Homilía del Obispo de Almería, Mons. Adolfo González Montes.
Nos convoca un año más la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, Madre de Cristo Jesús y de la Iglesia, verdadera Madre de Dios, porque es Madre del Hijo de Dios, que existía desde siempre en el seno del Padre y por nosotros se hizo hombre en el vientre de María Virgen.
El ángel Gabriel saludó a María como la «llena de gracia» (Lc 1,28), invitándola a la alegría por haber hallado gracia ante a los ojos de Dios. Nos llena de alegría contemplar la belleza de la Inmaculada como criatura de Dios, toda hermosa y sin macha de pecado, resplandeciente como estrella del cielo que ilumina nuestra vida. María aparece ante nosotros como ejemplo de lo que estamos llamados a ser por la victoria de Cristo sobre el pecado, lo que de hecho ya hemos comenzado a ser por el bautismo y la unción con el sello del Espíritu Santo, que maraca cada bautizado con el crisma al recibir el sacramento de la confirmación.
Cada ser humano aspira a estar siempre en la mejor forma posible, para tener una vida feliz, gozando de salud y bienestar. El hombre de hoy y en particular los jóvenes aspiran al bienestar, pero lo confían sobre todo a la forma física y a la belleza exterior del cuerpo, sin lograr nunca en plenitud que desearían. Son muchas las amenazas que se ciernen sobre la vida del hombre. Satisfacción con uno mismo por el logro de una forma física y espiritual plena sólo se goza en destellos y situaciones fácilmente pasajeras. La aspiración a un cuerpo pletórico de salud y a un equilibrio mental y psíquico sin hendidura alguna es una meta que tropieza con dificultades insalvables para la mayoría de los seres humanos, que conocen de una u otra forma las limitaciones de la salud, que avanzan con los años, de la satisfacción moral con el curso de la vida, y las carencias del bienestar.
Son millones, en verdad, los seres humanos que no pueden desarrollar plenamente sus facultades físicas y psíquicas por el hambre, la falta de educación y de trabajo, la ausencia del ocio que recupera y descansa espiritualmente a la persona. Son carencias que no sólo se dan en las situaciones que nos son conocidas, y por lo general no son meramente carencias físicas, sino morales; carencias que son expresión de la injusticia y el egoísmo de los seres humanos, que minan la paz y la convivencia, ahogando la dignidad de la persona.
¿De qué bienestar y salud física pueden disfrutar los pobres reducidos a miseria, los acometidos por la enfermedades incurables, los que padecen algunas infecciones contraídas por virus y microrganismos que diezman la infancia por millones, minan la salud de los adultos y conducen a la muerte? ¿Cómo pueden lograr la felicidad los que carecen de medios que les permitan satisfacer las necesidades no sólo físicas y espirituales? Situaciones de carencia que a veces desembocan en la llamada «tragedia humanitaria», como sucede con frecuencia en nuestras costas, cuando los emigrantes y fugitivos que buscan una vida mejor o huyen de persecuciones raciales y religiosas se ahogan en las aguas del mar en una travesía precaria organizada por quienes trafican con seres humanos.
Sin embargo, Dios creó al hombre para gloria suya y felicidad del hombre mismo, porque la gloria de Dios es la vida del hombre, como dice el gran san Ireneo de Lyón. No sólo nos creó por amor y para la felicidad, sino que convertidos culpablemente en pecadores y privados de la amistad de Dios, quiso el Padre de las misericordias arrancarnos al infortunio de una vida alejada de él y destinada a la muerte eterna, sin la esperanza de la felicidad plena. Para ello, Dios envió a su Hijo, que «en semejanza de una carne de pecado y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne, para que la justa exigencia de la ley se cumpliera en nosotros, los que actuamos no de acuerdo con la carne, sino de acuerdo con el Espíritu» (Rom 8,3b-4).
