La presencia y la misión de la Iglesia en una sociedad pluralista

Diócesis de Córdoba
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La diócesis de Córdoba comprende la provincia de Córdoba, en la comunidad autónoma de Andalucía y es sufragánea de la archidiócesis de Sevilla.

Conferencia del Cardenal Gehard L. Müller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en Córdoba.

1. Naturaleza y misión universal de la Iglesia (LG 1)

La Iglesia de Jesucristo, que es un don del Señor, ha sido orgánicamente fundada para llevar a cabo el plan universal de salvación de Dios: «Ya que la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su misión universal» (LG 1), tal y como ha formulado claramente el Concilio Vaticano II.

La comprendemos como Casa y Pueblo del Padre, como Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. A causa de la perfección de la Revelación histórica y escatológica de Dios alcanzada por medio de la Encarnación y los acontecimientos sagrados de la Pasión, Muerte y Resurrección del Hijo de Dios, del Verbo Encarnado, y la llegada pentecostal del Espíritu Santo desde el Padre y el Hijo, la Iglesia posee por sí misma un carácter encarnador y sacramental.

Ella vivificará y se moverá por acción del Espíritu Santo. Jesucristo, el Señor, que resucitó y es su Cabeza invisible, continúa, por medio de la Iglesia, su Misión salvadora de los hombres hasta el final de los tiempos. Cristo la constituye como la Asamblea organizada y visible de la Salvación y de los santos (de los bautizados).

Él llama, a través de su predicación y de sus signos, a los hombres de su grey y los injerta, coloca e incluye en el Misterio de su Cuerpo (Cuerpo Místico de Cristo), al igual que ocurre con los distintos miembros de un cuerpo. Y el Señor glorificado nos habla y nos infunde aliento a través de las enseñanzas apostólicas: Él es para nosotros Maestro, Pastor y Sacerdote en la persona de los Obispos, que actúan como cabeza del Presbiterio y como gobernantes de las distintas Iglesias particulares, por medio de la sucesión y la autoridad apostólicas.

La presencia de Jesucristo para la Salvación del mundo interviene y acontece en y a través de la Iglesia del Dios trinitario. A través de los Apóstoles y de la Iglesia, establece Jesús su cometido, su misión, que durará hasta su Segunda Venida al final de los tiempos. Mostrándose el Señor resucitado a sus discípulos, dio legitimidad plena a esta misión de la Iglesia, para la salvación eterna de los hombres de todos los tiempos: «¡La paz esté con vosotros! Como a mí me ha enviado el Padre, así os envío yo a vosotros (…) Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,21).

La Iglesia del Dios trinitario, por tanto, no se muestra meramente como una forma de religión limitada cultural y temporalmente. Y tampoco es solamente una expresión limitada, cultural o étnicamente, de una creación religiosa del hombre en base a la adoración de Dios, en tanto que nosotros entendemos la Trascendencia bajo el orden moral-natural, ético y afectivo del hombre, es decir, el horizonte divino más allá del mundo contingente y necesitado de redención.

Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el centro de la Creación, el centro de la profunda reconciliación y de la esperada perfección del hombre en Dios. Como culmen de toda la Creación, es también culmen, Cabeza de la Iglesia. Da plenitud a la Iglesia, que es su cuerpo, con su vida (Ef 1,23).

Y por eso debería toda la Creación «tener conocimiento, a través de la Iglesia, de la infinita sabiduría de Dios, según su plan eterno, que nos ha hecho llegar a través de Jesucristo, nuestro Señor» (Ef 3,10). Jesucristo es el único y universal Mediador entre Dios y los hombres (cf. 1Tm 2,4). Entonces, Dios, su Padre, quiere que, a través de Él, todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. A Él le corresponde la misión universal, «católica», de la «Iglesia del Dios vivo, que es pilar y fundamento de la Verdad» (1Tm 3,15).

Hemos descrito hasta ahora, con estas breves notas de Eclesiología, el origen, la naturaleza y la misión de la Iglesia de Dios. Sin embargo, la Iglesia puede manifestarse de manera todavía más concreta en su misión, si nosotros fijamos nuestra mirada en aquellos a los que nos dirigimos, a los que ama el Señor, a quienes se dirige el mensaje del Evangelio, de su Salvación. Son los hombres en su propia época, en su cultura, en su orden social, su sociedad, su mentalidad, sus experiencias vitales y estilos de vida.

