D. Juan del Río Martín en la Catedral de las Fuerzas Armadas de Madrid el 27 de septiembre de 2008. “Verdaderamente Éste era el Hijo de Dios” (Mt 27,54).
1. Todo comenzó en el drama del Calvario: Allí un hombre de las milicias romanas y sus acompañantes confiesan la auténtica identidad de Jesús, puesta en duda por los jefes del pueblo elegido. Al comenzar este nuevo ministerio episcopal confieso mi fe en Cristo Jesús como lo hizo aquel soldado al pie de la cruz. Estoy convencido de que la fuerza de la Iglesia viene de la celebración de los sagrados misterios del Señor Muerto y Resucitado y de la Buena Noticia que debemos anunciar. Este tesoro, que “llevamos en vasija de barro” (2 Cor 4,7), me llegó gracias a la vida ejemplar de mis mayores. Por eso, hoy los recuerdo y doy gracias al Señor por el don maravilloso de la vida y de mi familia, por ser cristiano e hijo de la Santa Madre Iglesia, por haber sido llamado a entregar mi vida como sacerdote. Agradezco el testimonio de tantas gentes buenas y santas que me han ayudado y estimulado en mi seguimiento a Jesucristo. También, de aquellas otras personas que me han enseñado, con palabras y obras, que el verdadero amor a Dios reclama el estar atentos a las necesidades del prójimo como lo hizo este otro centurión de la historia evangélica que se acaba de proclamar (cf. Lc 7,1-10).
2. Hace ocho años, por estas mismas fechas, recibí la ordenación episcopal de manos del Sr. Nuncio en España, Mons. Dº. Manuel Monteiro de Castro, en la Catedral de San Salvador de la entrañable ciudad de Jerez de la Frontera. Durante este tiempo he tratado de ser un “hermano en la fe y un servidor bueno y solícito”, como dije aquel día. Hoy puedo deciros que he recibido de todos mis diocesanos más de lo que yo haya podido dar y hacer. ¡Gracias Jerez! Ahora, cuando la divina providencia ha querido ponerme al frente de este Arzobispado Castrense de España, renuevo el deseo de ser “un obispo de todos y para todos, un hermano entre los hermanos”, que con cercanía y humildad parta el pan de la Palabra y de la Eucaristía, que se “gaste y desgaste” en llevar a la grey por los senderos de la santidad, y en ser siempre alegre heraldo del Evangelio de Jesucristo, que sacia el ansia de felicidad y eternidad que hay en el corazón humano.
“El fruto de la justicia será la paz” (Is 32,17)
3. La religión es un elemento integrante de la conciencia del hombre, una categoría universal indispensable, ya que se presenta como un fenómeno característico de todas las sociedades y culturas. La existencia humana no se halla arrojada entre las cosas, sino religada por su raíz a lo que constituye su fundamento esencial: Dios. La dimensión religiosa de la persona no debe ser infravalorada, ni silenciada en la esfera pública; la historia demuestra que cuando esto sucede se termina arruinando la vida de los hombres y de las naciones. Por el contrario, el “genuino sentimiento religioso” es fuente inagotable de respeto mutuo y de armonía entre los pueblos; más aún, en él se encuentra el principal antídoto frente a la violencia y los conflictos (cf. Juan Pablo II, Mensaje Jornada Mundial de la Paz, 2002).
4. La propuesta cristiana es la de un Dios que llama a la puerta del corazón del hombre, no como enemigo de la felicidad y libertad humanas, sino como amigo que viene a traernos una paz que no es resultado del temor o de la supremacía bélica. Antes bien, como dice la Primera Lectura de hoy (Is 32,15-18), es una gracia de este “ruah” o espíritu divino que, actuando en el seno de Santa María, Virgen, permitió que el Verbo divino tomara “carne de nuestra carne” y se revelara como “el Emmanuel, el Dios con nosotros” (Is 7,14). Él se presenta como nuestra paz, porque es fruto de la justicia divina que ha querido “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Con la aceptación de esta oferta de salvación la persona encuentra el sentido de su vida y responde decididamente a favor de la justicia personal, social e internacional. La fe en Dios no es fuente de guerra, sino de paz. Son, en cambio, los ídolos de moda creados por las ideologías y la manipulación de la religión los que siempre terminan enfrentando a las personas y a los pueblos.