Para llevar, pues, a cabo la obra de la redención del género humano, quiso el Hijo de Dios tomando cuerpo en las entrañas de la Virgen María «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (VATICANO II, Const. Gaudium et spes, n.22b); pues Dios Padre lo quiso en todo igual a nosotros y «ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado» (Hb 4,15). Por esto, para disponer una humanidad a Unigénito, Dios hizo de la Virgen María la criatura sin mancha de pecado, porque el pecado está en el origen de nuestra desventura, ya que tiene un carácter universal, como enseña el apóstol san Pablo: «Hemos dejado bien sentado que tanto judíos como griegos, todos están bajo el pecado., según está escrito: «No hay nadie justo, ni uno solo; no hay nadie sensato; no hay nadie que busque a Dios. Todos se extraviaron, a una se han pervertido; no hay nadie que haga el bien; no hay ni siquiera uno»» (Rom 3,9-12).
Todos aspiramos a una sociedad mejor, pero por nuestra complicidad con el pecado, que a todos nos alcanza, no podremos lograr mejorar la situación humana sin transformación de nosotros mismos, sin un cambio interior que viene de la conversión a Dio. Algo que no podemos alcanzar por nuestras solas fuerzas, porque esta transformación del ser humano supera nuestra condición actual. Es claro que, si se corrompen las instituciones y el ordenamiento de la sociedad, es porque se corrompe el corazón y se pervierte la mente del hombre, a veces hasta desdibujar del todo la identidad del bien y el mal. Hemos de tener medida de nosotros mismos y mantener en realismo que exige nuestra situación, no perder la conciencia de nuestro estado ante Dios y reconocer con humildad que siempre el riesgo permanente de pecar está en nosotros desde el pecado original, desde el pecado de la humanidad primera, de suerte que el mal es, por esto, una realidad contundente que no es posible obviar ni eludir. Porque es así, cada generación no está libre de repetir los errores de la generación que la precedió y de caer no sólo en errores similares, o incluso los mismos; más aún, puede caer en los mismos vicios y pecados que conducen a la destrucción de la paz social y de la convivencia que han acarreado las guerras fratricidas y las guerras entre los pueblos.
El hombre no puede por sus solas fuerzas verse libre del pecado ni del poder del Maligno. El racionalismo contemporáneo que con tanta facilidad desprecia la existencia del demonio como mito infantil o de otros tiempos, se inclina con facilidad ante nuevas idolatrías y supersticiones, dando rienda suelta a los deseos y proyecciones de su propia conciencia, tratando de llenar el corazón de una felicidad que confunde con el placer como aspiración suprema de la vida. Para alcanzar el cumplimiento de deseos e ideaciones de lo bueno deseable, el ser humano es capaz de las más diversas estrategias que le permitan lograr objetivos como la acumulación de bienes de este mundo y la satisfacción de las concupiscencias del poder y del dinero, del placer que proporciona la sexualidad como goce ilimitado y ausencia de toda limitación y sufrimiento.
Sin embargo, sólo es posible salir de la maraña del Maligno que aprisiona al ser humano y le detiene impidiendo que pueda moverse hacia el bien verdadero, si Dios lo libera y recibe por su gracia los efectos liberadores de la victoria de Cristo sobre el Maligno y el pecado, como dice el Apóstol: «ya que todos pecador y están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús» (Rom 3,23-24).
Tampoco María se liberó a sí misma, sino que fue liberada del poder del pecado porque Dios la llenó de su gracia para que pudiera ser la Madre Inmaculada que aunando en sí misma maternidad y virginidad llevara en su seno y diera a luz al Hijo de Dios en nuestra carne, en todo semejante a nosotros menos en el pecado. El prodigio de gracia que es santa María es obra de Dios, que la redimió por anticipado, como reza la oración de la solemnidad: «¡Oh Dios!, que p
or la concepción inmaculada de la Virgen maría preparaste a tu Hijo una digna morada, y en previsión de la muerte de tu Hijo, la preservaste de todo pecado» (MISAL ROMANO: Oración colecta de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María).
