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba