Homilía en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios

Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería, en la Jornada Mundial de la Paz.

Lecturas bíblicas: Núm 6,22-27; Sal 66,2-3.5-6.8; Gá 4,4-7; Lc 2,16-21

Queridos hermanos:

Hoy celebra la Iglesia la antiquísima fiesta de la Virgen María Madre de Dios. Esta fiesta que se afianza tras la celebración del Concilio de Éfeso celebrado el año 431, concilio en el que fue proclamada como verdad revelada la maternidad divina de la Virgen María que vivía con gran veneración el pueblo fiel desde siglos antes. El Concilio proclamaba que María es verdadera Madre de Dios o Theotókos, como es invocada por los cristianos de Oriente, por ser madre del Hijo de Dios hecho hombre. En Roma se celebraba en el siglo VIII, en la octava de la Navidad, la memoria de la maternidad divina de María, haciendo el Papa solemne estación en la basílica de «Sancta Maria ad martyres» el día 1 de enero. Mucho antes en la Galia y en España se celebraba desde el siglo VI la fiesta de la circuncisión del Señor en esta fecha, pero sólo más tarde, en los siglos XIII y XIV, se introdujo en algunos calendarios litúrgicos occidentales, generalizándose así la fiesta de la circuncisión del Señor. En el siglo XVI san Pío V introdujo esta fiesta en el Misal Romano. Tenemos, por ello, dos motivos convergentes en esta fiesta mariana: la maternidad divina de María y la circuncisión de Jesús.

Desde la reforma de la liturgia del Vaticano II ha vuelto a celebrarse en este día la maternidad divina de la Virgen en la octava de la Navidad, al comienzo del año civil, devolviendo esta fiesta a su contenido mariano primero. El beato Pablo VI en su encíclica sobre el culto mariano observa que esta fiesta está destinada a celebrar la participación de María en el misterio de nuestra salvación1. Por su singular participación en la obra de nuestra redención, la Iglesia ve consumada en María la bendición sacerdotal, que hemos escuchado en la primera lectura del libro de los Números.

Nadie como María ha recibido la bendición del Señor, colmándola de gracia para ser la madre del Hijo de Dios y Salvador del mundo, que por su encarnación, «ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4,15). Jesús, hecho hombre por nuestra salvación, por su resurrección ha glorificado nuestra humanidad elevándola victoriosa sobre la muerte. Él es el Hijo de Dios «nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción» (Gál 4,4.5). Llegado en la «plenitud de los tiempos» (v. 4,4), por su encarnación Jesús lleva a cumplimiento el designio de amor de Dios por nosotros, que quiso para su Hijo nuestra propia carne, con miras a que como hombre mortal llevara a cabo nuestra redención.

Cristo Jesús por su humanidad, mortal como la nuestra, habría de afrontar el dolor y la muerte, un camino de sacrificio por amor al mundo, que comenzaba a recorrer en la humildad del pesebre que lo acogió al nacer y en el primer dolor en su carne en la circuncisión que, conforme a lo prescrito por la ley de Moisés, había de practicársele a los ocho días de su nacimiento. Al igual que todos los niños varones, fue llevado al templo por sus padres, para ser circuncidado y rescatado: «de acuerdo con lo prescrito en la ley del Señor (…) y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones»» (Lc 22-23.24). Le pusieron por nombre Jesús «como lo había llamado el ángel antes de su concepción» (Lc 2,21; cf. 1,31). El nombre de Jesús significa que Dios libera y salva, y el ángel así se lo anunció tanto a María como a José: que habría de llamarse Jesús, «porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).

Jesús nos ha salvado por el sacrificio de sí mismo, entregado por nosotros a la cruz; y glorificado por su resurrección de entre los muertos, Jesús se ha convertido en el verdadero y único Señor del tiempo y de la historia, y como tal permanece: «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8). Porque es aquel que por designio de Dios nos ha redimido y salvado, es el verdadero pacificador, el Príncipe de la Paz, en cuya sangre se limpian los pecados. Reconciliados en él y por medio de él, confesamos con san Pablo que «Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando con su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad» (Ef 2,14).