En efecto, Dios derramó sobre la Virgen María los bienes de la redención de Cristo por anticipado, para que convertirla en la Madre del Redentor: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,31). María llega a la maternidad divina liberada del pecado que marca el destino del hombre al nacer, sin pecado ya «desde el primer instante de su purísimo ser natural», como rezaba el viejo catecismo; porque Dios la eximió de su condición pecadora mediante la aplicación de los méritos de la victoria de su Hijo sobre el pecado y la muerte eterna, convertida en nueva criatura. De este modo el Santo nacería de sus purísimas entrañas en las que Dios creó para su Hijo una humanidad nueva: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35).
María, redimida por su Hijo, vive de la novedad de vida que viene de la cruz del Señor y de su resurrección gloriosa, aunque oculta en su existencia de humilde mujer nazarena del siglo I de nuestra. Glorificada con la gloria del Resucitado, brilla en la Iglesia y en el mundo con la luz esplendorosa que atrae a sí a cuantos la contemplan, e ilumina la vida de aquellos que buscan verse libres de la oscuridad del pecado que cubre la existencia del hombre peregrino. María es espejo que refleja la luz que recibe del sol que es su Hijo, Luz inextinguible que —como canta la Vigilia pascual— no conoce ocaso, porque es la luz increada de Hijo de Dios que se origina en el seno de la Luz increada que es Dios Padre. Jesucristo es «la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo» (Jn 1,8). A la luz de Cristo, que se refleja en el espejo plateado del ser de criatura inmaculada que es María, se disipa la rigidez de la oscuridad y del frío de la muerte eterna que produce una vida en el pecado.
María, la «llena de gracia», nos estimula a para romper con nuestros temores y acudir a la fuente de la gracia y de la luz, a la fuente del agua viva que sacia para siempre y colma de bienestar la vida humana. Como mujer eucarística, como la llamó san Juan Pablo II, la Madre de Cristo Eucaristía nos lleva en su compañía al alimento que sacia y satisface haciendo felices a quienes lo comen; porque este alimento de vida eterna es el cuerpo sacramentado del Redentor nacido de las entrañas purísimas de la Virgen Madre, al que ahora rendimos adoración en esta vigilia de preparación a la solemnidad de la Inmaculada. Recordemos aquí las palabras del santo papa Juan Pablo II: «Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él (…) María es mujer «eucarística» con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio» (SAN JUAN PABLO II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, n. 53).
Amamos a la Virgen María porque nos inspira plena confianza acudir a ella y nos cobijarnos bajo su regazo de madre espiritual de los discípulos y amigos de su Hijo, el Cristo de Dios. Una confianza que se funda en la cercanía de María a Jesús y en la participación de la Inmaculada Virgen María en la resurrección y gloria de Cristo, que vive en el seno del Padre y reina por los siglos.
A todos los bautizados en Cristo, pero en particular a los adolescentes y a los jóvenes, les pido que rompan el temor y se dejen ganar por la maternidad bendita de la Virgen María. Siguiendo el instinto sobrenatural que les conduce a confiar en María, los fieles cristianos saben que son atraídos al puerto seguro que es Cristo por la Estrella del Mar que los guía e ilumina. Cuando la fe se debilita y se pierde la esperanza, cuando se siente al tentación de no confiar más en la Iglesia, que nos enseñó a rezar y nos llevó a Cristo cogidos de la mano de María como alumnos y discípulos de su escuela maternal, renovemos nuestra confianza en la Madre de Jesús porque es también madre nuestra y, contemplando su ser de criatura inmaculada sintamos el estímulo que de ella procede para seguir a Cristo en los momentos de dificultad, igual que lo hacemos en los momentos de gozo y alegría.
Pidamos esta noche a la Inmaculada Virgen María que permanezca a nuestro lado y nos enseñe a caminar por el mundo con la esperanza de mantener la amistad de Cristo, para que por medio de él podamos llegar al amor misericordioso de Dios Padre. Amén.
Santa Apostólica Iglesia Catedral de la Encarnación
Almería, a 7 de diciembre de 2014
Vigilia de la Inmaculada
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería