Suplicando del Señor las vocaciones que nos hacen falta

Carta a los diocesanos en Adviento y ante la fiesta de la Inmaculada.

Queridos diocesanos:

Con motivo de la pasada fiesta de san José el último mes de marzo, escribía una carta a los jóvenes, abierta a todos los diocesanos. Tradicionalmente en España en general la Jornada del Seminario y de las vocaciones sacerdotales se celebra en la fiesta de San José, porque el custodio de la Sagrada Familia por designio divino y padre de Jesús ante la ley mosaica, es el Patrono de la Iglesia y de las vocaciones sacerdotales. Justamente se cumplen este año en la solemnidad de la Inmaculada 250 años desde que el 8 de diciembre de 1870 el beato Pío IX proclamara Patrono de la Iglesia universal a San José, castísimo esposo de la Virgen María. Es de recordar que la proclamación tuvo lugar en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, durante la celebración simultánea de la Misa en tres de las cuatro basílicas papales: San Pedro en El Vaticano, Santa María la Mayor, la basílica tan vinculada a la historia de España, y San Juan de Letrán, la Catedral de Roma.
La pandemia impidió el pasado mes de marzo que la Jornada del Seminario se celebrara en la fiesta de San José, y la Santa Sede dispuso que esta Jornada, si nada lo impedía, se trasladase a la fiesta de la Inmaculada. Es de gran importancia para nuestra Iglesia diocesana que, aunque la pandemia sigue pesando sobre la población en todo el mundo, en las celebraciones de la santa Misa, este II Domingo de Adviento y en la solemnidad de la Inmaculada que le sigue, dirijamos a Dios Nuestro Señor nuestra ferviente oración por las vocaciones. Hemos de presentar al Señor sin cansarnos oraciones y súplicas para que suscite por medio de su Santo Espíritu vocaciones al ministerio sacerdotal de su Hijo Jesucristo, Redentor de la entera humanidad.
Que con la oración se fortalezca la fe de las familias cristianas, para que amparen la vocación de los hijos que se sientan llamados al sacerdocio, sin negarles apoyo cuando se deciden a entrar en la comunidad del Seminario, donde los seminaristas se preparan para ser reconocidos como candidatos al ministerio sacerdotal y, un día que llegará pronto, ejercer con pasión y dedicación por entero la cura pastoral. Quiero, pues, llamar a las familias cristianas a secundar la vocación sacerdotal de los jóvenes, porque hemos reconocido sin ambages, en diversas ocasiones, las dificultades que hoy encuentran los chavales y los jóvenes para seguir el camino de la vocación, cuando parece que la mentalidad imperante en la sociedad y el tipo de cultura secular y laicista se opone frontalmente a esta vocación.
Nuestra sociedad tiene, sin embargo, pies de barro como todas las sociedades que en mundo han sido y las que serán, porque ninguna es patria definitiva del corazón humano, que aspira a una felicidad sin sombras y duradera. Con todo, no quiero atribuir sólo a la cultura ambiente, que da pábulo en nuestra sociedad a la falta de vocaciones, sino invitar a todos los fieles cristianos a un examen, que hemos de hacer sobre todo quienes somos responsables de la acción pastoral de las vocaciones. La pastoral de las vocaciones sacerdotales requiere, más aún demanda una presentación ilusionada de la vocación por parte de los sacerdotes, respaldada esa invitación por un estilo apostólico de vida concorde con el seguimiento de Jesucristo y por una clara voluntad de configuración con Él. Está en juego el testimonio de una vida sacerdotal atrayente, que permita percibir en el sacerdote no sólo un benefactor de la humanidad, que ciertamente no es poco, pero insuficiente, sino la presencia sacramental y existencial de Jesucristo en quien le representa y hace sus veces en la comunidad de fe.
Se trata de hacer perceptible que los sacerdotes son portadores de un misterio de amor por la humanidad que es el amor de Dios, manifestado en la entrega de Jesús al designio del Padre hasta la muerte. Esto lo han de percibir los adolescentes y jóvenes por el propio discurrir de una vida sacerdotal, marcada por su propia identidad, o la esterilidad de nuestro discurso se agostará en sus límites de mediocridad cotidiana. Todavía tenemos jóvenes que forman parte importante de nuestras comunidades parroquiales. Las confirmaciones han aumentado en estos últimos años, excepción de este 2020 que acaba habiendo trastornado tanto la vida sacramental de la comunidad cristiana. Asimismo, se ha reforzado en muchos casos, cada vez más, el carácter confesante del proyecto educativo de una escuela católica definida, tan injustamente vapuleada por la legislación civil y tan amenazada por el espíritu secular de la época.
