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Carta pastoral con motivo del día de la Iglesia diocesana

Queridos diocesanos:

El Día de la Iglesia diocesana es ocasión propicia para procurarnos una más clara conciencia de la identidad de la Iglesia diocesana, lograr una identificación con ella más ajustada a su realidad tanto social como espiritual. En ella nos hallamos insertos, porque todos los bautizados en nuestra Iglesia particular somos parte de la misma y por medio de nuestra pertenencia a la Iglesia diocesana formamos parte de la Iglesia universal. Podemos preguntarnos cómo puede ser, y así recibir del magisterio de la Iglesia la respuesta que nos es necesario conocer.

La Iglesia para la salvación del mundo en Cristo

La jornada dedicada a la Iglesia diocesana tiene, en primer lugar, que ayudar a todos los bautizados a lograr una más clara inteligencia del misterio de la Iglesia. Es preciso detenernos en ello. El Vaticano II declara que el misterio de la Iglesia es prolongación en el tiempo, en la historia de los hombres, del misterio del Verbo encarnado, que se manifiesta en el designio amoroso de Dios, porque en verdad Dios ha amado incondicionalmente al mundo y este amor de Dios por la humanidad salida de sus manos es el contenido del anuncio del Evangelio de Cristo llevado al mundo entero por los Apóstoles. Dios Padre envió a su Hijo al mundo «para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17), porque no es la punición o el castigo del hombre pecador desde el comienzo de su existencia el objetivo pretendido por Dios al enviar a su Hijo al mundo, sino la salvación del mundo mediante el conocimiento de la verdad, cuyo contenido es el amor divino (cf. 1Tm 2,4→Ez 18,23). En el conocimiento de Dios consiste la vida eterna y la Iglesia existe para dar a conocer a Jesucristo, el Hijo de Dios en quien hemos conocido la revelación de Dios (cf. Jn 8, 32; 17,3).

Este objetivo del designio de Dios que incluye como realidad sustantiva la carne del Hijo de Dios fue considerado razón del ser de la encarnación desde el Nuevo Testamento a la teología de los santos Padres y, posteriormente a los grandes teólogos del Medievo, cuyo pensamiento ha perdurado como el más influyente en las corrientes teológicas posteriores. La encarnación mira a la redención del género humano, cuyo misterio se esclarece a la luz del misterio del Verbo encarnado, como enseña el II Concilio del Vaticano al referirse a Cristo como nuevo Adán, siguiendo la teología bíblica de san Pablo, que afirma cómo «Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación»[1].

No todas las corrientes teológicas responden a esta visión de la razón de la encarnación en el designio divino para el mundo, planteándose la cuestión hipotética de si no se habría producido igualmente la encarnación, si el hombre no hubiera pecado, pero no podemos entrar en esta carta en la descripción de unas y otras corrientes teológicas que han llegado a la teología contemporánea. De hecho, en cierta medida, la misma Constitución conciliar sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes orienta la comprensión del dinamismo de la historia de la salvación, y lo hace sobre la base de una antropología cristiana que supone la encarnación del Verbo. Baste esta breve introducción sobre la finalidad salvífica de la Iglesia, que nos ayude a mejor situar la enseñanza conciliar sobre la Iglesia diocesana.

La realidad de la Iglesia diocesana y su mediación en la misión de la Iglesia universal

El último Concilio nos recuerda lo sustancial en una definición de la Iglesia diocesana que es necesario tener siempre presente: «La diócesis es una porción del pueblo de Dios que se confía a un obispo para que la apaciente con la colaboración de su presbiterio. Así, unida a su pastor, y por él congregada en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de la Eucaristía, constituye una Iglesia particular. En ella está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica»[2].

La Iglesia diocesana es una Iglesia particular que en la gran comunión católica es porción del pueblo de Dios. No es todo el tejido social de la Iglesia universal, pero el entero misterio de salvación que constituye la Iglesia universal está presente en ella, y por la predicación del Evangelio y de la Eucaristía realiza su esencia o identidad propia. Más aún, todos los bautizados estamos insertos y formando parte de la Iglesia universal como miembros del cuerpo místico de Cristo, en tanto que miembros de nuestra Iglesia diocesana que podemos identificar también como nuestra «Iglesia de origen». De hecho lo solemos hace así, refiriéndonos al cuerpo social diocesano, por cuyo medio somos integrados en el cuerpo místico de Cristo, es decir en la Iglesia universal.

