Homilía en la solemnidad de la Virgen del Mar

Homilía de Mons. Adolfo González Montes, obispo de Almería, en la solemnidad de la Virgen del Mar, Patrona de Almería

Homilía en la Solemnidad de Nuestra Señora la Santísima Virgen del Mar

Fiesta de la Patrona de Almería

Lecturas bíblicas: Eclo 24,1.3-4.8-12.19-21

                             Sal Jdt 13,18b-d.19 (R/. 15,9d)

                             Gál 4,4-7

                             11,27-28

Queridos Hermanos y hermanas:

            «El Altísimo te ha bendecido, hija, más que a todas las mujeres de la tierra»

                                                                                               (Jdt 13,18)

            Así lo hemos recitado en el Salmo responsorial, respondiendo a la primera lectura del libro del Eclesiástico. El versículo que hemos recitado está dicho de Judit, la heroína hebrea que triunfó sobre el general de los asirios Holofernes y el ejército de los enemigos del pueblo elegido, y la Iglesia lo aplica a María que triunfó sobre el demonio, tal como lo había prometido Dios en el paraíso a nuestros primeros padres. Dirigiéndose a la serpiente, dijo Dios: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar» (Gn 3,15). Esta escena la vemos representada en todas las inmaculadas que conocemos de nuestra riquísima tradición inmaculista histórico artística: María ha vencido sobre la serpiente y su pie pisa la serpiente y, a veces la misma cabeza del reptil que simbólicamente encarna la figura del demonio. Si el general asirio Holofernes es un símbolo de los enemigos de Dios, la joven viuda Judit triunfó sobre él con su belleza y su plena confianza en Dios, después de haber amonestado a los habitantes la ciudad hebrea de Betulia a no poder a prueba a Dios y confiar plenamente en él.

Lo que el pueblo elegido dijo de Judit es lo que la Iglesia proclama de María: «Tú eres la gloria de Jerusalén, / tú el orgullo de Israel, / tú eres el honor de nuestro pueblo» (“el orgullo de nuestra raza”(…) Has devuelto la dicha a Israel y Dios se ha complacido. La bendición del Señor todopoderoso te acompañe por todos los siglos» (Jdt 15,9). Estas hermosas palabras que pronunció el sumo sacerdote Joaquín en el Consejo de Ancianos de Israel, para felicitar a Judit por su hazaña, evocan en nosotros las palabras de bendición con las que santa Isabel alababa a María, cuando la Virgen acudió a ayudarla en su embarazo siendo ya anciana. Isabel alaba a María por haber creído la palabra del ángel: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Bienaventurada la que ha creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,42.45). Judit había exhortado a los judíos a tener plena fe en Dios y confiar sólo en él, porque sólo Dios podía salvarlos de las manos enemigas y, después de la victoria sobre el ejército asirio, que Dios realizó por manos de una mujer, la heroína prorrumpe en un cántico de alabanza a Dios. Es lo que hace también María, declarada bienaventurada por Isabel por haber mantenido fe en Dios y haber puesto plena confianza en él, cuando el ángel Gabriel vino a anunciarle que sería la madre del Mesías y daría a luz al Hijo del Altísimo. María entonó el cántico mariano por excelencia: el Magníficat que cada tarde recitamos en concluyendo la oración de Vísperas de la liturgia de las Horas: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, / se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; / porque ha mirado la humildad de su esclava. / Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí» (Lc 1, 46-49).

El cántico de María, aunque se inspira en numerosos pasajes del Antiguo Testamento, de los salmos y del profeta Isaías, no tiene dependencia inmediata del cántico de Judit, sino del cántico de acción de gracias de Ana, aquella mujer que angustiada, ya entrada en años, acudió al templo de Silo en la época de los Jueces que gobernaban Israel, para pedir a Dios un hijo que la librara del baldón de la esterilidad ante su esposo y sus vecinos. Dios concedió el hijo que pedía, dando a luz a Samuel, y Ana acudió de nuevo al templo para dar gracia a Dios. Lo hizo con un cántico de acción de gracias: «Mi corazón se regocija en el Señor, / mi poder se exalta por Dios. Mi boca se ríe de mis enemigos, / porque gozo con tu salvación (1 Sm 2,1).