5. Pues bien, desde el inicio de la predicación cristiana, la Iglesia ha tenido una especial solicitud por el cuidado espiritual de los militares, atendiendo a sus peculiares condiciones de vida, que requieren una concreta y específica presencia de la Iglesia (cf. CD 43) que no va en detrimento de las diócesis territoriales, puesto que también en ellas redundan las numerosas iniciativas pastorales surgidas en el ámbito castrense. Tampoco debe ser entendida como impedimento para la legítima y necesaria separación entre la Iglesia y los Gobiernos, ya que la existencia de un Servicio de Asistencia Religiosa a las Fuerzas Armadas se basa en el derecho de todo ciudadano a ser atendido por los ministros de la confesión religiosa que profese (cf. Constitución Española 1978 y Ley Orgánica de Libertad Religiosa 198; Const. Spirituali militum curae). Son muchos los países democráticos que, desde una valoración positiva del hecho religioso, mantienen dicho Servicio en la actualidad con organizaciones eclesiales específicas. En España esta asistencia es prestada por el Arzobispado Castrense, configurado como diócesis personal.
6. Contamos con una larga tradición institucional de tres siglos, en los que se viene desarrollando una actividad con abundantes frutos espirituales. Cuando en nuestras casas, cuarteles y demás establecimientos castrenses ofertamos el acontecimiento cristiano que la Iglesia Católica profesa, enseña y celebra, estamos favoreciendo la conversión del corazón, que lleva al compromiso de resistir a la violencia, al terrorismo y a la guerra, y de promover la justicia y la paz. Todo esto ha ennoblecido siempre a las virtudes castrenses. También en la actualidad, una visión de la vida militar enraizada firmemente en la dimensión religiosa puede ayudar a que nuestros hombres y mujeres de las Fuerzas Armadas realicen más eficazmente la misión que les asigna nuestra Carta Magna: “Garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional” (art. 8). Así ellos, con esfuerzo y abnegación, custodian la seguridad y libertad de nuestro país, siendo merecedores de ser llamados “guardianes de la paz” (Juan Pablo II).
7. La labor de nuestros capellanes en medio de la familia militar representa un plus de humanidad en la atención a nuestras tropas. Es una presencia sencilla que acompaña y ayuda en cualquier situación, en particular, hoy en día, en las misiones fuera de nuestra patria. Por eso mismo, recientemente Benedicto XVI ha ratificado dicha presencia afirmando: “Acompañando a los militares católicos y a sus familias, la Iglesia desea ayudarles a realizar su tarea específica basándose en los valores humanos y morales del cristianismo, para que sirvan fielmente a su patria y edifiquen su vida personal y familiar… Es conveniente que los miembros de las Fuerzas Armadas puedan constituirse en comunidades cristianas particulares
, bajo la guía de un pastor que sepa reconocer y respetar la especificidad del mundo militar” (26/6/2008). Este Arzobispo que os habla, fiel a esta larga tradición y consciente de los nuevos tiempos que vivimos, desea sumar esfuerzos para que nuestros militares católicos sean cada día mejores profesionales y con el testimonio personal colaboren a construir un mundo más justo y solidario.
El amor, nuestra fuerza
8. No es fácil la vida de un militar. La defensa de los principios y valores castrenses exige muchos sacrificios y amor a la patria. Como cualquier otra profesión o actividad no está exenta de errores y desviaciones propios de la flaquezas humanas (cf. Lc. 3,14). Sin embargo, todo se supera cuando el cariño es el que marca la vida de las personas, como en el pasaje evangélico de esta Eucaristía. Este centurión vivía la espinosa situación de ser un soldado romano de ocupación en la Palestina de Jesús. Sin embargo, lo primero que nos sorprende es que aparezca como amigo de los judíos: no sólo respeta sus creencias, sino que además les ayuda a mantener su propia independencia humana y religiosa construyéndoles su sinagoga. De este modo, el invasor, más que utilizar el poderío de sus armas, recurrió a la fuerza del amor, lo que produjo el elogio del profeta de Nazaret: “Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe” (Lc 7,10). Y su petición fue escuchada y el criado enfermo, sanó. Pero el gran milagro está en que el pagano, movido por el ímpetu de su corazón, supo penetrar en la intimidad de la fe y aceptar a Jesús como aquél que proviene de Dios y dispone del verdadero poder para introducir en el mundo su justicia salvadora.