Esta fiesta coincide con el comienzo del nuevo año civil, con el que Dios nos concede tiempo de salvación mientras vivimos. Damos gracias a Dios por el año que ha terminad y que el Señor nos ha permitido vivir para llevarnos a la conversión al Evangelio. Bendito sea Dios, creador del mundo y señor del tiempo y de las estaciones. En el balance que podemos hacer del año que terminó, hemos de incluir no sólo los acontecimientos que ha experimentado el mundo en su conjunto y que de hecho nos afectan, sino de modo particular cada uno ha de incluir en el balance el modo cómo hemos vivido un tiempo de gracia, oportuno para lograr salvarnos. No debemos olvidar que, si bien nos salvamos por la misericordia divina, Dios no nos quiere salvar contra nosotros, sin el compromiso de cooperación de nuestra propia libertad con la acción de Dios.

Jesús recapitula en sí mismo la historia y, una vez acontecido el tiempo de la encarnación, prolonga su presencia en medio nuestro haciéndose contemporáneo de nosotros mediante la acción del Espíritu Santo, que obra en la proclamación de la palabra de Dios y los sacramentos. Estamos celebrando el nacimiento del Hijo de Dios en el tiempo, según la carne; pero el Señor está permanentemente viniendo a nosotros, y sale a nuestro encuentro en el rostro de nuestro prójimo. La Iglesia celebra en este día la jornada mundial de la paz, y nada podría ser más adecuado a esta jornada que esta celebración de Cristo como Príncipe de la Paz, porque el nacimiento de Jesucristo es, en efecto, como dice san León Magno, el nacimiento de la paz2.

La paz es reconciliación y sincera voluntad de respetar y promover el bien del prójimo, como señala el Papa Francisco en su Mensaje para esta Jornada. La paz es fruto de una cultura —dice el Papa— de la solidaridad, alternativa al desamor y al descarte, la marginación y la indiferencia. Añade el Santo Padre que la indiferencia representa una amenaza para la familia humana. Conquistaremos la paz si contra la indiferencia damos cabida en nosotros a la solidaridad fraterna, que tiene en Dios el fundamento. La indiferencia ante el prójimo es siempre indiferencia ante Dios, y es también indiferencia ante la creación. El Santo Padre recuerda que el interés por el prójimo va unido al interés por Dios. La compasión que hemos de tener del prójimo es inseparable de la compasión y misericordia que Dios ha tenido de nosotros, pues de ella recibe el más hondo sentido y fundamento.

Adoremos al Príncipe de la Paz, que recostado en el pesebre recibe la adoración de los pastores; y como María, «que guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19), sumidos en la contemplación del misterio de Belén supliquemos la intercesión de la Reina de la paz, para que Dios con su perdón y su misericordia nos haga sentir las necesidades del prójimo como propias.

Que 2016 sea para todos un año de gracia, en el que la vocación a la santidad nos acerque a Dios y de él recibamos los dones espirituales y temporales que nos ayuden a realizarla en nuestras vidas. ¡Feliz Año nuevo del Señor!

S. I. I. Catedral de la Encarnación

1 de enero de 2016

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería


1 PABLO VI, Carta encíclica Marialis cultus (2 febrero 1974), n. 5.

2 Sermón 6 en la Natividad del Señor: SAN LEÓN MAGNO, Homilías del
año litúrgico, ed. de J. A. MAYORAL enBAC Selecciones 15 (Madrid 2014), nn. 3 y 5.


Contenido relacionado

Homilía en la fiesta de San Juan de Ávila,

Querida Comunidad, hermanos presbíteros y diácono, vida consagrada, familiares y amigos...

Enlaces de interés