El Concilio Vaticano II nos ha transmitido una visión auténtica de la Iglesia, y no sólo a través de la Constitución Lumen Gentium (LG). Con la Constitución Pastoral Gaudium et Spes (GS), el Concilio nos ha presentado detalladamente la «misión de la Iglesia en el mundo de hoy». La Iglesia proviene de Dios y se hace viva a través del Evangelio y de los Sacramentos, como instrumento del perdón de los pecados (penitencia), de la santificación y divinización del hombre, de la experiencia tanto de sabernos hijos de Dios como de su llamada (su vocación) a la Vida Eterna.

Pero, al mismo tiempo, la Iglesia se compone de hombres, que unidos en Cristo y guiados por el Espíritu Santo, son siempre «hijos de su tiempo». Los cristianos comparten con los demás creyentes y con los que no creen los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de su época (cf. GS 1). La Iglesia puede llevar a cabo su tarea, su trabajo, solamente «si busca e interpreta los signos de los tiempos a la luz del Evangelio» y eleva su voz profética aclamando a la Verdad como verdadera, a la Bondad como buena y al Mal como malo (GS 4).

2. Libertad religiosa en la sociedad pluralista

Muchos de los países, en los que la Iglesia actúa y está presente, se han caracterizado hasta hoy día por una cultura larga y confesadamente cristiana. Sin embargo, nuestro tiempo ha traído consigo también el final de una civilización unificadoramente cristiana para una inmensa mayoría de la población, y, en parte, incluso una activa campaña de descristianización y secularización, por parte del Estado y de la sociedad, o hasta la sustitución de todo «lo cristiano», por medio de ideologías contrarias en los ámbitos de la Ciencia, la Tecnología, la Medicina o la Política. Esto proviene de la lucha que sostienen ciertos medios contra la imagen de un hombre cristiano y humanista, llegando hasta la eliminación o supresión, pedante y llena de odio, de los símbolos cristianos de todo el ámbito público. En un marco de supuesta tolerancia con los no cristianos, se deben retirar, por ejemplo, las cruces de las aulas de los centros escolares, y en otros casos.

El gran programa o proyecto de descristianización de Europa consiste, ya desde las revoluciones francesa y soviética, y con especial odio hacia la iglesia católica, en la creación o gestación del llamado «nuevo hombre»; en el culto liberal al progreso, en las políticas «salvíficas» del Fascismo o el Comunismo en el siglo XX, con la reducción del hombre a un mero organismo complejo, sin naturaleza espiritual, con el envoltorio trascendental del Materialismo monista, el Positivismo o Inmanentismo, e incluso también – de manera totalmente banal – en la corrupción del hombre contemporáneo, en la sociedad actual, por medio de un tipo de vida sensual y mundano. Mediante un proyecto cientificista-político-mediático, esta interpretación relativista de la verdad y esta negación total de lo trascendente es elevada a la categoría de paradigma universal.

Frente a estos anhelos de notoriedad del Totalitarismo naturalista, las interpretaciones globales religiosas se sostienen aun, solamente mediante expresiones de ámbito marginal y privado, de manera similar a como ocurrió con los últimos indios, que ciertamente no se exterminaron en nombre de una supuesta cultura superior, si bien que fueron aislados en reservas. La Cristiandad – así se asegura con un gesto autoritario – tendría sólo una significación histórica, y pertenecería al ámbito de una «reserva», o bien a un museo de Historia de las Religiones.

Frente a este zarpazo totalitario contra el hombre, bajo el pretexto de que la felicidad le viene impuesta bajo las concepciones ideológicas de los científicos, políticos y economistas, la Iglesia defiende a todos los hombres por igual, y no sólo como institución en sí misma, sino también su libertad individual y social, tanto religiosa como de conciencia.

La iglesia es defensora de una libertad que no le viene al hombre de atribuciones o privaciones de mayorías parlamentarias, o de líderes de opinión de masas, sino que se encuentra anclada en la naturaleza moral y espiritual del propio hombre.

En una sociedad pluralista, un Estado de derecho puede tener éxito solamente si la democracia no se construye mediante el dominio o el control de unos sobre otros, sino sobre el reconocimiento de unos derechos humanos establecidos, que se fundamentan en la innegable dignidad del hombre. Mediante su capacidad trascendental y de respuesta previa ante una instancia superior, el hombre es capaz de sentirse libre y no sujeto a la influencia del «paternalismo» y control de sus iguales, de los demás.