Dicho de esta manera, el día de la Iglesia diocesana es ocasión de gracia reiterada que el Señor nos ofrece como ocasión privilegiada para intensificar nuestra adhesión a la comunidad eclesial diocesana de la que formamos parte y por la cual somos integrados en la Iglesia una y santa de Cristo. En cada Iglesia particular no hay más que un obispo, aunque el obispo diocesano pueda contar con la ayuda de uno o varios obispos auxiliares o con la ayuda de un obispo coadjutor, los cuales pueden tener encomendadas diversas funciones de régimen, sin que de hecho puedan sustituirlo, sino coadyuvar a su ministerio episcopal según lo determina en diversas circunstancias la ley universal de la Iglesia.

Todos los diocesanos han de tener una idea clara de su propia Iglesia particular, presidida por el obispo, que cuenta con la colaboración de su presbiterio y la de los diáconos permanentes, que auxilian al obispo y a los presbíteros. Con todo la Iglesia está constituida fundamentalmente por los laicos, dotados de su propio carisma o don y misión en la Iglesia como testigos de Cristo en el mundo, en una sociedad hoy compleja y plural, en la cual Cristo ha querido que su Iglesia sea sacramento de salvación para el mundo, prolongando en ella su propia humanidad. El pueblo de Dios está formando por los fieles cristianos laicos a cuyo servicio están los pastores, es asimismo un cuerpo social en el cual hay seglares, que son la mayoría, religiosos y religiosas, y miembros de sociedades apostólicas formadas por varones y mujeres de vida consagrada en sus diversas formas. Todos tenemos en la Iglesia nuestra propia identidad y cometido, siendo todos necesarios para que la funcionalidad del cuerpo resulte útil tanto a la común misión de todos en la Iglesia, que es anunciar y dar testimonio de Cristo, como para que mutua y recíproca relación de unos a otros, el servicio de unos sea complementario al servicio de los otros. En este sentido conviene tener siempre presente el comentario de san Pablo a la siempre posible rivalidad entre los miembros de la Iglesia. Dice el Apóstol de las gentes en la primera carta a los Corintios que del mismo modo que «los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo» (1Cor 12,12); y continúa en el mismo lugar diciendo que, así como el cuerpo no se compone de un solo miembro, tampoco el cuerpo de místico de Cristo puede constar de un solo miembro, de tal suerte que si dijera cada uno de los miembros que no forma parte del cuerpo porque el ojo no es el oído ni ninguno de los dos el olfato, ¿dónde quedaría el cuerpo? Por eso concluye añadiendo que muchos son los miembros, mas uno el cuerpo: «Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno a su modo» (1Cor 12,27).

Es muy necesario que, en una jornada de reflexión sobre la realidad y misión de la Iglesia diocesana, paremos mientes en el misterio de la Iglesia, de la cual el Concilio afirmaba que «es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano»[3]. De nuestra identificación con la Iglesia diocesana de la que formamos parte, en la cual vivimos nuestra inserción y pertenencia a la única Iglesia de Cristo, es decir, a la Iglesia universal, que es una, santa, católica y apostólica, depende en la mayor medida que hagamos propia la misión de la Iglesia en el mundo y cumplamos con nuestro cometido propio según nuestro estado y condición eclesial.

Ayudar a la autofinanciación de la Iglesia como resultado de una conciencia clara de su verdad y su misión en el mundo

No sería una opción acertada hacer de la jornada dedicada a la Iglesia diocesana ocasión para una cuestación movida sólo por el interés por acrecentar la autofinanciación como objetivo prioritario, por muy necesitada que una Iglesia diocesana esté de contar con medios materiales para mantenerse como cuerpo social y cumplir su misión. ¿Qué tenían los Apóstoles cuando Cristo los envío a anunciar el Evangelio? ¿Cuál fue el equipaje que les propuso en el discurso apostólico que nos ha dejado san Mateo recogido en el célebre capítulo diez de su evangelio? Ni plata, ni oro, ni cobre, ni alforja, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón, «porque el obrero merece su sustento» (Mt 10,10). Naturalmente, la Iglesia necesita su sustento, pero no podemos vender la libertad del Evangelio al sustento calculado y consensuado con el poder de este mundo, porque dejaríamos de ser la Iglesia de Cristo. Es difícil la autofinanciación de la Iglesia en una sociedad descreída y acosada por la manipulación de una imagen de la misma desfigurada por sus propios enemigos: el materialismo rampante y las ideologías viejas y nuevas que se han convertido en savia nutriente del hombre gregario de nuestros días, a pesar de que quienes orientan la opinión pública le hacen creer que es más libre que nunca.

