Homilía en la Natividad del Señor

Homilía de Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería, en el día de Navidad.

HOMILÍA EN LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

Lecturas bíblicas: Is 52,7-10

Sal 97,2-6

Hb 1,1-6

Jn 1,1-18

Queridos hermanos y hermanas:

En la misa de medianoche hemos contemplado en la crónica evangélica cómo José subió para empadronarse con María a la ciudad de Belén, lugar de la casa originaria del rey David. María estaba encinta y esperaba el nacimiento de Jesús. Los dos esposos, José y María, pertenecían a la descendencia del rey. Ambos evangelistas, san Mateo y san Lucas afirman que Jesús nació en Belén, ciudad de David, confirmando de esta manera la ascendencia davídica y mesiánica de Jesús, al que según san Mateo José había de imponer el nombre conforme a la ley de Moisés. El ángel que se apareció en sueños a José, al que llama hijo de David, le dice que María dará a luz un hijo que viene del Espíritu Santo, y José le pondrá por nombre Jesús, «porque él salvará a su pueblo de los pecados» (Mt 1,21).

En la misa de la aurora, esta madrugada, la liturgia de la Palabra proclama el evangelio de san Lucas que nos ha transmitido la adoración del recién nacido por los pastores, los primeros en acudir a rendirle homenaje. En ellos es el pueblo elegido de Israel el primero en contemplar y adorar el misterio del nacimiento del Mesías. El mensaje de los ángeles tiene confirmación en el testimonio que ellos dan de haber contemplado este misterio de amor, regresando de Belén llenos de alegría «dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho» (Lc 2,20).

La liturgia de la palabra de la misa de medianoche es proclamación de la luz que ha aparecido para iluminar la oscuridad del mundo. El profeta Isaías dice refiriéndose a la llegad del Mesías: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9,2). La carta de san Pablo a Tito corrobora esta visión del nacimiento de Cristo como «aparición de la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Ti 2,11).

La misa de la aurora prolonga el mensaje de san Pablo a Tito: «Ha aparecido la Bondad de Dios y su Amor al hombre» (3,4), después de la primera lectura, que recoge la profecía de Isaías a la «hija de Sión», que recapitula la comunidad de salvación que es el pueblo elegido y la misma ciudad de Jerusalén: «Mira a tu salvador que llega… y a ti te llamarán «Buscada», «Ciudad no abandonada»» (Is 62,11b.12b-c).

La gracia y la bondad de Dios se han manifestado en la obra redentora de Dios realizada por medio de Jesucristo, en el cual ha mostrado al mundo su infinita misericordia, realizando en nosotros la salvación gratuitamente por la fe en Jesucristo «con el baño del nacimiento, y con la renovación por el Espíritu Santo» (Tit 3,5). San Pablo anuncia la obra misericordiosa del Padre que nos perdona los pecados y los pasa por alto, justificándonos por su gracia e infundiendo en nosotros la esperanza de salvarnos. El Apóstol dice de los creyentes en Cristo Jesús que «en esperanza, herederos de la vida eterna» (Ti 3,7). La fe en Jesús lleva al bautismo, por medio de cual se produce la renovación del pecador que es acción del Espíritu Santo en nosotros, don de Cristo resucitado «derramado copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo Salvador» (Ti 3,6). Para salvarnos, quiso el designio de amorosa misericordia de Dios Padre que su Hijo tomase carne en el seno de la Virgen y pusiera su tienda entre las nuestras, como proclama el evangelio de san Juan de la misa que estamos celebrando: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria» (Jn 1,14).

Anunciar esta buena noticia es misión de la Iglesia, enviada al mundo para predicar la palabra de Dios, la buena nueva de la salvación, para llamar a la conversión del hombre a Dios. El profeta Isaías anuncia la alegría y el júbilo que desencadena el mensajero de la salvación, una alegría que da hermosura a los pies «del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria…» (Is 52,7). En esto consiste la de evangelización que estamos llamados a llevar adelante en la sociedad de nuestro tiempo: en llevar la alegría de la victoria sobre el mal y el pecado, sobre la muerte eterna y comunicar la vida divina que nos ha llegado por medio del nacimiento de Cristo, preludio del misterio pascual, por el cual fuimos redimidos.

A veces sentimos el peso de mal y su fuerza de un modo insoportable, contemplando el triunfo de los malos y de la injusticia, el dominio del pecado que arrastra al hombre a la degradación de su dignidad, creando situaciones de esclavitud, empujando a la marginación y a la muerte a tantos seres humanos que se ven arrastrados por el desorden y la corrupción moral. El anuncio del evangelio de Cristo nos llama «a renunciar a una vida sin religión y a los deseos mundanos, y llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo» (Ti 2,13).

Hemos sido salvados por medio del nacimiento de Jesús en nuestra carne, pero Jesús ha podido realizar nuestra salvación por ser la Palabra de Dios hecha carne, que en el principio, cuando el mundo aún no existía y «la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios» (Jn 1,1). Jesús es la Palabra de Dios encarnada, el Hijo eterno de Dios engendrado antes de los siglos y nacido de la Virgen María, que ha venido a salvarnos de los pecados, como el ángel dijo en sueños a san José: «él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Nos ha salvado, en verdad, porque Jesús es el Hijo de Dios engendrado en el seno del Padre. En la humanidad de Jesús se nos ha manifestado el Dios invisible, porque Jesucristo es el «reflejo de su gloria, impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa» (cf. Hb 1,3). Del mismo modo que la carta a los Hebreos, san Pablo dice que Jesucristo es «imagen visible del Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, las visibles y las invisibles…» (Col 1,15-16a). Es la misma confesión de fe en Jesús del evangelio de san Juan, como hemos escuchado hoy: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1,18).

Ved, queridos hermanos, que esta confesión de fe reconociendo a Jesús como verdadero hombre lo distingue de todos los demás seres humanos, porque en él tenemos al Hijo de Dios en nuestra carne, por eso ha podido salvarnos y llevarnos al encuentro con Dios. Con los pastores y los ángeles adoremos hoy y siempre a Jesucristo, Dios humanado en el pesebre de Belén y en pequeñez de un niño contemplemos el misterio de amor divino. Seamos imitadores de Dios y de su abajamiento hasta nosotros aprendamos a salir de nosotros mismos y abrir nuestros corazones a los hermanos pequeños, pobres necesitados de nuestro amor.

Con la Virgen María y san José contemplemos al Hijo de Dios que en su humillación se abajó y ahora, «habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de Su Majestad en las alturas» (Hb 1,3b). Dice san Agustín que

Con los pastores adoremos al que ha venido «a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Mt 18,11; Lc 19,10), Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, aquel que es «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) y en la Eucaristía que ahora celebramos se nos ofrece como sacramento de vida eterna. Porque ha nacido el Salvador hay razón para la alegría y la esperanza. ¡Feliz Navidad!

S. A. I. Catedral de la Encarnación

25 de diciembre de 2015

Natividad de N. S. Jesucrist
o

+Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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