En los tres pasajes de acción de gracias: Judit, Ana y María, encontramos la fe como móvil de la historia de la salvación. Es lo que hemos escuchado en el evangelio en boca de Jesús: María es bienaventurada porque ha creído y ha puesto por obra la palabra del Señor, y por eso todas las generaciones felicitan María, cumpliéndose de este modo la profecía de ella misma profirió sobre su futuro como madre de Cristo y de la Iglesia. María es, en verdad, la «Madre santa, la Virgen madre del Rey que gobierna cielo y tierra», como la hemos saludado con la antífona de entrada al abrir esta celebración en su honor. La maternidad divina es la gloria de María, por su fe la Virgen pone en Dios su entera confianza, consciente de que la aceptación de una maternidad que sale fuera del curso natural la pondrá en graves dificultades. Su maternidad no comprendida por los que la rodean le creará situaciones de difícil solución.

María se abre al designio de Dios que no puede dominar para acoger la voluntad de Dios en la obediencia de la fe, porque es perfectamente consciente de que Dios no es enemigo del hombre ni adversario de aquellos a quienes ama, y Dios ama a todos los seres humanos, porque es su amor el origen de nuestra existencia y de nuestra llamada a la vida eterna. Entregándose al designio de Dios, María se manifiesta poseedora de una sabiduría que no es sabiduría de este mundo, sino la sabiduría que viene de Dios y se revelará al mundo en la encarnación de su Hijo. Si Jesús es la Sabiduría de Dios hecha carne, la Palabra por la que fueron hechos los cielos y la tierra, entonces María es el trono de la Sabiduría, como la invocamos en las letanías del santo rosario.

María tiene la sabiduría de lo alto que gobierna su vida y la abre el misterio del mundo, que es el amor de Dios. La sabiduría que a lo largo de la historia de la salvación Dios ha ido revelando a su pueblo elegido. Fue el mandato del Creador el que estableció su morada y dijo: «Habita en Jacob, sea Israel tu heredad» (Si 24,8). El pueblo elegido es la morada de la sabiduría divina, que Dios instaló en Sión, para que allí, en la morada santa, en la ciudad escogida pudiera descansar y en Jerusalén residiera su poder (cf. Si 24,10.11). Si primero habitó en el cielo, donde puso su trono sobre las nubes, la Sabiduría, de Dios, el Verbo eterno del Padre habitaría por María en la carne del hombre.

La crisis de la Iglesia en nuestro tiempo es una crisis de la fe en sus miembros, porque hemos dejado de confiar en Dios como el único que puede salvar la historia de una humanidad herida por el pecado. Es la falta de fe la que bloquea el testimonio cristiano ante el mundo, la que hace que nuestra vida no produzca el fruto de la conversión a Cristo de cuantos contemplan la vida de los cristianos. Sin fe la vida del cristiano deja de ser sal que sazona y luz que ilumina y ofrece sentido a la existencia de los seres humanos. Falta fe para creer en que aquello que no pueden los hombres, es posible para Dios, y porque carecemos de esa fe no pedimos a Dios la gracia que necesitamos para afrontar las dificultades de la vida, combatir el error y proponer la verdad que Dios nos ha revelado en Jesucristo sobre la humanidad y su destino. La falta de fe se manifiesta en que hemos dejado de creer con convicción aquello que Dios nos revela sobre la identidad del ser y del amor humano, y así hemos puesto entre paréntesis cuanto la sabiduría de Dios nos descubre de la constitución e identidad del hombre y de la mujer según la mente de Dios. La imposición obligada, en el sistema educativo de la infancia y de la adolescencia, de la ideología de género, perturba de forma muy grave la comprensión de la identidad del ser humano, porque subvierte el orden de la creación divina, como ha dicho reiteradamente el papa Francisco. Naturalmente que tienen que ser respetando los derechos de las personas, pero no todas las imposiciones que pueden legislarse por el juego de las mayorías responden a verdaderos derechos de la persona humana, aunque los consideren a veces derechos civiles.

Dios nos llama a ser fieles a la palabra de vida que nos ha dirigido por medio de Jesucristo, que nació de la Virgen María por obra del Espíritu Santo. El mismo Espíritu que derramó sobre ella, es el que descendió sobre los Apóstoles, el Espíritu de la verdad que nos guía y nos conduce a la plenitud de la revelación, para que alcancemos la vida eterna. Que la Santísima Virgen del Mar, nuestra excelsa Patrona, interceda por nosotros para que acojamos la luz del Espíritu y no nos apartemos de la verdad que hemos conocido en Cristo Jesús.

Iglesia conventual de Santo Domingo el Real

Santuario de la Virgen del Mar

24 de agosto de 2019

                        X Adolfo González Montes

                               Obispo de Almería

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