Y «libertad» significa aquí no solo la mera y formal autodeterminación, bajo la percepción unas determinadas obligaciones hacia sí mismo o ante la comunidad. «Libertad» significa la realización de la propia voluntad individual, natural y de la razón, para poder dirigirse y orientarse más fácilmente a la Verdad, a la Bondad, sin desviaciones hacia ninguna otra necesidad secundaria.

Por tal razón, una ley estatal no es legítima porque haya sido proclamada de manera formalmente correcta, sino porque se construye sobre las bases del Derecho e irrumpe con un cambio ante una necesidad. Bajo el concepto de democracia, basada en un estado de derecho, a veces se establece fácilmente que un médico sufra rechazo o discriminación profesional por el mero hecho de negarse a matar a una persona en el seno materno, lo cual supone un crimen según sus convicciones; o bien, se decreta el cierre de una institución católica dedicada a promover la adopción de niños indigentes por el hecho de no haber entregado un niño a cualquier tipo de pareja o grupo de personas, porque, según nuestra convicción, la dualidad entre hombre y mujer es necesaria para la constitución de un matrimonio y una familia, y ningún niño puede ser privado de su derecho natural a tener un padre y una madre.

La divisa más importante del laicismo – la Religión es una cosa privada – es una ofensa brutal contra los derechos del hombre, y, por tanto, contra la propia razón, ya que todos los actos esenciales del hombre han de corresponderse con su naturaleza social, y desde dicha visión nunca son meramente privados, sino que tienen un significado público y social. Desde la Ilustración y la Revolución Francesa, los llamados «liberales» y «anticlericales» han legitimado y justificado una y otra vez sus duras violaciones de la ley contra la Iglesia católica, hasta llegar a una persecución abierta contra los cristianos, atribuyéndose una pretendida visión o perspectiva más elevada.

Por el contrario, un Estado, que tiene que regular los asuntos temporales de los hombres en una sociedad pluralista, no puede inscribirse en una determinada religión o anti-religión, o en una antropología atea, sino que debe promover todas las iniciativas, tanto religiosas como no religiosas, de cualquier comunidad. Por eso, el Estado libre debe, por ejemplo, promover medidas equitativas e igualitarias tanto hacia sus propias escuelas como a hacia otras organizadas por promotores ajenos y libres. Cuando el Estado discrimina a las escuelas católicas lesiona la responsabilidad política de sus jóvenes, que son ciudadanos iguales de la sociedad, de tal manera que su libertad de elección de un tipo u otro de escuela no puede ser obstaculizada.

El Estado tiene que servir a la sociedad y a todas sus asociaciones libres, sin forzarlas a abrazar una determinada ideología, controlada por medio de una dictadura educativa que se ampara bajo un criterio de unidad. Por otra parte, la Iglesia, en una sociedad pluralista en la que los derechos fundamentales del hombre son reconocidos y amparados por el Estado, no se siente amenazada, sino que ve recogidos como condición de libertad tanto su existencia como su misión.

Aunque la Iglesia, para la realización de su misión, también recurre a medios humanos, no reclama en la sociedad un poder político, ni brillar en los medios (cf. LG8), sino que aspira solamente a cuidar la misión que Dios le ha dado para la Salvación del hombre. De esta manera, la libertad religiosa, tanto individual como comunitaria; el ejercicio público de la religión y la forma de actuar según la conciencia individual en un ámbito público y también en las instituciones de los Estados, es el derecho humano fundamental y la base de toda convivencia pacífica, en una sociedad de personas con diversas creencias y convicciones.

En una sociedad pluralista – tanto en estados democráticos de derecho como en otros desafortunados regímenes con evidentes violaciones de los derechos humanos – corresponde a la Iglesia erigirse en defensora de los hombres y de sus derechos inalienables. La Iglesia representa la dignidad indispensable de cada hombre, como fundamento de toda vida en común de personas que tienen distintas creencias. Sobre la base de la Ley natural, la Iglesia, en estrecha unión con otros grupos sociales, debe enfrentarse al Estado o a una determinada ideología totalitaria que quiera suprimir o eliminar la religión o la libertad de conciencia, tal y como el Concilio Vaticano II ha dejado claro en su Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis Humanae.