Ni menos aún tratar de motivar la cuestación en favor de la Iglesia por las muchas obras de caridad y beneficio social que de ellas se sigue, porque la Iglesia hace indudablemente mucho bien. Debemos darlo a conocer, respondiendo así a los críticos que nos dicen que el bien que hacemos no sabemos publicitarlo. Ahora bien, apoyar nuestra campaña en el bien que hacemos hemos de hacerlo, sí, pero afrontando cuanto de verdad hay en las críticas que los cristianos de hoy recibimos, aunque a veces cuesta ponerse a ello. Por eso, os propongo, queridos diocesanos, que ayudéis a nuestra Iglesia, vuestra y de los pastores que la regentamos, que con vosotros somos cristianos y miembros del cuerpo de Cristo que con la autoridad de Cristo hemos de predicaros la verdad evangélica, a vosotros y a los que están fuera de la Iglesia, para que a todos nos sirva de salvación. Si no se tuviera presente en este día el objetivo prioritario de la Iglesia, que existe para la misión que Cristo le confió, imperando mediante mandato llevarla a cabo con palabras inequívocas: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20a). Mandato que se completa con la promesa de que la Iglesia contará siempre con la presencia en ella de su Señor: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,20b). Es la promesa que adelantó Jesús a Pedro, afianzando a los Apóstoles en la certeza de la fe en la consistencia de la Iglesia al declarar proféticamente que «el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16,18). Jesús exhorta a los discípulos a afrontar con fortaleza cualesquiera situaciones adversas que la sociedad de cada tiempo plantea a la Iglesia, pidiéndoles que no pierdan de vista la orientación escatológica, es decir, la orientación a la consumación final del reino de Dios que Jesús proclamó llamando a la conversión. Jesús les advierte que Dios Padre conoce las necesidades que tienen y de qué carecen; y, aun así, les propone como prioridad el reino: «Buscad, más bien, el reino y lo demás se os dará por añadidura», exhortándoles a la confianza plena en Dios providente: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino» (Lc 12,31-32).

Hemos de afrontar esta campaña con claridad sobre la prioridad misionera de la Iglesia y os llamo a todos a poner cada uno d su parte lo que juzgue necesario para sostener la Iglesia diocesana y, sin duda, teniendo en cuenta que hemos de hacerlo con una mentalidad moderna, acomodando nuestro modo de proceder a la legislación vigente en una sociedad fiscalizada y moderna. Una cosa no quita la otra, no podemos dejar de orientarnos por los principios constitutivos de la Iglesia, que se levanta sobre el designio de Dios de contar con ella como obra de Cristo para la salvación del mundo. Dios en su designio para el mundo ha querido que la salvación pase por la misión de la Iglesia. Es lo que nos proponíamos hacer valer con el Plan pastoral diocesano 2019-2023 «Ser Iglesia en conversión misionera», siguiendo las orientaciones del Papa Francisco con motivo del centenario de la carta apostólica sobre las misiones Maximum illud (1919) de Benedicto XV. Ahora la preparación del próximo Sínodo de los Obispos en 2023 ha venido a enriquecer el plan pastoral y prolongar en la reflexión que hemos emprendido como preparación a su desarrollo. La Iglesia nos propone una amplia reflexión participada orgánicamente por cuantos han de llevar adelante la representación de los distintos sectores del pueblo de Dios sobre la sinodalidad de la Iglesia, es decir, sobre la corresponsabilidad de todos en la misión de la Iglesia. Una primera fase de carácter diocesano que se había previsto terminara en abril, pero que recientemente la Secretaría General del Sínodo ha decidido alargar hasta el 15 de agosto próximo como fecha límite para que las Conferencias Episcopales entreguen la síntesis de las Iglesias diocesanas.

