Homilía en las exequias del sacerdote Arturo Gallego

Querida Comunidad. Querida hermana, sobrinos, familia, parroquianos y amigos de D. ARTURO, queridos hermanos en el sacerdocio y diáconos permanentes, Deán y Cabildo catedralicio, religiosas y queridos fieles que habéis venido a acompañar a D. ARTURO, porque el Señor le puso un día en vuestro camino. Saludo con especial afecto a los residentes y personal a su cuidado de la Casa Sacerdotal.

 

Nos hemos reunido en oración en torno a la Eucaristía para dar gracias a Dios por la vida de D. ARTURO, que nació en en Antas el 1 de junio de 1937, hijo de Juan y de Emiliana, se formó en una familia cristiana, en la que el Señor suscitó la vocación sacerdotal de tres de sus hijos: Pelayo, Alfredo y Arturo. En la Parroquia de Santa María de la Cabeza fue bautizado el 23 de mayo de 1939, una vez finalizada la guerra civil, por el párroco D. José Marín Sirvent, que fue también objeto de la persecución religiosa.

 

Hemos colocado su cuerpo mirando hacia el Pueblo Santo de Dios, le hemos revestido de la casulla y hemos dejado reposar sobre él la Palabra de Dios. Así hacemos memoria de su sacerdocio ordenado de manos del Obispo diocesano D. Alfonso Ródenas, el 16 de junio de 1962 en la capilla del Colegio “Stella Maris” de Almería.

 

  1. ARTURO en el seguimiento del Buen Pastor ejerció su ministerio en… [DESCRIPCIÓN DE LA MISIÓN Y TAREA PASTORAL DE D. ARTURO] … hasta 2009 en que la enfermedad comenzó a limitar sensiblemente su organismo y su actividad ministerial, residiendo en estos últimos años en la Casa Sacerdotal “San Juan de Ávila” de Almería. Aquí, cada vez que me encontraba con él, le he tomado de las manos y me ha sonreído, dentro de sus limitaciones.

 

Tenemos que reconocer que fue un buen sacerdote, siempre preocupado por hacer lo mejor posible tanta y tan diversa tarea que se le había encomendado. Destacando siempre por su cercanía a los fieles y su sentido del humor, su sensibilidad para el arte cristiano y la liturgia y su piedad profunda. Dios premie su servicio y entrega a la Iglesia de Almería, y como siervo bueno y fiel, pase al banquete de su Señor.

 

Cuando yo era un pequeño monaguillo, en los primeros años de la reforma litúrgica, sentía emoción al escuchar al pueblo cantar con una sola voz: “Me adelantaré hasta el altar de Dios ¡el gozo de mi vida!” cada vez que mi anciano párroco D. Baldomero, se acercaba al altar para celebrar la Misa. Aún hoy, cada vez que me acerco y beso el altar, me resuena en el corazón “¡El altar de Dios, el gozo de mi vida!

 

La Eucaristía que cada día celebramos no es sólo para recordaros o anunciaros que el Señor ha muerto y resucitado, sino que este pan que consagramos en nuestras pobres manos es la señal de que Jesús ha resucitado y está presente entre nosotros, hasta el final de los tiempos.

 

¡Este es el misterio de nuestra fe! proclamamos con fuerza. Me doy cuenta que este es el misterio sobre el que gravita también la vida de todo sacerdote, de cada uno y de todos los que aquí estamos, también de D. ARTURO, al que estamos despidiendo hoy y acompañando a sus familiares y amigos en este momento de dolor y de esperanza.

 

Ante este gran misterio, que hoy hemos escuchado en la proclamación del Evangelio, sólo me quedan dos actitudes: una de admiración y otra de contemplación. San Juan, que ya había escrito el discurso del Pan de vida, quiso subrayar en el momento de la Última Cena el lavatorio de los pies. Todo es encarnación, la vida de un sacerdote es encarnación. Y no puedo por menos de exclamar: ¡Señor! ¿Hay mayor abajamiento, mayor encarnación que la de quedarte en un trozo de nuestro pan? ¿Hay mayor servidumbre, Señor, que depender de nuestra voz? ¿de nuestras manos? ¿Hay alguna realidad más profunda que poder tocar y sentir tu presencia encerrado en una pequeña vasija? Tanto descenso, tanto anonadamiento, ¿este es el ser del sacerdote?

 

La fuente y la meta de todo cristiano siempre es la Eucaristía. ¡Cuánto más para nosotros los sacerdotes! Somos sacerdotes para arrodillarnos y lavar los pies de todos, así nos lo enseñó el Señor aquel Jueves Santo, cuando se arrodilló ante los suyos como un esclavo, cuando partió el pan y oró por la unidad: ¡que sean uno, como tú y yo Padre! Cuando nos dio el mandamiento nuevo del amor. La novedad, queridos hermanos radica en que Amar no tiene otro camino que el “como yo os he amado”, es decir, ponerse de rodillas, antes de nada. De rodillas ante Cristo en la Eucaristía, de rodillas ante la Palabra de Dios, de rodillas ante la Comunidad congregada, de rodillas ante los Humildes y necesitados. De rodillas como inútil servidor, como mediador del amor derramado de Dios “por nosotros y por nuestra salvación”, que tanto repetimos en el Credo.

 

Ante él, para adorar, ante los demás, para servir. Pero adorar y servir sólo se pueden sostener en una misma unidad, como los dos palos de la Cruz ¡Así todos somos Cuerpo de Cristo! Así, los sacerdotes, somos personas eucarísticas, contemplativas y orantes, entregados de lleno a la comunidad [la de dentro y la de fuera del redil], partiéndonos y repartiéndonos, dándonos en alimento, hasta entregar la vida.

 

  1. ARTURO, iba agotando su vida, como nos manda el mandamiento del amor, como nos exige nuestro ministerio. Cada vez que celebro las exequias de un sacerdote tengo el deseo de deciros a todos los sacerdotes, a los presentes y a los que no han podido venir, haciéndome eco del sentir de la Iglesia, de vuestras comunidades parroquiales: ¡Gracias! por vuestra vocación, ¡Gracias! por vuestra entrega ¡Gracias! por vuestra generosidad… y sin esperar nada a cambio, sólo buscando cumplir la voluntad de Dios. Aunque débiles y frágiles, aunque llenos de fallos tenemos el corazón del Buen Pastor, la mano misericordiosa de Dios para guiar a su pueblo.

 

Damos gracias también por nuestro querido D. ARTURO, que el Señor llamó al sacramento del orden y mantuvo el ideal del sacerdocio hasta el final de sus días, y lo hemos expresado en el salmo responsorial: El Señor es mi pastor, nada me falta.

 

Querido D. ARTURO, que, cogido de la mano de Santa María, la Virgen Madre, pedimos que seas llevado, hasta Cristo, que tanto te amó y dio su vida por ti, para que llegues al encuentro definitivo con Dios, el Padre de la Misericordia.

 

Apoyémonos unos a otros, en la Unidad y en la Esperanza de la Resurrección. Amén.

 

+ Antonio, vuestro obispo

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