Por el contrario, el final de la libertad religiosa está cerca allí donde determinadas instancias políticas, bajo la apariencia de religiones o filosofías de la verdad y de lo bueno, obligan a una conciencia a toda costa, desacreditan a la religión acusándola de ser origen de la violencia, para así debilitar y socavar la libertad espiritual y de conciencia. Tampoco los parlamentos e instituciones europeas pueden situarse en el lugar del conocimiento de la verdad o racional, ni condicionar a los hombres a través de la propaganda o de algún otro sistema de «premio-castigo», por medio de un «mainstreaming», o por medio de la tiranía de lo «políticamente correcto»: El testimonio del Dios de la Salvación, que la Iglesia quiere anunciar a todos los hombres, puede hacerse realidad solamente mediante una plena libertad de creencias, sin coacciones.

3. La Iglesia como defensora de la humanidad

Ya el Papa Juan XXIII nos brindó, con su Encíclica Pacem in terris, una particular Carta de los Derechos Humanos. Con ella, sobrepasó la «Declaración Universal de los Derechos Humanos», con el claro, incisivo y penetrante acento que aporta la visión cristiana: El hombre como persona es el punto de partida de su dignidad. De esta manera, la Iglesia evita entrar en un marco de justificación que puede rápidamente cambiar, y dirige la discusión hacia el núcleo central de la cuestión: la persona, dotada de razón y libre albedrío, y sujeta a derechos y obligaciones, que le son propios por naturaleza.

El respeto incondicional a la persona, al cuerpo y a la vida, a la libertad y a la conciencia del prójimo, debe ser aceptado como principio o fundamento común del asunto. De esta manera, se abre un camino decisivo para que las desigualdades en el reparto de los recursos de la desaparezcan, y para que surja en todos los hombres una libertad verdadera, que se convierta en el sustrato sostenedor de todos los órdenes sociales:

«En toda convivencia humana, que tiene que ser bien ordenada y provechosa, se debe establecer el principio de que todo hombre es persona. Tiene una naturaleza dotada de inteligencia y libre albedrío; tiene, por tanto, derechos y obligaciones por sí mismo, que emanan inmediata y simultáneamente de su propia naturaleza. Como son universales e inviolables, no pueden renunciarse bajo ningún concepto» (Juan XXIII, Pacem in terris, n. 9).

La idea fundamental de los derechos humanos no solo se corresponde con lo más profundo de la comprensión bíblico-cristiana del hombre, sino que es también la raíz de la que parten todas las iniciativas para una elevada estima o consideración de la vida humana. La Iglesia quiere difundir todos estos principios y fundamentos a nuestro mundo actual. Las diferencias de origen étnico, de pertenencia política o identidad cultural no pueden ser una barrera entre los hombres. Toda forma de delimitación de fronteras y de división contradice el concepto de persona que la Iglesia ha formulado con claridad.

En lo referente a estas fronteras religiosas, nacionales e ideológicas, la Iglesia puede contribuir activamente a la construcción de un consenso superior en torno a la dignidad y a los derechos de los hombres. La promoción cristiana de los derechos del hombre es clara en lo que respecta a la información y a la construcción de una conciencia colectiva, en todo lo referido a las cuestiones de la inviolabilidad de la vida humana, tratando de influir sobre las regulaciones o leyes encaminadas a la defensa de la vida; pero se evidencia también en muchas instituciones y organismos de la Iglesia destinados a la ayuda y a la cooperación internacional, cuya contribución con medidas de emergencia y en procesos a largo plazo no pueden quedar limitados a una mera ayuda material, etc. A todo esto hay que sumar el compromiso de la Iglesia en los lugares de pobreza extrema, dónde los principios más básicos de vida no están presentes; y la ayuda a las víctimas para que recuperen nuevamente su dignidad y estima como hombres (o tal vez incluso la encuentren por la primera vez).

La elaboración y el desarrollo de los derechos del hombre están relacionados, en su más profunda esencia, con la doctrina de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, en su Constitución Pastoral Gaudium et Spes, estableció la siguiente interpretación de los derechos del hombre:

«La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe, sin embargo, lograrse que este movimiento quede imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la tentación de juzgar que nuestros derechos personales solamente son salvados en su plenitud cuando nos vemos libres de toda norma divina. Por ese camino, la dignidad del ser humano no se salva; por el contrario, perece» (GS 41).

Los derechos del hombre no son meras reglas construidas por una comunidad de un determinado Estado – incluso aunque estén consignados bajo una determinada forma estatutaria – sino que se sitúan permanentemente como configuradores y como una norma vinculante y duradera en la sociedad cuando son situados en íntima unión con Dios. Los derechos del hombre, cuando se basan en un gesto de una ideología política, están limitados temporalmente, porque pueden ser interpretados y legislados a cada momento por aquellos que ostentan el poder.

