Solemnidad de San Indalecio, Patrono de la diócesis y de la ciudad de Almería

Homilía de Monseñor Adolfo González Montes, Obispo de Almería.

Queridos sacerdotes concelebrantes, miembros del Excmo. Cabildo Catedral;

Excmo. e Ilmo. Sr. Alcalde;

Dignas Autoridades civiles y militares;

Seminario Conciliar de San Indalecio;

Queridos hermanos y hermanas:

La fiesta patronal de la diócesis nos vuelve hacia los orígenes apostólicos de nuestra fe, que llegó a las costas mediterráneas de Almería con la predicación del Obispo san Indalecio. Este varón apostólico congregó en iglesia a cuantos aceptaron la fe que predicaba, fundando en ella el núcleo eclesial del que históricamente emerge nuestra diócesis. Fue posible porque las cosas de Dios salen siempre adelante sin que los hombres puedan oponerse a ellas. Así lo argumentó el gran rabino Gamaliel ante el sanedrín hablando a favor de la libertad de predicación para los apóstoles para hablar en nombre de Jesús.

Sin embargo, las persecuciones no le han sido ahorradas a la Iglesia a lo largo de su historia y son cruda realidad del presente en diversos países y latitudes del mundo. El libro de la Sabiduría nos ayuda a interpretar los padecimientos de los justos, afirmando que aparecerán como hacedores de la justicia de Dios, cuando llegue el tiempo prefijado por el Creador y Redentor del hombre. Si la justicia comienza con el reconocimiento y culto de Dios como fundamento de la moralidad de las acciones, los padecimientos del justo serán resarcidos cuando se revele que obraba la fundamental de las justicias, y así aparezca rehabilitado por Dios contra el proceder de sus perseguidores, que dirán: «Este es aquel de quien nos reíamos y a quien nosotros, insensatos, insultábamos. Su vida nos parecía una locura y su muerte una ignominia. ¿Cómo ahora es contado entre los hijos de Dios y comparte la suerte de los santos?» (Sb 5,4-5).

Dios, en efecto, es el rehabilitador de las víctimas injustamente tratadas, las cuales no son resarcidas por los hombres. A veces desesperamos de Dios, porque nos falta fe en la justicia divina; o porque imaginamos el ejercicio de la justicia por Dios al modo como ejercemos justicia los hombres. Cuan los predicadores del Evangelio, que plantaron la Iglesia mediante la predicación padeciendo la persecución, afrontaron su destino sabían que Dios tiene la última palabra y que las cosas de Dios no pueden ser frenadas por los hombres, aun cuando las apariencias pueden decir lo contrario.

La fe, como dice la carta a los Hebreos, «es el fundamento de lo que se espera, y la garantía de lo que no se ve» (Hb 11,1), y «por ella son recordados los antiguos» (v. 2). Así, del mismo modo que por la fe algunos «apagaron hogueras voraces, esquivaron el filo de la espada, se curaron de enfermedades, fueron valientes en la guerra, rechazaron ejércitos extranjeros» (Hb 11,34), otros muchos «fueron torturados hasta la muerte, rechazando el rescate, para obtener una resurrección mejor. Otros pasaron la prueba de las burlas y los azotes, de las cadenas y la cárcel; los apedrearon, los aserraron, murieron a espada, rodaron por el mundo (…) faltos de todo, oprimidos, maltratados —el mundo no era digno de ellos—, vagabundos por desiertos y montañas, por grutas y cavernas de la tierra» (Hb 11,35b-38).

Conocedor de este texto sagrado, el gran rabino judío Gamaliel, al defender a los apóstoles, no podía prever entonces hasta qué extremos estaría la historia de la Iglesia jalonada hasta nuestros días por las persecuciones de uno u otro signo, unas cruentas y otras incruentas, pero tal vez no menos insidiosas cuando el integrismo religioso de una parte y el laicismo de otra atenazan la libertad de la conciencia religiosa de tantos millones de seres humanos. Esto sucede sin que quienes tienen responsabilidades públicas en los países democráticos hagan cuanto está en su mano para reivindicar, con su apelación a la justicia, el respeto a la libertad religiosa de las personas y de las colectividades. Se siguen así infligiendo los mismos castigos que en el pasado —algunos llevan incluso a la muerte de quienes los padecen— contra quienes predican el nombre de Cristo y contribuyen con su predicación e instrucción en la fe a la conversión de las personas, cuyo derecho a la libertad de conciencia, creencia y religión no son respetados en el ordenamiento jurídico de muchos países. Conocedor de ello, estos días así lo ha puesto de manifiesto el Papa Francisco, reclamando el debido respeto a la libertad religiosa de los cristianos. La libertad de religión incluye su manifestación pública y la posibilidad de cambiar de creencias y, en consecuencia de religión.

La carta a los Hebreos preveía que la fuerza de la fe en Cristo Jesús sería capaz de todos los sufrimientos por amor a él, sabiendo que el dolor es fuente generosa de vida para cuantos reciben del Espíritu Santo la fortaleza para afrontar la vida cristiana. Por eso, con la intención de darles ánimo, el autor de la carta escribe a los miembros de una comunidad que se ha venido en algún modo abajo y siente debilitada su fe, añorando tal vez los tiempos del culto en el templo de Jerusalén; y les dice: «Recordad aquellos días primeros en los que, recién iluminados, soportasteis combates y sufrimientos» (Hb 10,32). Prosigue recordándoles del heroísmo del que fueron capaces, para concluir levantando su depresión y desesperanza con palabras de ánimo mientras, les recuerda aquellas otras palabras del profeta Habacuc: ««Mi justo vivirá por la fe, pero si se arredra, le retiraré mi favor» [Hab 2,3s]. Pero nosotros no somos gentes que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma» (Hb 10,32.39).

