El sacerdote Antonio Gil resalta lo que nos enseña el tercer domingo de Cuaresma, «de una especial ternura y emoción»
Hoy, como en tiempos de Jesús, va pasando los años y la gente no reacciona a su llamada, como sería su deseo. Son muchos los que se acercan a escucharlo, pero no acaban de “abrirse al reino de Dios”. Jesús insiste. Es urgente cambiar antes de que sea tarde. Y les cuenta una pequeña parábola: el propietario de un terreno tiene plantada una higuera en medio de su viña. Año tras año viene a buscar fruto en ella, y no lo encuentra. Su decisión parece la más sensata: la higuera no da fruto y está ocupando terreno inútilmente, lo más razonable es cortarla.
Pero el encargado de la viña reacciona de manera inesperada: “¿Por qué no dejarla todavía?”. Él conoce aquella higuera, la ha visto crecer, la ha cuidado, no quiere verla morir. Él mismo le dedicará más tiempo y más cuidado, para ver si da fruto.
El relato se interrumpe bruscamente. La parábola queda abierta. El dueño de la viña y su encargado desaparecen de escena. Es la higuera la que decidirá su suerte final. Mientras tanto recibirá más cuidados que nunca de este viñador que nos hace pensar en Jesús, “el que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.
La Cuaresma se reviste en este tercer domingo, de una especial ternura y emoción. Cada uno de nosotros, en la simbología de una breve parábola, se convierte en pequeña higuera. Y la clave, para vivir un auténtico cristianismo, está en el fruto. Jesús coloca dos grandes pilares a la hora de “evaluarnos”: “Las obras y los frutos”. ¡Bellísimos mensajes!
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