Por el contrario, una vinculación firme con Dios los libera de la arbitrariedad y voluntad del hombre. Solamente allí donde se apela a una instancia más elevada ya no oprime más el hombre al propio hombre, ni se le encierra en la jaula de oro de un «paraíso en la Tierra», que ha demostrado ser más bien, de acuerdo a las experiencias y acontecimientos históricos, un «infierno en la Tierra». Dios es el principio de la dignidad del hombre y el garante de su libertad en la elección del Bien y la negación del Mal.

El Concilio quiere llamar firmemente la atención del hombre y formula impresionantemente: «Todos debemos ver en nuestros allegados, sin excepción, un «otro yo», sobre todo con el propósito de hacer más dignas y humanas sus vidas y necesidades más básicas» (GS 26).

Lo que se deduce de este párrafo de GS, bajo una interpretación cristiana del hombre, puede igualmente ser discutido según un texto de Juan Pablo II:

«Una verdadera democracia es solamente posible en un estado de derecho y bajo los principios de una correcta concepción del hombre (…). Una democracia sin valores se convierte fácilmente, como la Historia ha demostrado, en un abierto o disimulado Totalitarismo» (Centessimus Annus, n. 46)

Muchas Constituciones, que fueron establecidas tras el desastre de la II Guerra Mundial y las tremendas atrocidades de los estados totalitarios, fijaron los derechos más fundamentales, los que dan a la democracia la base de un sólido estado de derecho, de acuerdo con la conciencia de responsabilidad ante Dios y ante el prójimo.

«Entre los principales hay que recordar: el derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre, después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos» (Centessimus Annus, n. 47)

4. La misión de la Verdad y del Amor

Corresponde a los grandes retos de la Iglesia en el siglo XXI – sin duda – la defensa del hombre en todas las fases de su desarrollo. La Iglesia como comunidad siempre se ha posicionado en este ámbito y ha hecho hincapié en el valor de la vida de cada hombre a través de su Doctrina Social y su Teología Moral. Las Guerras crecientes, el Terrorismo y las sangrientas persecuciones de cristianos y de minorías en muchos países, en los que la dignidad y los derechos de los hombres se convierten en un balón de juego a manos de los poderosos (tanto políticos como militares y pseudo-religiosos), son un síntoma de la desatención y el descuido de determinados factores que son decisivos para el verdadero desarrollo del hombre.

Los diversos y numerosos compromisos caritativos, pedagógicos y culturales de la Iglesia en el mundo, por el contrario, pertenecen a su propia naturaleza y esencia –así lo dijo firmemente el Papa Benedicto XVI en su primera Encíclica Deus Caritas est. Pero también el Estado, la Nación, Europa, las Naciones Unidas – el mundo entero y todo hombre – se hallan al servicio de la humanidad, de su desarrollo, de su educación y formación, de su alimentación y de su pertenencia.

No obstante, nunca nos cansaremos de situar siempre de nuevo en el centro al hombre como persona, con su dignidad y sus derechos. El Relativismo ideológico, que querría dejar de lado la verdad definitiva y cualquier instancia superior generadora de normas en el ámbito moral, a favor de una pseudo-tolerancia, y que quiere eliminar la cuestión de Dios por medio de un agresivo ateísmo, se sitúa en primera línea de batalla contra el hombre mismo.

El hombre en este sistema quedaría reducido a mera Química y Biología, a instintos, impulsos y necesidades primarias. La capacidad trascendente del Espíritu y la orientación de la libertad hacia el amor a los demás son negadas rotundamente, en detrimento del amor a uno mismo, a su propia voluntad. El hombre estaría subyugado a sus impulsos, es decir, al principio del placer, y no al principio de la respuesta, la contestación, y en definitiva, no sería nada más que un producto material del juego de la evolución de la materia consigo mismo. Espíritu y libertad serían solamente epifenómenos, funciones de las neuronas del cerebro y de los genes del organismo.

Dios nos sonríe como una instancia castigadora inhumana y falsamente moralizadora. Sin Dios, por otro lado, el hombre sería libre e independiente, ningún límite ni frontera podría detenerle, ni siquiera la libertad del otro. Con la pérdida de Dios, el hombre, por el contrario, sería degradado y reducido a un hecho biológico, sin libertad de voluntad, sin ninguna consideración, sin criterios éticos válidos y permanentes. Lo que hoy es promovido como última moda, puede que mañana ya sea motivo de risa por anticuado.