Sostener a la Iglesia hoy

Un planteamiento moderno de la financiación de la Iglesia exige una transparencia real y no sólo fingida o convencionalmente condicionada por intereses eventuales. No bastan las proclamas de transparencia sin hechos objetivos que la avalen. Se hace preciso informar de qué modo la ayuda que los fieles proporcionan contribuye a dotar a la Iglesia diocesana de los medios que necesita para su mantenimiento. En esta tarea siempre es importante combinar el sostenimiento del culto y del clero con la caridad y la obra educativa y social de diverso género que la Iglesia desarrolla y que va desde la ayuda a los marginados y más necesitados a las tareas de alcance cultural. Hemos de decir que tiene la mayor importancia contar con una financiación digna del clero y cuantos colaboran con la labor de la Iglesia en los diversos campos de su presencia social, desde profesionales cualificados a auxiliares a su servicio. Por lo que se refiere a la partida de específica de «culto y clero», hay que convenir que es modesta y que requiere que los fieles la completen en las parroquias particularmente y en los diversos servicios que con profesionalidad asumen asimismo los sacerdotes en determinados casos. Sostener al clero es importante objetivo en la financiación de la Iglesia, porque sin el subsidio   de los ministros del Evangelio sería difícil cumplir con el mandato del Señor. Sostener la economía de Curia, la administración pastoral y contribuir al mantenimiento del patrimonio cultural de la Iglesia, con su propia finalidad y puesto al servicio de la sociedad, regulado conforme a la normativa vigente canónica y civil.

Ninguna de estos cometidos tiene que contraponerse a la caridad y la acción social de la Iglesia, para la cual la Iglesia cuenta con recursos e ingresos destinados por los fieles a tal fin y que forman parte de los ingresos de la Iglesia diocesana, que deben contabilizarse como tales; como también forman parte de estos ingresos las colectas que se destinan a fines diocesanos y las que se destinan a fines de la Iglesia universal, así como las subvenciones de las instituciones y fundaciones. La transparencia exige aclarar que no se deben confundir los balances del Obispado con los balances de toda la Iglesia diocesana sin mayores aclaraciones y números, empezando por tener claro que las cuentas de las parroquias son parte sustancial de los ingresos de la Iglesia diocesana. Estas cuentas se han visto por desgracia afectadas por las sucesivas crisis, la de 2008 y la pandemia del Covid-19, que no cesa y tanto ha retraído la acción comunitaria de la Iglesia, afectando gravemente a la práctica religiosa. Los balances de los centros educativos y la explotación del patrimonio de la Iglesia, así como las tasas de Curia y del Tribunal eclesiástico son ingresos reales de la Iglesia diocesana, que están al servicio de los gastos que la misión de la Iglesia y su mantenimiento como estructura social, la conservación de su patrimonio histórico cultural, la caridad cristiana y la acción social generan. La economía a diocesana no se apoya sólo en la entidad del Obispado, sino en todas las entidades que forman orgánicamente la estructura económica unitaria de la diócesis. Estas entidades operan de modo solidario como sucede con los vasos comunicantes, y los beneficios de unas entidades cubren las carencias de otras. Es el conjunto el que responde de la economía diocesana.

La Iglesia diocesana de Almería ha realizado un gran esfuerzo en las dos últimas décadas para remozar sus obsoletas estructuras y crear algunas nuevas. Son de valorar las ayudas que algunas instituciones civiles han puesto a su disposición, pero el mayor esfuerzo ha recaído sobre los fieles y los recursos modestos de nuestra Iglesia, de su Obispado y de sus parroquias. A todos cuantos simpatizan con el mensaje de la Iglesia y valoran su alcance moral y, en particular, a los fieles cristianos hemos de manifestar agradecimiento, al mismo tiempo que les decimos que no dejen de ayudarnos a ser lo que somos, como reza el lema de este la campaña de este año, porque esta ayuda, por modesta que sea, contribuye a que seamos una gran familia de fe cristiana.

La Iglesia, familia de los hijos e Dios, quiere ofrecer la riqueza superior a todas las riquezas de este mundo que mueven a los seres humanos. La Iglesia quiere ofrecer a todos el servicio del Evangelio, para que la buena noticia de la salvación que Cristo ha traído lleve a la sociedad de nuestro tiempo la esperanza en el futuro que sólo Dios garantiza al hombre, que vive en este mundo con sus anhelos y dificultades, sus gozos y esperanzas, pero también tristezas y angustias que, como lo acredita la historia de la humanidad, requieren el remedio poderoso de la solidaridad fraterna que se sostiene en la paternidad común de Dios.

Con todo afecto y bendición.

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

Almería, a 7 de noviembre de 2021

[1] Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, n. 22; cf. Rm 5,12-20.

[2] Vaticano II, Decreto sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia Christus Dominus, n. 11.

[3] Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 1.

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