Testimonio vocacional de Sergio Palazón Cuadrado, seminarista de sexto curso en el Seminario Mayor de San Fulgencio.
Me llamo Sergio, nací en Ricote en el año 1970, en el seno de una familia cristiana. Los primeros años de mi vida, hasta la época universitaria, viví en Cartagena.
Desde pequeño mi padre nos reunía a todos los hermanos (somos cinco, cuatro varones y una mujer, la mayor) y nos leía pasajes del Evangelio. Fácilmente me emocionaba con las historias que escuchaba. Los domingos íbamos a misa todos juntos. También rezábamos el Rosario en familia.
Recuerdo que tenía un librito pequeño que narraba con dibujos la vida de Fray Escoba, por el que sentía gran afecto.
Siendo aún muy niño empecé a rezar el Rosario de manera habitual e incluso a ir a misa aunque no fuese domingo. Hablaba de que quería ser sacerdote y quise ser monaguillo, pero tan sólo una vez, en la capilla de un hospital que había cerca de casa, asistí, sin revestir, al sacerdote. Recuerdo que pensé en aquel momento como el más importante de mi, hasta entonces, corta vida.
Hasta la adolescencia frecuentaba los sacramentos de la Confesión y la Comunión. A partir de ahí me fui apartando paulatinamente hasta llegar un momento, pasados muchos años, en que tan sólo me mantuve fiel, y sin excesivo rigor, a la misa dominical, ahora convertido en un simple oyente.
Realicé estudios universitarios de Informática y, antes de haberlos terminado, comencé a trabajar como funcionario de la Administración de Justicia. Estuve un año en Madrid y, luego, de vuelta a Murcia, otros diecinueve más.
A pesar de mi alejamiento de la Iglesia y de la vida de fe, mi corazón anhelaba encontrar el sentido de la vida y la figura de Jesús continuaba siendo un referente de autoridad.
Era consciente de que, aunque estaba muy bien en mi trabajo, no lo había elegido como vocación (sin saber entonces todavía lo que esta palabra significaba) y llegado un momento comencé a decirme que si alguna vez descubriera mi vocación (médico, arquitecto, profesor… algo así pensaba), lo dejaría todo para dedicarme a ello, a pesar de la edad y a pesar de que eso supusiera tener que volver a empezar desde el principio. Esto, que puede parecer irrelevante, creo que fue muy importante porque cada vez estoy más convencido de que el único obstáculo entre Dios y nosotros es nuestra libertad, que Dios respeta escrupulosamente y con absoluta humildad por su parte.
También creo que fue crucial algo que debió suceder entre los años 2003 y 2004. Leí (u oí a alguien decir) la siguiente afirmación: «yo soy cristiano, salvo que no rezo». Aquella frase se me quedó grabada y me hizo reflexionar. Si Dios existía, por lógica era un ser superior a mí y, por lo tanto, un ser con el que es posible comunicarse, no una mera idea o un mero sentimiento. Pero la forma de comunicarse con Dios es la oración, y yo hacía mucho tiempo que no rezaba. Comencé entonces a repetir todos los días, por la noche al acostarme y al levantarme por la mañana, una jaculatoria que había leído en esas fechas en una novela: «Señor, ten piedad de mí, no por mis merecimientos sino por tu infinita misericordia». Y poco a poco fui añadiendo un Padrenuestro, luego un Ave María…
Otro acontecimiento fue cambiando mi corazón sin darme cuenta. Me llegó una felicitación navideña que llevaba la imagen de la Virgen María con el niño Jesús en brazos. En vez de tirarla o guardarla, la pegué a la puerta del armario donde en el trabajo guardaba los expedientes, sin darle mayor importancia. De forma silenciosa esta imagen fue desplegando sobre mí toda su ternura, hasta que me di cuenta de que su contemplación me llenaba de paz. Sentí entonces la necesidad de que estuviera en mi casa (donde hasta ese momento no había puesto ningún signo religioso). La imprimí en mayor tamaño, la enmarqué y la coloqué sobre el cabezal de mi cama. De esta manera, sin darme cuenta, después de muchos años, volví a abrirle las puertas de mi corazón a María.
Por aquellas fechas, sobre el año 2005, una tarde de mayo, mientras leía una novela que usaba textos del Evangelio de San Marcos, tuvo lugar el acontecimiento clave que cambió el rumbo de mi vida o, quizás, lo devolvió al lugar del que nunca debió salir. El Señor me regaló la gracia de poder conocer que esa verdad que yo buscaba tenía un rostro que trascendía toda composición humana, que nos amaba más allá de donde podemos comprender, que su designio de bondad sobre la creación y sobre la humanidad nada tenía que ver con el dolor que nosotros, con nuestro corazón herido por el pecado y nuestra obstinación, provocamos en el mundo y que, aún en esa situación, el seguía amándonos y esperándonos, tal y como nos lo había mostrado, y tal y como cada día nos lo muestra, con su Hijo Jesucristo muerto en la cruz por nuestros pecados.
En ese mismo momento vino a mi mente la imagen del sacerdote, sin saber yo lo que era ni recordar entonces nada de lo que más tarde pude rescatar de entre recuerdos muy antiguos y que he contado en las primeras líneas. En cualquier caso no me inquieté porque cuando te sientes amado te ves capaz de cualquier cosa y, en segundo lugar, porque a mis treinta y cinco años me parecía una idea descabellada.
Poco a poco fui regresando a la Iglesia, a la confesión, a la Eucaristía… El Señor me regaló gracia tras gracia… Hice las catequesis del Camino Neocatecumenal, los Cursillos de Cristiandad (¡hoy, diez años después, un chico de los que daba esos cursillos es compañero de curso en el Seminario!)… Leía muchos libros… Comencé a tener dirección espiritual con un sacerdote… Comprendí el sentido de la vocación, en sus diferentes posibilidades…
Fue un proceso de cuatro años que recuerdo con gran agradecimiento a Dios, como un intenso noviazgo en el que el amor iba creciendo día a día y que culminó con la recepción del sacramento de la Confirmación en el año 2009. Ahí me entregué a Dios para que, si me quería sacerdote, Él dispusiera de mi vida. Él comenzó a disponer y ese mismo año, en la vigilia de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, me entregué definitivamente a su designio.
Finalmente, en septiembre del año 2010, con treinta y nueve años, a punto de cumplir cuarenta, entré al Seminario Mayor San Fulgencio de Murcia. El pasado cuatro de octubre, memoria de San Francisco de Asís, fui ordenado Diacono junto con otros seis compañeros y, a lo largo de este año, si es la voluntad de Dios, seré ordenado sacerdote de la Iglesia Católica.
Han sido años de gracia y de bendición, con sufrimiento, es verdad, pero ese sufrimiento ha sido la mayor de las bendiciones. El Señor me libra de todas mis ansias, perdona mis culpas y cura mis enfermedades, y de mi corazón brota la alabanza: ¿cómo te pagaré todo el bien que me has hecho?
Desde el pasado cuatro de octubre cada día en el altar, asistiendo al sacerdote, alzo la Copa de la Salvación y todo lo que me quede de vida quiero que sea una continua acción de gracias a Dios, a la espera de poder, en el día sin ocaso, cantar eternamente sus misericordias. Rezad por ello. Que Dios os bendiga.