Como solución a todo esto bastaría con recuperar la verdadera imagen del hombre. El hombre es, como ser corporal-espiritual, mucho más que la suma de su composición biológica y química, y de sus condicionantes sociales; él es más que un animal bípedo. Gracias a su libertad, ha sido liberado por su capacidad de respuesta en favor de una vida exitosa y llena de sentido. Es urgente recordar, por lo tanto, que el hombre es creación de Dios; es Persona en relación con un Dios personal de amor trinitario; es un individuo en una comunidad con su dignidad y con sus derechos.

La concepción radicalmente cristiana de la naturaleza corpóreo-espiritual y social del hombre es por tanto decisiva y fundamental. Aquí también puede uno remitirse a Juan Pablo II, y a la antropología desarrollada en su Encíclica Familiaris consortio: Dios ha llamado al hombre al amor.

De este modo, en el centro de la antropología cristiana no sólo está la persona en sí misma, sino la persona en sociedad, en comunidad, cuyo arquetipo fundamental es la familia. Por esta razón, la familia debe ser firmemente defendida como el lugar y el ámbito donde cada hombre se llena de amor y crece como hombre en el que el esfuerzo, en su disposición al sacrificio. De este modo puede desplegarse un «ser-con y para los otros», que además puede reflexionar sobre sí mismo. La familia es el «lugar natural de la Encarnación». La Antropología cristiana no se pierde en una vaga especulación, sino que tiene puntos de partida y contenidos cuyo alcance solo advertimos en profundidad cuando son tergiversados o negados. Esto ocurre con el concepto de libertad cristiana, que permite comprender los mandamientos de Dios como un camino de perfección de la naturaleza humana en el amor.

Solo cuando hemos comprendido que hemos sido llamados al amor, podemos usar correctamente la libertad que se nos ha regalado y donado como respuesta. La libertad crece, por tanto, no solo cuando la necesitamos para marcar límites o fronteras, sino sobre todo cuando la utilizamos para alcanzar el Bien, ya que esta manera es como brilla nuestra humanidad como referencia a Dios, origen y fin de todo Ser.

Desde esta perspectiva, el hombre puede recibir libremente el amor de Dios y abrirse al amor del prójimo. La libertad se convierte entonces en vehículo para la solidaridad en las realizaciones humanas y para la igualdad del individuo y del pueblo, y conduce a la paz duradera, a la defensa de la vida, que alcanza todos los niveles del desarrollo humano individual, desde el nacimiento a la muerte; del mismo modo que también apunta a una justicia, que se basa en la búsqueda de la verdad.

Es tarea de la Iglesia que este «Evangelio de la Vida» (Juan Pablo II) se oponga radicalmente a la «cultura de la muerte», y que puedan vencerse las amenazas contra la persona humana, que tiene un valor incalculable, con el anuncio de la Buena Nueva

«El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio. El hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia» (Evangelium vitae, n. 2).

«Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne, es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la Vida por todo el mundo y a cada criatura» (Evangelium vitae, n. 3).

El discípulo de Jesús comparte con todos los hombres de hoy «la alegría y la esperanza, la tristeza y el temor» (GS 1). Ya que tanto nuestros coetáneos como nosotros los cristianos somos pobres criaturas de Dios y sus hijos amados, no podemos quedarnos sin hablarles del Evangelio. El misterio del hombre, del mundo y la historia brillan sólo a la luz de la Palabra hecha Carne, es decir, de Jesucristo. En Él experimentamos nuestra llamada a la filiación divina y a la vida eterna, al mismo tiempo que realizamos nuestra respuesta de amor al prójimo y de confrontación con el espíritu del mundo (cf. GS 10; 22).

En el conocimiento pleno de la compleja situación del mundo global, y como consecuencia de un claro análisis de las oportunidades y crisis culturales, políticas, económicas e histórico-intelectuales de la humanidad en la actualidad, el Concilio, en Gaudium et Spes, define la misión de la Iglesia en una sociedad plural de tal modo que «el Pueblo de Dios y la humanidad, de la que aquél forma parte, se prestan mutuo servicio, lo cual demuestra que la misión de la Iglesia es religiosa y, por la misma razón, plenamente humana» (GS11).

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