De manos de nuestra Madre la Iglesia entramos en la etapa final del año litúrgico. La liturgia pone ante nuestra mirada de fe la consideración del fin, a nivel personal y comunitario, es decir, el fin de la vida de cada persona y el fin de la historia y de la creación. Entendemos fin en cuanto término y en cuanto finalidad, es decir, somos invitados a considerar, desde la luz de la fe, que nuestra vida temporal en este mundo es limitada, tiene un término, y, a la vez, una finalidad. Lo mismo sucede con la historia y la creación: teniendo su punto de partida en el acto creador de Dios, tiene también una meta, una finalidad.
La liturgia dominical nos ofrece en el evangelio la respuesta de Cristo a los apóstoles y discípulos que le preguntan por el fin del mundo. Es importante advertir lo que transmite el evangelista. Apóstoles y discípulos preguntan por el “cuándo” del fin de los tiempos, y Jesús responde anunciando su venida “en gloria y majestad”. Es decir, Jesucristo, glorioso y victorioso por la resurrección, ya no está sujeto a los límites del espacio y del tiempo. Al resucitar, Jesús no volvió a la vida temporal y corruptible que tenía antes de morir, sino que inauguró para la humanidad la vida inmortal y gloriosa para la realidad humana íntegra, alma y cuerpo. Venir en gloria y majestad significa venir revestido de poder, como Rey del universo, reconocido como tal por todos, por los que creen en Él y por quienes dicen no creer. Con su venida el mundo y la historia alcanzarán su fin, es decir, llegarán a su término y se desvelará su finalidad.
La certeza de la fe (¡Cristo viene!) sostiene nuestra esperanza (¡Cristo nos espera!) y mantiene encendida nuestra caridad (¡Cristo nos ama!). El amor de Cristo vence la caducidad del tiempo y nos permite desvelar la finalidad de la vida, de la historia y del mundo. Creados a imagen y semejanza de Dios, que es Amor, hemos venido a la existencia por el amor inmerecido de la Trinidad Santa, se nos ha regalado la vida temporal para que libremente respondamos a este amor y colmemos los anhelos eternos del corazón. Nuestra meta, como nuestro origen, está en Dios. Por eso, al final de nuestra vida nos examinarán del amor.
Se entiende entonces por qué el Papa instituyó la Jornada Mundial de los pobres en el domingo previo a la conclusión del año litúrgico. Ante los pobres, con los que Cristo se identifica, se desvela la autenticidad del amor. El lema propuesto por el Papa para este año recupera una expresión luminosa de la Sagrada Escritura: la oración del pobre sube hasta Dios. Francisco exhorta a “hacer nuestra la oración de los pobres y rezar con ellos” porque la falta de atención espiritual es “la peor discriminación que sufren” las personas en situación de exclusión. “Es un desafío que debemos acoger y una acción pastoral que necesita ser alimentada”, nos dice el Papa. “La inmensa mayoría de los pobres -añade- tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria”.
Sin olvidar a las víctimas de las inundaciones, no olvidemos que, a nivel diocesano, en la Jornada Mundial de los Pobres, estamos llamados a colaborar con el Hogar San Juan, propuesta diocesana de ayuda a transeúntes de larga duración, espacio donde podemos cumplir concretamente lo que el Papa nos pide.
+ José Rico Pavés
Obispo de Asidonia-Jerez