9. Por todo ello, estoy persuadido de que sólo el amor es digno de dar la vida y convencido de que la caridad que nace de la fe cristiana: mueve montañas, allana los caminos, lanza puentes, supera enemistades, acorta distancia entre los pueblos; pues, en palabras del Apóstol San Juan: “el amor procede de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios… Si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros” (1 Jn 4,7.11). Como ministro de Cristo, “caridad del Padre”, he de edificar la Iglesia en esta parcela del Pueblo de Dios que es la familia castrense de España. Esta “edificatio eclesiae” se ha de manifestar, en primer lugar, en mi profunda devoción, afecto y fidelidad al Santo Padre Benedicto XVI, en la comunión fraterna con los otros obispos (cf. LG 18ss) y en la total entrega a todos sin acepción de personas: “A los grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a los hombres de toda condición y edad, en la medida en que Dios nos dé fuerzas, a tiempo y a destiempo” (San Bonifacio, Carta 78).
“Soy obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros” (S. Agustín)
10. Por encima de los reconocimientos civiles, que agradezco y valoro, está mi condición de “Padre y Pastor” de esta Iglesia Particular Castrense a la cual me entrego con toda ilusión. No busquéis en mí otra cosa que un servidor de Jesús y de su Iglesia que desea hacer el bien en medio de la familia de las Fuerzas Armadas. Esto lo llevaré a cabo con la confianza puesta en el Espíritu Santo, que sostiene la misión. A Él, que todo lo crea, escudriña y sabe, le pido que me conceda un corazón grande y universal; altura de miras para discernir con acierto en cada momento; tener los sentimientos de Cristo para pastorearos según su voluntad. A vosotros mis hermanos presbíteros, que seréis mis inmediatos y estrechos colaboradores, a los seminaristas y religiosas, a Sus Majestades los Reyes y a toda la Familia Real, y a los cristianos laicos pertenecientes a los Ejércitos de Tierra y Aire, la Armada española, Guardia Civil y Fuerzas de Seguridad y Defensa, especialmente aquellos destacados en misiones en el extranjero. Cuando llegue el tiempo de la prueba o el sufrimiento me tendréis a vuestro lado. Ruego al Buen Padre Dios que, mediante el Espíritu de su Hijo Jesucristo, me haga instrumento de ayuda y consuelo hacia los más necesitados y alejados, a la vez que lleve una palabra de esperanza en las situaciones de dolor, en especial para las familias desgarradas por la violencia y el terror. Hoy tengamos muy presente el alma del Brigada del Ejército de Tierra D. Luís Conde de la Cruz que ha muerto a causa de un atentado el pasado lunes. Y también, pidamos al Buen Padre Dios por el pronto restablecimiento de los heridos en tal vil acto.
11. Todos estamos llamados a contribuir a que nuestra sociedad sea más humana, más fraterna; nosotros, los cristianos, lo hacemos desde la fe en Jesús de Nazaret, que todo lo salva, lo redime y lo ennoblece. Por ello, como tantas veces decía Juan Pablo II, “¡no debemos tener miedo a Cristo! ¡No tengamos miedo de la Iglesia, porque ella está al lado de cuantos se interesan por la dignidad del hombre y su libertad auténtica!” (19-5-1996). Es tiempo de sembrar, de mirar al futuro con confianza, tomando en consideración todo lo que hay de verdadero, justo y amable a nuestro alrededor (cf. Flp 4,8). Sabiendo que la gracia de Dios nos precede y que nada ni nadie “nos podrá separar de su Amor” (Rom 8,39). Confiado en esa infinita caridad, ofrezco este ministerio episcopal en favor de los hombres y mujeres que forman las Fuerzas Armadas y, junto con ellos, espero contribuir a que el fiel cumplimiento de los principios castrenses sea lo más beneficioso para la comunidad nacional e internacional.
12. Este profundo deseo que hay en mi corazón de seros útiles, para la “salud de alma y de cuerpo”, lo expresó muy bien hace muchos siglos el Obispo de Hipona: “Nuestra actividad de obispo es como un mar agitado y tempestuoso, pero, al recordar de quién es la sangre con que hemos sido redimidos, este pensamiento nos hace entrar en puerto seguro y tranquilo; si el cumplimiento de los deberes propios de nuestro ministerio significa un trabajo y un esfuerzo, el don de ser cristianos, que compartimos con vosotros, representa nuestro descanso… Haced que nuestro ministerio sea provechoso. Vosotros sois campo de Dios. Recibid al que, con su actuación exterior, planta y riega y que da, al mismo tiempo, desde dentro, el crecimiento. Ayudadnos con vuestras oraciones y vuestra obediencia, de manera que hallemos más satisfacción en seros de provecho que en presidiros” (S. Agustín, Sermón 340,1).
Para que esto sea realidad, desde el mismo día en que tomo posesión de este Arzobispado Castrense, invoco a la Santísima Virgen María con la antífona litúrgica: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios”.
+ Juan del Río Martín
Arzobispo Castrense de España