Artículo semanal del Obispo de Asidonia – Jerez, D. Juan del Río Martín. El primer tercio del siglo XX, en el orden del pensamiento, estuvo marcado por el existencialismo, que llevaba en sí la huella del drama humano vivido durante las guerras mundiales. En el segundo tercio hacen su aparición el nacionalsocialismo alemán y el totalitarismo comunista del Este, que luego se exportará a otras naciones europeas. Los años posteriores serán los de la guerra fría y el miedo a la amenaza nuclear. Con la caída del muro de Berlín en 1989 y la crisis ideológica que conlleva, toma cuerpo la postmodernidad, con ella surge una sociedad no ya postcristiana, sino anticristiana, como lo demuestra el fenómeno de la cristofobia, al que venimos últimamente asistiendo
Si el existencialismo se preguntaba ¿qué es el hombre? El marxismo indagará en saber ¿para qué sirve el hombre? En cambio, la postmodernidad ni se interroga sobre el hombre, ni le interesa las respuestas que puedan ofrecerle los que ella, despectivamente, llama metarrelatos. Esta actitud supone la consagración del pensamiento de Nietzsche y su falta de esperanza, tras constatar el fracaso de Marx y la superación del análisis freudiano.
Para la Iglesia Católica, el s. XX lleva el sello de la sangre de los mártires y del acontecimiento que supuso el Vaticano II. Los primeros años del postconcilio se centran en la reforma exterior, con la ilusión de que, de ésta, nos viniera también la reforma interior. El Sínodo extraordinario de 1985 constató que dicho proceso no se había verificado de forma satisfactoria y animó, en la línea de los grandes reformadores de la tradición eclesial, a hacer una reforma de dentro hacia afuera.
En nuestro s. XXI predomina la cultura del relativismo cognitivo, moral, social, cultural y religioso que minan los cimientos de la fe tanto en su origen como en relación a su meta. Éste gran desafío también repercute en el orden eclesial, de manera que algunos intentarán reducir la fe en Cristo a una religión más entre tantas, dentro del pluralismo religioso dominante; otros en nombre de la “democracia” pretenderán atenuar el aspecto jerárquico del catolicismo convirtiéndose éste en un simple humanismo, en una cultura más o en una forma de vida.
Frente a este panorama, el magisterio de Benedicto XVI nos sitúa en lo esencial en la encíclica Deus caritas est, con la recuperación del “corazón de la fe cristiana” que es la primacía Dios-Amor. En la reciente Spes Salvi, con la referencia a la escatología como tarea urgente de la nueva evangelización, está dando una respuesta a la cultura del vacío, porque “quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (nº 2).
Ningún tiempo pasado fue mejor, siempre ha habido sus problemas y dificultades en el anuncio del Evangelio. El Espíritu Santo, como alma de la Iglesia, es quién suscita las personas y medios para responder adecuadamente en cada época, su fuerza y creatividad se manifiestan en la santidad de vida de los cristianos. Son los santos los verdaderos reformadores de la Iglesia. Siguiendo sus huellas, es necesario intensificar la contemplación del misterio, recuperar el valor de la ascética en la vida espiritual, predicar “a tiempo y a destiempo” a Cristo y su Iglesia. De ahí surgirán apóstoles, que con nuevo, ardor inciten: a trabajar incansablemente por extender el Reino de Dios, a que cada día resplandezca más el rostro samaritano en nuestras acciones, a ser constructores de la cultura del diálogo, de la verdad y del amor, a tener entrañas de misericordia con los que hierran, a defender la vida, el matrimonio y la familia, a ofertar la llamada al ministerio y a la vida consagrada, a saber amar y sentir con Iglesia; y a que vivamos con la alegría nuestra fe cristiana en medio de la cultura de este principio de siglo.
+Juan del Río Martín
Obispo de Asidonia-Jerez