La ascensión de Jesucristo es ya nuestra victoria, porque, donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo.
La ascensión de Jesucristo fortalece nuestra esperanza, porque el Señor cumple sus promesas. Su fidelidad sostiene nuestra espera: el que ha comenzado en nosotros la obra buena, también la llevará a término. Anterior a la ascensión es la misión: los discípulos predicarán la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos en nombre del Señor. Jesús convierte a los suyos en portadores de esperanza. Para los discípulos de Jesucristo, esperar significa actuar en su nombre.
La ascensión de Jesucristo llena a los discípulos de gran alegría. Extraña paradoja: el Maestro se aleja para permanecer de una forma nueva. No se llora la ausencia de quien se queda. Se celebra el gozo de la nueva presencia. La promesa del Paráclito es cierta. No hay abandono sino precedencia. Donde está la cabeza estarán los miembros. Jesús se separa mientras bendice a los suyos y los discípulos se postran ante Él. La alegría necesita adoración y reconocimiento. Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo. Así, por el sacerdocio eterno de Cristo el mundo entero se desborda de alegría y también los coros celestiales, que no esconden su asombro.
+ José Rico Pavés
Obispo de Asidonia-Jerez