Homilía en la Fiesta de los Mártires

Lecturas bíblicas: 2Tm 2,8-13 y 3,10-12; Sal 33,2-9 («El Señor me libró de todas mis ansias»); Aleluya: Mt 5,10 («Dichosos los perseguidos por causa de la justicia…»); Evangelio: Mt 10,28-33.

Queridos hermanos y hermanas:

La beatificación de los mártires del siglo XX de Almería el 25 de marzo de 2017 ha sido uno de los grandes acontecimientos de la vida cristiana en nuestra diócesis. La causa del deán José Álvarez-Benavides y de la Torre y compañeros mártires vino precedida por la beatificación por Juan Pablo II en Roma, veinte años antes, el 10 de octubre de 1993, de los obispos Diego Ventaja Milán, de Almería, y Manuel Medina Olmos, de Guadix, y siete religiosos de las Escuelas Cristianas de la comunidad de Almería.

En las distintas beatificaciones realizadas en Roma, Valencia y Tarragona fueron beatificados otros hijos de estas tierras, religiosos y religiosas que dieron su vida por Cristo, como tantos testigos que «lavaron sus vestidos y las han blanqueado con la sangre del Cordero» (Ap 7,14). Entre ellos el religioso de la Orden Hospitalaria Cecilio López y López, nacido en Fondón, martirizado con otros setenta hermanos de la Orden el 1 de septiembre de 1936, y beatificado por san Juan Pablo II el 25 de octubre de 1992 junto a sus compañeros mártires. También la beata Josefa Ruano García, nacida en Berja, martirizada el 8 de septiembre de 1936 y beatificada por san Juan Pablo II en Roma, el 11 de marzo de 2001. Ambos religiosos, al igual que el Obispo mártir don Diego, tiene memoria litúrgica propia.

El presbítero Andrés Jiménez Galera ejerció una década el ministerio pastoral como sacerdote diocesano y fue profesor de teología en el Seminario de San Indalecio. Siguiendo su vocación de educador de jóvenes, ingresó en la Congregación salesiana de don Bosco en Salamanca el curso 1935/36. Pasó en 1936 al noviciado de Mohernando, donde fue apresado con la comunidad, y encontró el martirio en la provincia de Guadalajara. Benedicto XVI lo beatificó el 28 de octubre de 2007 junto con otros mártires caídos en la misma persecución, entre los que se incluye el religioso carmelita José María de la Virgen Dolorosa. Los dos encabezan el listado de mártires de esta memoria, a la que han venido a agregarse el religioso Francisco Martínez Granero, de la Orden Hospitalaria, beatificado por Francisco el 13 de octubre de 2013 en Tarragona, y los 115 mártires de la Causa del deán José Álvarez-Benavides, en la que se aúnan sacerdotes, religiosos y laicos, varones la casi totalidad, ya que a ellos se unen las dos mujeres mártires de esta causa: Emilia Fernández Rodríguez, la “Canastera” de Tíjola, de etnia gitana, y la valerosa colaboradora de la parroquia de Adra, doña Carmen Godoy Calvache.

Hoy celebramos gozosos la memoria de nuestros mártires que dieron su vida por Cristo, como sus compañeros de toda España sacrificados en la cruel persecución del pasado siglo. Lo hacemos bendiciendo y alabando a Dios que les sostuvo en el martirio y les concedió la gracia de morir por Cristo, convencidos como estaban de que, en verdad, «la vida de los justos está en las manos de Dios y no les afectará tormento alguno» (Sb 1,1). Salieron victoriosos de la prueba y, contra el parecer de los perseguidores, ellos han hallado en Dios la paz de la vida feliz duradera. Los perseguidores acabaron con la vida terrena de los mártires, pero no lograron apagar su fe ni la libertad poderosa de la palabra de Dios, imposible de encadenar. En la segunda carta a Timoteo el Apóstol transmite la honda convicción que ha dado sentido a su vida como ministro del Evangelio, aun a costa de las cadenas que le han atado a la prisión como a un malhechor. San Pablo une su sacrificio al de Cristo ofreciéndose «por los elegidos para que ellos alcancen también la salvación, lograda por Cristo Jesús, para la gloria eterna» (2Tm 2,10). Ya la carta a los Filipenses el Apóstol habla de su martirio como sacrificio existencial, en el que la sangre derramada es «libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe» (Flp 2,17); y ahora en la segunda a Timoteo se expresa de la misma manera al anunciar lo que aparece ante sus ojos como inevitable: «porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente» (2Tm 4,6).