Han crecido los grupos de infancia y juventud de adoración eucarística, un signo del sentido religioso de la vivencia de la fe que viene a remarcar con fuerza que, sin experiencia de trato con el Señor, presente en el sacramento de la Eucaristía, se diseca la vida cristiana, pero sobre todo se desvía la educación católica hacia moldes donde la ideología suple el anuncio y la educación en la fe eclesial. Del mismo modo, es motivo de satisfacción ver que en el voluntariado de las parroquias junto con pensionistas hay jóvenes de los grupos parroquiales que están afrontando la ayuda a las personas sin trabajo, alimento y techo. El dinamismo de la caridad cristiana atrae a muchos jóvenes que unen su compromiso apostólico al servicio a los más necesitados.
Son realidades positivas, que tienen inspiración y sostén en la vida cristiana en la que han sido iniciados estos jóvenes que maduran su compromiso apostólico y misionero en el regazo de una comunidad parroquial, comprometida con la compleja realidad de una sociedad que está pasando una grave crisis económica, social y de valores.
En este contexto que es el cotidiano, hemos de llevar adelante el apostolado de infancia y juventud, la acción pastoral que pide el momento presente, y que sin duda dará frutos vocacionales, si no cejamos en el empeño; si no perdemos nosotros mismo la fe en que Dios, en efecto, proveerá esas vocaciones necesarias para la evangelización del mundo. Aún más, si los cristianos que fueron fervorosos y de espíritu apostólico y hoy se están tornando agnósticos no dejan de creer en la más fundamental de las verdades de la fe: que existe Dios y que en Cristo Jesús nos ha revelado su amor misericordioso por un mundo siempre idéntico consigo mismo, en el que el pecado ha calado tan hondo que, para salvar al hombre de los riesgos de una vida sin sentido, el que anuncia la salvación tiene que reclamar sin complejos conversión y abrir la vida a la regeneración que viene sólo de Dios y de su gracia.
Ante el evangelio de este Domingo II de Adviento, que presenta al Bautista reclamando conversión y arrepentimiento de los pecados, predicando un bautismo de penitencia que avoca a quien se arrepiente de sus pecados al bautismo de fuego de Jesús en el Espíritu, no nos es posible silenciar que la evangelización pasa por ha traído a Dios a nuestra carne. Ante la gran fiesta de la Concepción Inmaculada de la Virgen María, no podemos menos de recordar que la llamada a confesar la fe, aun siendo de responsabilidad personal, es voluntad de Dios la conversión al Evangelio de los pueblos y naciones, y que una sociedad que se sabe inspirada por la fe cristiana no puede sino impregnar de Evangelio las costumbres que forman el tejido de su vida social. Cuando esto se desecha por principio, para hipotéticamente salvaguardar la libertad de los demás, que nadie amenaza, en realidad se secuestra la libertad de proclamar el Evangelio, reprimiendo la libertad religiosa. Se acaba prohibiendo proponer la conversión a Dios y a Cristo, y con ello se arruina también no sólo la propia historia cristiana de una sociedad, sino las posibilidades de un futuro esperanzador en que la fe aporta a Dios como el valor más importante y absoluto, sobre el que fundamentan todos los demás. Cuando en una sociedad se intenta reprimir la libertad religiosa, calculando con táctica de modo indirecto la represión, para pasar más tarde, con descaro y sin concesiones, a reprimir de modo directo la conciencia religiosa y el estilo de vida que inspira la fe, porque va dando resultado la estrategia que persigue una laicidad negativa y excluyente, entonces se da cauce a propuestas que persiguen el triunfo de ideologías que acabarán suprimiendo las libertades de una sociedad democrática.
En 1621 las Cortes de los Reinos de España, con el rey Carlos III a la cabeza pidieron al Papa el patronazgo de la Inmaculada Virgen María sobre la Nación española. Eran otros tiempos, sí, pero tiempos que forman parte de la historia de la Nación, cuando el “fervor inmaculista” de corporaciones y gremios sociales vieron con agradecimiento en el misterio de la Virgen Madre el designio de bendición que nos llegó con el Hijo de Dios humanado en sus purísimas entrañas.
Ahora, conscientes de nuestra historia, pongamos nuestra súplica humilde en manos de la Virgen Inmaculada y de su esposo san José Patrono de la Iglesia universal y protector de las vocaciones al ministerio sacerdotal, y pidamos por su intercesión al Padre de las misericordias las vocaciones que nuestra Iglesia diocesana necesita y que han de contribuir a generar una sociedad templada y reconciliada, abierta a una legítima composición plural que no pretenda reprimir cuanto vertebra nuestra propia historia.

Con todo afecto y bendición.

Almería, a 6 de diciembre de 2020
II Domingo de Adviento

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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