Es lo que hemos escuchado en la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios: los cristianos vamos contra corriente y no puede ser de otra manera, si queremos permanecer fieles a Jesucristo; porque, en efecto, dice el Apóstol: «El mensaje de la cruz es necedad para los que están en vías de perdición; pero para los que están en vías de salvación —para nosotros— es fuerza de Dios» (1 Cor 1,18).

Hemos vivido el misterio pascual con la intensidad de la Semana Santa como práctica de fe y de piedad, celebrando en la sagrada liturgia los misterios de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Sabemos que no hay resurrección sin cruz, ¿por qué tener miedo de la radicalidad de nuestra fe? Transmitir la fe, instruir en la fe, acomodar la vida a las exigencias de amor del Evangelio, dispuestos a desprendernos de nosotros mismos, de nuestros deseos egoístas y pecaminosos es una tarea ciertamente difícil y a veces dolorosa. Es una tarea dura, porque exige disciplina de vida y coraje para afrontar los obstáculos que el mundo pone al justo, al que quiere obrar la justicia divina y gobernar su vida por ella.

Esto es verdad, pero los cristianos no podemos olvidar que lo que el mundo considera una locura o un escándalo, la cruz, es —como nos recuerda el Apóstol— la fuerza divina que sostiene una vida cristiana, afrontada con elegancia espiritual y sostenida por la fortaleza de la fe frente las desviaciones de los hombres, que se alejan de Dios cuando optan por sus propias ideas contra la voluntad de Dios. No podemos dejar de lado, como creyentes que somos en Cristo, que Dios nos ha hablado por los profetas, pero en él, en Cristo Jesús, Dios ha pronunciado su palabra definitiva e irrevocable, revelándonos el amor de Dios y el destino de gloria que espera a los que obedecen a Cristo.

El evangelio de san Juan que hemos proclamado nos descubre que Jesús mismo sostiene con su amor la fe del que cree en él. El apóstol se nutre del amor de Jesús, de su amistad, en la cual se reconoce alimentado por la savia de la divinidad del Hijo de Dios, que se hizo hombre para estar a nuestro lado llevando la cruz y llevándola en nuestro lugar. Jesús nos ayuda a llevar nuestra cruz, la que es nuestra, la de cada uno en su propia circunstancia, sobre todo cuando arrecian las dificultades s
ociales y morales, cuando aparece la enfermedad o se nos va un ser querido. Si nos mantenemos unidos a él, «fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús» (Hb 12,2), el amor de Jesús por nosotros sostendrá nuestra fe y también nosotros habremos comenzado a resucitar ya en esta vida como hombres nuevos. Para ello tenemos que seguir sus huellas, las huellas de Jesús, «quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios» (Hb 12,2b).

Las palabras de Jesús en el evangelio de san Juan están particularmente dirigidas a los apóstoles, a quienes les sucedieron en el apostolado, como san Indalecio y los varones apostólicos. Están dirigidas a los que Jesús sigue llamado a la predicación y el ministerio de la santificación de los fieles, pero tienen un alcance universal para todos los bautizados, porque todos están llamados a afrontar una vida conforme con la justicia divina y en la cual el testimonio de Cristo resplandezca por la coherencia de las obras.

Es Jesús quien nos ha elegido y nos ha destinado a dar fruto. Por el bautismo fuimos injertados en su cuerpo místico como miembros de la Iglesia. Seamos consecuentemente cristianos y demos testimonio de la fe que profesamos. Lo lograremos, si permanecemos unidos a Cristo y nos nutrimos de la savia de la vida divina que nos da el Hijo de Dios, cuando olvidándonos de nosotros mismos nos volvemos a él, «apóstol y sumo sacerdote de la fe que profesamos: a Jesús, fiel al que lo nombró, como lo fue Moisés en toda la familia de Dios» (Hb 3,1b-2). Cristo es más que Moisés, porque es Cristo quien funda en nosotros la familia de Dios, abriéndonos como fundador y jefe de la familia de Dios, por medio de su muerte y resurrección, el acceso a la filiación divina, «con tal de que mantengamos firma la seguridad y la gloria de la esperanza» (Hb 3,6b).

Este es el mensaje que predicó hace dos mil años en las costas mediterráneas san Indalecio, en cuyo honor celebramos esta solemne eucaristía, pidiendo por intercesión del santo Obispo fundador de la Iglesia urcitana mantenernos firmes en la fe y ser testigos de Cristo en nuestro tiempo. Que nos lo conceda así la santísima Virgen del Mar, que junto con san Indalecio ostenta el patrocinio sobre la capital diocesana y cuya intercesión ante su divino Hijo hace suya la intercesión del Obispo fundador de nuestra Iglesia.

Lecturas bíblicas:

Sb 5,1-4.14-16

Sal 88,2.6.12-13.16-19

1 Cor 1,18-25

Jn 15,1-7

S.A.I. Catedral de la Encarnación

15 de mayo de 2013

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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