Se trata del culto espiritual o racional que implica la aceptación del designio de Dios compromete la propia vida del que cree y lo acepta en la fe como ofrenda a Dios[1]. Es lo que san Pablo pide a los cristianos de Roma, a los que exhorta con mística convicción a «ofrecerse a sí mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rm 12,1). Este ofrecimiento espiritual hace de los cristianos un pueblo sacerdotal, que ejercen el sacerdocio común de todos los fieles cristianos, consagrados por el bautismo y la unción del Santo (1Jn 2,20), «para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz maravillosa (1Pe 2,4-10»[2].

Esta comprensión del culto de la nueva Alianza sigue a la enseñanza del Señor, que anuncia el nuevo culto espiritual al Dios que es espíritu en diálogo con la samaritana (cf. Jn 4,23-24). San Pablo extiende la enseñanza de Jesús a los cristianos de las comunidades que funda, y les propone el ejercicio de este sacerdocio espiritual que se ha de entender y realizar como configuración con Cristo, hasta poder decir: «Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,19-21). Morir con Cristo es vivir con él para siempre, y soportar con paciencia y aguante moral las dificultades que acosan al cristiano da como resultado reinar con Cristo (cf. 2Tm 2,12) La configuración con Cristo exige aquella disciplina que fortalece la voluntad y sostiene el discernimiento sin ceder a la tentación constante de la defección cuando llega la prueba.

Con todo, el pecador siempre tendrá el acceso al Dios que justifica y santifica a quien se convierte y sale del pecado por medio de su gracia regeneradora, porque Cristo es la puerta del aprisco abierta, donde las ovejas pueden entrar y salir, y encuentran seguridad y salvación (cf. Jn 10,9); y porque frente a nuestra infidelidad Cristo siempre «permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2Tm 2,13). Él ha venido al mundo para que el mundo se salve por medio de él. Su misión dura en el tiempo prolongando su humanidad en el sacramento de la Iglesia, y esa presencia de Cristo en ella pasa por la prueba de cada uno de sus discípulos y de la Iglesia en su conjunto: pasa y la persecución y, en situaciones extremas, pasa por el martirio. Esta tensión entre la novedad de vida a que da lugar la fe en Cristo y la incomprensión del mundo está ya anunciada proféticamente por el salmista, que habla de su desolación al contemplar la postración a que ha sido sometido el pueblo elegido, y pide la restauración y la atención de Dios por el acoso del mundo y de las concupiscencias que llevan a los que forman parte la Iglesia a alejarse de ella por el pecado, y con su alejamiento a renunciar de hecho al camino de la santidad.

Ante los temores de los discípulos, las palabras de Jesús del evangelio según san Mateo resuenan en nuestros corazones, alentando la esperanza y fortaleciendo la fe, para hacernos capaces de afrontar la prueba e incluso no temer al martirio, prueba suprema de amor a Dios y a Cristo: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo» (Mt 10,28). El discurso apostólico orienta la acción evangelizadora de los discípulos, sin ahorrarle la predicción del gran riesgo del discipulado: hay un miedo que es miedo a no lograr la conversión al evangelio y a ser perseguidos por causa de la predicación del Evangelio, estando lejos del mismo la mentalidad de la sociedad actual. Hoy padecemos verdadero miedo a sucumbir ante los riesgos que conlleva la evangelización, el mayor de ellos es la persecución y, en circunstancias adversas plenamente, el martirio. Los mártires han superado el miedo, porque «no amaron tanto su vida como para temer la muerte» (Ap 12,11) y han seguido la exhortación del Señor a no temer a los que matan el cuerpo y nada pueden contra el alma, esperando ser reconocidos por Cristo ante el Padre: han dado testimonio de Jesucristo ante los hombres y éste los tendrá por suyos en el reino de su Padre, porque los mártires no se han avergonzado del Señor (cf. Mt 10,32). Cuando los cristianos se inhiben y callan, niegan a Cristo ante los hombres, y a veces revisten de tolerancia su cobardía. Sigamos el ejemplo de los mártires, porque el Señor nos precede como testigo de la verdad ante Poncio Pilato (cf. 1Tm 6,13), y nos exhorta a nosotros ser fieles y a dar testimonio de la verdad que hemos conocido (cf. Jn 15,27; 1Jn 2,21).

A. I. Catedral de la Encarnación
6 de noviembre de 2021

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

Nota. Hasta el 24 de abril de 2121, la Iglesia ha reconocido 2.108 los mártires de la persecución religiosa del siglo XX en España. Han canonizados como santos 11 mártires, y hasta el 30 de octubre de 2021 han sido beatificados 2.050. En los últimos tres pontificados, han sido beatificados 471 beatificados por san Juan Pablo II (1978-2005), 530 por Benedicto XVI (2005-2013) y 1.049 por el Papa Francisco, hasta el 30.10.2021.

[1] Cf. Sagrada Biblia, versión de la Conferencia Episcopal Española: Nota a Rm 12,1.

[2] Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 10.

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