La Parábola de la Misericordia

IV Domingo Cuaresma. C. 22

En este domingo escucharemos un texto del Evangelio que sabemos casi de memoria, porque nos habla de la cercanía y del corazón misericordioso de Dios. Estoy seguro que no nos sorprenderá la historia que cuenta el Señor, porque nos identificamos frecuentemente con el protagonista, aquel joven que emprendió la vana fuga de huir de su padre, para adentrarse en el desierto de la soledad, del mal y de la aridez.

Avanzando por este itinerario de conversión que nos plantea la Cuaresma, llegamos, inevitablemente, a encontrarnos con nuestro verdadero yo, con esa realidad íntima que ocultamos a todo el mundo, pero que no podemos ocultar ante Dios, porque nos conoce tal como somos y sabe más de nosotros que nosotros mismos: «De mi vida errante llevas tú la cuenta» (Salmo 56, 9). Esta parábola nos ayudará mucho si escuchamos con atención la voz de Dios, que busca con particular insistencia y amor al hijo rebelde que huye lejos de su mirada. Dios se pone en camino por las sendas tortuosas de los pecadores a través de su Hijo, Jesucristo, como «el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Juan 1, 29).

A estas alturas, si vivimos con seriedad la Cuaresma, estaremos en el momento de la sinceridad y de la decisión, el momento del «me levantaré, iré y le diré…», porque la imagen que ves de ti mismo no te gusta, ya que le diste cabida al pecado, es decir, a todo lo que no es Dios y has seguido caminando, como si no pasara nada, comprobado que los placeres pasan, que queda el pecado y detrás del deleite viene la cadena. «¡Cuán ciego es el hombre al dejar perder tantos bienes y atraer sobre sí tantos males, permaneciendo en pecado!», decía el santo Cura de Ars. La advertencia está hecha, ese hijo pródigo de la parábola puedes ser tú mismo y sería bueno que terminaras la historia yendo al Padre. Un padre no se olvida de su hijo y Dios es el Padre que sale al encuentro, pues te escucha mientras estás reflexionando dentro de ti, en el secreto del corazón. Y, cuando todavía estás lejos, te ve y se pone a correr. «Ve a su corazón», como dice san Ambrosio, «corre para que nadie te detenga, y, por si fuera poco, te abraza… Se echa a tu cuello para levantarte a ti, que yacías en el suelo, y para hacer que, quien estaba oprimido por el peso de los pecados y postrado por lo terreno, vuelva a dirigir su mirada al cielo, donde debía buscar al propio Creador. Cristo se echa al cuello, pues quiere quitarte de la nuca el yugo de la esclavitud y ponerte en el cuello su dulce yugo» (In Lucam VII, 229-230).

Jesús nos llama la atención en este evangelio sobre el proceso de conversión, de penitencia, y del Padre Misericordioso (Lc 15,11-24). Solo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de humildad y de belleza. La mirada de Jesús rehabilita y reconcilia. Dios es así, Dios actúa así, como se transparenta en el mensaje de Jesús hacia los pecadores. En este evangelio se reciben dos lecciones, la recuperación del hijo pródigo y la del hermano mayor; pero también el mensaje del padre que sale al encuentro y prepara una fiesta llena de alegría. El mensaje del Padre que perdona, recupera, anima, da nuevas oportunidades, porque hemos aprendido que la bondad de Dios nos impulsa a la conversión.

+ José Manuel Lorca Planes
Obispo de Cartagena

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