Solemnidad de la Santísima Trinidad

Homilía de la Solemnidad de la Santísima Trinidad

Lecturas bíblicas: Éx 34,4-6.8-9; Sal Dn 3,52-56; 2 Cor 13,11-13; Aleluya: Ap 1,8; Jun 3,16-18

Queridos hermanos y hermanas:

Con la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia ha concluido la revelación de Dios y de su misterio de amor, manifestado en la entrega de su Hijo Jesucristo por la salvación del mundo.
Dice san Pablo en la carta a los Romanos que lo que de Dios se puede conocer Dios se lo manifestó desde el principio, desde la creación del mundo, porque a Dios se le conoce por las obras de la creación: «Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad» (Rm 1,20). Por eso, si el hombre desconoce a Dios es inexcusable y merece la dura condena del Apóstol que habla de la ignorancia culpable del hombre que no ha querido conocer a Dios. Sin embargo, para que el hombre, confuso a causa del pecado, no quiera justificar su ignorancia de Dios, envió a su Hijo por su muerte en la cruz, manifestación suprema del amor de Dios a la humanidad, dándose a conocer como un Dios lleno de misericordia y de amor. Dios, entregándonos a su Hijo, hizo de él nuestro redentor y víctima de reconciliación, «pasando por alto los pecados cometidos en el tiempo de la paciencia de Dios» (Rm 3,26-27).
La revelación de Dios al hombre acompaña la historia de la humanidad, dándose a conocer progresivamente a lo largo de los tiempos en una historia de salvación que conduce hasta Cristo. Es la historia de amor de Dios al mundo dando a conocer su misericordia con los hombres en las sucesivas alianzas que ha pactado con la humanidad. Así, desde la alianza que Dios pactó con Abrahán a la alianza con Moisés, Israel fue conducido al conocimiento de Dios a través de hechos y acontecimientos de salvación. Dios se da a conocer como un Dios que salva liberando al hombre de sus esclavitudes. Dios le muestra a Moisés su misericordia revelándole su misterio como un misterio insondable de amor: un misterio que se manifiesta en la infinita paciencia de Dios con la humanidad pecadora, que tiene su razón de ser en que Dios es un Dios «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencias y lealtad» (Éx 34,7).
Así lo contempló Moisés en el monte Sinaí, rogándole que fuera siempre con ellos camino de la tierra prometida, a pesar de los pecados de un pueblo de tan dura cerviz. Dios aparece en el monte Sinaí, lugar del encuentro con Dios, donde Moisés recibe la revelación y la alianza, infundiendo en él sentimientos de humillación ante majestad divina: Dios no es reductible al mundo del hombre, desciende para el encuentro con Moisés, pero sigue velado en su misterio, inasible y trascendente, nimbado de alteza y majestad que el hombre no puede alcanzar: misterio ante el cual el hombre se ha de humillar y no perder de vista que es criatura. Dios, «al que no pueden contener los cielos» —dice Salomón dirigiéndose a Dios en la consagración del templo de Jerusalén (cf. 2 Cr 6,18)—, se hará presente en el templo como estuvo presente en la tienda del encuentro a lo largo de la travesía del desierto.
Este abajamiento de Dios y esta condescendencia divina hacen del hombre verdadero socio de Dios, al cual hizo Dios «a su imagen, como semejanza suya» (Gn 1,26). Esto se manifiesta de manera especial en el pacto de Dios con su pueblo, en la Alianza del Sinaí vinculándose a la Alianza. La presencia de Dios en la tienda del encuentro, a donde Moisés acude para estar con Dios y recibir su palabra, y después la presencia de Dios en el templo adelantan la presencia de Dios en Jesús el Hijo de Dios hecho carne. San Pablo dice por esto que en Jesús «reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). Recordemos la respuesta de Jesús a los judíos que le preguntaban con qué autoridad había expulsado a los mercaderes del templo, los discípulos sólo comprendieron las palabras de Jesús después de la resurrección: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Jesús se refería al templo de su cuerpo.
Jesús va manifestando progresivamente su misterio divino hasta afirmar su unidad con el Padre: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30), y en la noche de la última Cena exhorta a los Apóstoles a creer en él: «Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,11). Jesús es así el verdadero y único camino al Padre: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre si no es por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre…» (Jn 14,6-7).
