El sacerdote David Arellano participó en la misión como seminarista y reconoce que en sus vidas transpiran el evangelio
¿Cómo surgió la idea de realizar un tiempo de voluntariado en Picota?
Desde antes de entrar al Seminario un sacerdote amigo me hablaba de su experiencia de la misión que había realizado siendo él Seminarista. Sus palabras encendían mis deseos de algún día poder tener esa experiencia también aunque no sabía bien ni de que se trataba ni cómo podría yo realizarla, pero el Señor me la concedió al estar en el Seminario. Durante mi etapa como seminarista en el año 2017 el Rector propuso la experiencia para aquellos que quisiesen participar. Desde el primer momento me sentía llamado a ello, pero consulté para que no fuese solo un impulso mío, sino un deseo de Dios. Al final tuve la gran suerte de participar en esta experiencia maravillosa con un grupo numeroso de hermanos seminaristas y el que era entonces nuestro Rector.
¿Qué recuerdas de aquella experiencia misionera?
Es imposible resumir todos los recuerdos en unas breves líneas. La experiencia en la misión marca para siempre la vida. Recuerdo una familia que nos acogió en su casa. Cuando le pregunté a uno de los niños quien era el que dormía en la cama que me habían dejado me respondieron que nadie, que esa cama la había construido su papá para nosotros… mientras ellos dormían todos juntos en el suelo. También recuerdo un poblado de reciente construcción a la que fuimos a celebrar por primera vez la Eucaristía. La gente se reunió en un lugar que hacía las veces de escuela, celebramos la eucaristía, hicieron un banquete con todo lo que tenían para comer y al final de la jornada hasta habían donado un terreno para construir ya su capilla. O una mujer muy anciana que vivía en medio de la selva a la que uno de los sacerdotes pudo darle los Sacramentos y la Comunión… una mujer que a pesar de la soledad y todas las dificultades de la vida se había mantenido en la fe. O el testimonio de las Religiosas que colaboran en la Parroquia de la Misión, las Obreras y las Salesianas. Especialmente recuerdo el día que llegamos a Samboyacu, a la casa que las Obreras del Corazón de Jesús tienen en este pueblo. Era un lugar donde el amor de Jesús llegaba a muchos por medio de estas religiosas, un oasis en medio de la pobreza en todos los aspectos. Los niños desde muy temprano por la mañana iban a la puerta de las Obreras… y si esto ocurría es porque allí recibían algo que necesitaban: amor. También recuerdo el testimonio de los animadores, que son los encargados de animar la fe de los poblados a los que el sacerdote ve contadas ocasiones al año. Estos animadores se preocupan por la formación, por su pueblo, por la oración… Pero sin duda el testimonio más hermoso de la misión es el de ver a nuestros hermanos sacerdotes que allí, con todas las dificultades y con la ausencia de numerosas comodidades, entregan su vida, día a día, por hacer presente a Cristo y a la Iglesia.
¿Qué te enseñó la gente que te encontraste allí?
Normalmente, al menos a mí me pasó un poco, vamos con deseos de llevar a Jesús, de anunciar el Evangelio, de tantas y tantas cosas… y lo primero que ocurre es que todo eso se da a la inversa. Son ellos los que nos evangelizan a nosotros, son ellos los que nos hablan de Jesús, son ellos los que realmente nos enseñan a nosotros. Si tuviese que resumir en tres ideas todo lo que pudieron enseñarme diría sencillez, profundidad y amor. Eran sencillos, expresaban su fe de forma muy sencilla pero a la vez con una profundidad que muchos quisiéramos tener. Hacían kilómetros y kilómetros para asistir a la eucaristía. No les importaba tener que caminar, pasar calor o mojarse bajo la lluvia para asistir a la Eucaristía si se celebraba en algún poblado cercano. Y todo esto no lo hacían por “cumplir” sino por amor. Realmente están enamorados de Jesús y se han creído de verdad que Jesús es el centro de sus vidas, que sin Él no podemos hacer nada.
¿Cómo cambió tu vida al volver a tu vida cotidiana?
Durante los días en la Misión me repetía una y otra vez unas palabras del Evangelio “Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá.” (Lc 48, 12). He tenido la oportunidad de poder ir cada día a la Celebración de la Eucaristía, he podido confesar cuando lo he necesitado, he podido acercarme a una Iglesia y rezar delante del Santísimo y tantísima otras cosas cotidianas que son puro don de Dios… en cambio, cosas tan sencillas como éstas ellos no las tiene… quizás celebran la Eucaristía una vez al año, sus capillas no tienen Sagrario normalmente… pero sus vidas transpiran el evangelio mucho más que la mía. Ellos se lo han creído de verdad… He intentado valorar las cosas que siempre he tenido y que antes quizás no valoraba tanto.
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