
En mi imaginación de niño, dándole vueltas en catequesis al “mote” de “epulón”, imaginaba a un hombre grasiento y gordo, con restos de alimentos pegados en sus mofletes y regada su vestimenta ampulosa de hilillos de vino que se escapaban de las comisuras de sus labios recorriendo serpenteando el lujoso vestido de lino de color púrpura. El retrato imaginario, seguramente por la plasticidad dramática del relato, me provocaba “una santa indignación” ante la injusticia evidente que se narraba.
No hay que decir que me identifiqué con el mendigo y reprobé con toda mi alma al rico. En mi niñez entendía el texto como una narración histórica. No era momento para comprender más. Pasado el tiempo, caí en la cuenta que las parábolas encierran una sabiduría que trascienden el tiempo y representan actitudes, a veces retratan vicios gruesos, en los que los discípulos de Jesús podemos instalarnos. En consecuencia, cuando oramos con esta parábola hemos de pensar que no solo va dirigida a los fariseos, que el v. 14 los presenta como “amigos del dinero”, sino que es una enseñanza de vida para todos los que como discípulos de Jesús hemos de elegir constantemente “entre Dios y el dinero” (Lc 16,13).
El teólogo Rudolf Bultman comenta que es doble el mensaje de esta parábola (Lc 16,19-31). Los vv. 19-26 describen la inversión de valores en esta vida y en la otra, en relación al uso o abuso de los bienes materiales. Los versículos 27-31, insisten en la dificultad de conversión de un rico que no vive nada más que para atesorar riquezas.
Llama la atención que el rico se le conozca por sus vicios, pero no se pronuncie su nombre. Los ricos, de ayer y hoy, no tiene nombre porque son instituciones, estados, holdings, multinacionales, banca y otros muchos estamentos que esconden sus nombres bajo el paraguas del consejo de administración y asamblea de socios.
En cambio, el mendigo tiene nombre. Lázaro, en nuestro caso, significa Dios ayuda, Dios es mi auxilio. Recuerda este personaje al amigo de Jesús de nombre Lázaro de Betania. Ambos vuelven a la vida porque Dios está de su lado y les auxilia en sus situaciones perdidas.
La reflexión teológica explicará y precisará el concepto de retribución. Lo cierto es que la enseñanza de la parábola de Jesús constata esta disparidad de destinos en la vida futura dependiendo del modo de proceder durante nuestra vida terrena. La lejanía de Dios, por desgracia, supone la pérdida eterna de sentido provocada por no “escuchar a Moisés y a los profetas”. La ceguera espiritual provocada por los bienes materiales hará que el rico no se fie, por desgracia, ni del testimonio de “un muerto que resucite” (cf. v. 31).
Manuel Pozo Oller
Párroco de Montserrat