El evangelio de hoy nos introduce en la conversación de Jesús con Nicodemo en la que el envío del Hijo de Dios al mundo trae consigo la salvación, porque el Hijo no ha venido «para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17). Jesús «ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); y a esta salvación se accede por la fe en él. El mundo evitará la condena mediante la fe «en el nombre del Hijo único de Dios» (Jn 3,18). Como Pedro anunciaba en el discurso de Pentecostés: «No se nos ha dado otro nombre bajo el cielo en el cual podamos ser salvos» (Hch 4,12)
La marcha al Padre de Jesús no nos deja desamparados: se va, pero volverá a los suyos en la acción consoladora del Espíritu Santo. Jesús envía el Espíritu de la verdad para que esté con los discípulos para siempre (cf. Jn 14,16-18). Jesús vino al mundo como Pastor bueno a buscar las ovejas perdidas, a ser médico de los enfermos, pues no necesitan médico los sanos. Jesús no perderá a ninguno de los que el Padre le dio. Como hemos visto estos días, la fe es obra del Espíritu de la verdad. Si en Jesús hemos sido hechos hijos de Dios, «los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14); y movidos por él, como hijos adoptivos de Dios en Jesús, podemos invocar a Dios como Padre. Este espíritu de hijos adoptivos «nos hace exclamar: ¡Abba, Padre!» (v. 8,15). Es el Espíritu santo el que nos ilumina en la fe para reconocer el Jesús al Hijo de Dios hecho hombre por nosotros, y ver en él el Camino que lleva al Padre, como dice san Pablo: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8,16). El Espíritu santo actúa en nosotros la fe en Jesús y el acceso por medio de Jesús a Dios Padre.
El misterio de Dios se nos descubre como el misterio del Dios uno y trino. Todo tiene su origen en el Padre, del cual proceden el Hijo y el Espíritu. Por eso los padres de la Iglesia antigua decían, hablando a lo humano por comparaciones, que Dios obra por medio de los dos brazos del Hijo y del Espíritu. No son dioses distintos sino un solo Dios, que comprendemos mejor por la acción del Hijo y del Espíritu en nosotros. Dios nos ha salvado por la redención del Hijo y nos santifica por loa acción del Espíritu que procede del Padre y del Hijo: la gracia de la redención nos salva y la comunión del Espíritu nos mantiene en Dios por la gracia de la redención de Cristo. Es lo que dice el saludo del sacerdote al pueblo de Dios reunido en asamblea litúrgica: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu santo estén siempre con vosotros» (2 Cor 13,13).
Si queremos conocer a Dios hemos de permanecer en Cristo pidiendo la acción en nosotros del Espíritu santo. Hemos de suplicar la comunión con Dios, que es un océano sin fondo de amor y misericordia. El Espíritu nos empuja a la oración y nos sostiene en ella. Es ya tradicional en esta solemnidad de la Santa Trinidad celebrar la Jornada «Pro orantibus», por los que oran, hombres y mujeres entregados a la oración y contemplación del misterio de amor divino, que interceden por la Iglesia y por el mundo, por los alejados de Dios, por cuantos sufren y necesitan de Dios sin saberlo. Son los religiosos y religiosas de clausura, comunidades movidas por el amor a Dios en Cristo que alientan la esperanza e irradian la alegría del Evangelio, viviendo con María, que se consagró por entero a Dios, la aventura de la fe y sosteniendo con ella la esperanza de la Iglesia .
Necesitamos vocaciones a la vida contemplativa, para que los monasterios sigan siendo, como dijo el Concilio, «semilleros de edificación del pueblo cristiano» : para que sean también hoy «en el corazón de la Iglesia y del mundo, un signo elocuente de comunión, un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, diálogo y de cultura para la edificación de la vida eclesial y de la misma ciudad terrena, en espera de aquella celestial» , llevan una vida escondida en el claustro de consagración plena a Dios, vivida en plena unión con toda la humanidad para interceder por el mundo, para que no se aleje de Dios, que es la única garantía de su futuro.

S. A. I. Catedral de la Encarnación
Almería, 7 de junio de 2020

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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