Reflexión de Antonio Gil en Al Trasluz del II Domingo de Cuaresma
La Transfiguración de Jesús que contemplamos en el II Domingo de Cuaresma, es una escena grandiosa. Los evangelistas presentan a Jesús con el rostro resplandeciente mientras conversa con Moisés y Elías. Culmina con la aparición de una nube, de la que sale una voz: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo». En la Cuaresma, la Iglesia se adentra como Israel, como Jesús, en el desierto. Pero sube tambien a la montaña, lugar de teofanías, donde Jesús se revela, y lugar de culto, de la Alianza. El Evangelio nos presenta a Cristo transfigurado en gloria, en un monte alto, mientras oraba.
Cada Eucaristía es para nosotros nuestro «Tabor» dominical, que nos ayuda y nos da fuerzas para descender, luego, al llano y caminar con Cristo, emprendiendo nuestras propias «transfiguraciones». La primera «transfiguración», la del Bautismo, incorporándonos al Pueblo de Dios y viviendo la «filiación divina; la segunda , la de la Confirmación, estrenándonos como «apóstoles» y ejerciendo el «apostolado» que se nos encomienda; la tercera «transfiguración», la de la santidad cotidiana que nos lleva a construir un mundo mejor, por más humano y por más cristiano. Teresa de Calcuta decía: «Amad hasta morir», «dad hasta que os duela». El verdadero amor es «holocausto, ofrenda, entrega generosa». El papa Francisco nos ha dicho que lo primero que tenemos que hacer en esta hora es «escuchar a Dios», «proclamar su Palabra para transformar el mundo». Con tres hermosas «transfiguraciones», pasando de «paganos, a cristianos; de cristianos, a apóstoles; de apóstoles, a santos».
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