Homilía en el Domingo XIV del Tiempo Ordinario

Homilía de Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería.

 Lecturas bíblicas: Ez 2,2-5; Sal 122,1-4 (R/. «Misericordia, Señor, misericordia»); 2Cor 12,7-10; Aleluya: Lc 4,18 («El Espíritu del Señor está sobre mí»); Mc 6,1-6.

Queridos hermanos y hermanas:

En domingos anteriores ya hemos considerado la dificultad que planteaba para sus discípulos, sobre todo los conocedores de sus orígenes familiares y de paisanaje el aceptar que Jesús fuera enviado de Dios y que su envío respondiera a su misión mesiánica. Hemos visto cómo el discurso sobre el pan de vida, que Jesús pronunció después de la multiplicación de los panes y los peces decepcionó profundamente a los seguidores de Jesús, de modo que «desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron a tras y ya no andaban con él» (Jn 6,66). Fue entonces cuando Jesús les preguntó a sus apóstoles si también ellos querían marcharse, dando lugar a la confesión de fe de Pedro, que proclama la condición mesiánica de Jesús. Así se dice: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,67-69).

Hemos aludido a las palabras del evangelio que acabamos de escuchar, donde se transmite el pasaje de la estancia de Jesús entre sus paisanos de Nazaret y el estupor a que da lugar la sabiduría que Jesús derrocha, y su pleno conocimiento de la Escritura. Este pasaje evangélico responde a la visita sin éxito de Jesús a Nazaret y a su predicación en la sinagoga y ha sido recogido por los evangelios sinópticos, en los cuales vemos que la gente se interroga si no es Jesús «el carpintero» (Mc 6,3), o «el hijo del carpintero» (Mt 13,55), e incluso transmitiendo el nombre del padre según las apariencias «el hijo de José» (Lc 4,22). Se menciona también a su madre y se le nombra como «hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón» (Mc 6,3), siendo asimismo bien conocidas sus hermanas.

Se trata probablemente de primos hermanos de Jesús u otros parientes, todos denominados según la tradición de lengua hebrea como “hermanos” (griego: adelfós), designación de sus parientes que encontramos en el evangelio de san Juan (cf. Jn 7,2.10), siguiendo la tradición del Antiguo Testamento[1]. Como se ha observado, es una interpretación coherente tanto con la noticia evangélica de la concepción virginal de Jesús como con el hecho de que Jesús no tenga a su lado al morir en la cruz a nadie más que a su madre María (cf. Jn 19,26-27). Lo importante aquí es la alusión a la familia de Jesús, cuyos orígenes humanos son conocidos, lo que hace que la pretensión de Jesús, siendo bien conocida su familia, escandaliza y lleva al estupor a sus oyentes.  Sobre todo, si se tiene en cuenta el contenido de la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, tal como informa el evangelio de san Lucas, en el cual se nos transmite la conciencia que Jesús tiene de su misión, para la cual le ha habilitado la unción del Espíritu Santo en el bautismo (Lc 4,21).

El evangelio plantea la necesaria aceptación de Jesús por la fe en su divina Persona humanada por la salvación del mundo. La fe en Jesús sólo se asienta en la acción sobrenatural de la gracia, por la cual el que cree en Jesús supera cuanto de obstáculo puede representar su humanidad. Los judíos se plantean si Jesús será o no el Cristo, a lo que se responden a sí mismos: «Pero éste sabemos de dónde es, mientras que cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es» (Jn 7,27). Sólo la fe puede llegar a la condición mesiánica de Jesús, a reconocer en él al Salvador. Por eso Jesús responde a la dificultad que plantean sus orígenes apelando a su envío por el Padre: «Me conocéis a mí y sabéis de dónde soy. Pero yo no he venido por mi cuenta; sino que es veraz el que me ha enviado; pero vosotros no le conocéis» (Jn 7,28). Saber y confesar que Jesús viene del Padre es obra de la acción del Espíritu en quien tiene fe, por eso quien cree en Jesús ha sido atraído por Dios a la verdad de su divina persona y alcanza el conocimiento del Hijo: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae…» (Jn 6,44)

Es Dios quien activa la fe en el discípulo de Jesús, por eso quien no cree en Jesús resiste a la acción del Padre, porque el que escucha al Padre y acoge su revelación «viene a Jesús» (Jn 6,45). Del mismo modo quien por la fe llega a Jesús atraído por la acción del Espíritu, sólo accede al Padre transitando pro Jesús: «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Al misterio divino del Padre se accede mediante el conocimiento del Hijo en la carne, en la humanidad de Jesucristo. Por eso insiste la primera carta de san Juan en la afirmación de que el que cree que Jesús es el Hijo de Dios encarnado es quien vence al mundo y quien de verdad tiene fe: «Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1Jn 5,5).

Jesús se queja de sus paisanos, porque sólo en la propia tierra se desprecia a un profeta (cf. Mc 6,4), cumpliéndose de esta manera la prolongación en el tiempo de resistencia a la palabra de Dios, que le fue enviada a Israel a lo largo de la historia de la salvación, rechazando a los profetas. Lo vemos en Ezequiel, que recibe este oráculo de Dios, al ser enviado a la misión: «Hijo de Adán, yo te envío a los israelitas, a un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí. Sus padres y ellos me han ofendido hasta el presente» (Ez 2,3). La primera lectura anticipa el rechazo de Jesús en el rechazo del mensaje de los profetas, que Jesús mismo censura con gran dureza por la hipocresía con que han procedido los que dicen que ellos no hubieran atentado contra los profetas, con lo cual demuestran que son hijos de los que los mataron (cf. Mt 23,29-32).

La segunda carta de san Pablo a los Corintios nos ayuda a superar las dificultades que se le plantean a la fe en Jesús, porque nuestra fe tropieza con la descalificación y el asedio de una mentalidad centrada fundamentalmente en las realidades materiales, interpretadas desde las propias capacidades de la naturaleza humana. La mente se nubla ante el misterio de la carne del Hijo de Dios, optando por convertir las afirmaciones de la fe en Jesucristo en meras propuestas simbólicas, para la elaboración de un discurso moral en el que no cabe reconocer en Jesucristo al Hijo de Dios encarnado por nuestro amor. Es la «mente sin Dios y sin carne» del gnosticismo actual, una tentación que nos asalta constantemente, prefiriendo un cristianismo sin la encarnación de Cristo y su presencia hoy «en la carne sufriente de Cristo en los otros, encorsetada en una enciclopedia de abstracciones»[2]. Es tentador un cristianismo sin el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor, porque —como dice el papa Francisco— se prefiere contar con un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, que es el cuerpo místico de Cristo presente en un pueblo en marcha, capaz de afrontar las dificultades y los sufrimientos de la humanidad. Necesitamos reavivar en nosotros la fe en la carne del Hijo de Dios, y dejarnos iluminar mente y corazón por la luz del evangelio, para poder aliviar los dolores del mundo con la esperanza de la resurrección.

Pidamos a Dios el Espíritu Santo, para que fortalezca la fe en Jesucristo encarnado por nosotros y por nuestra salvación, muerto y resucitado para nuestra justificación y gloria, convencidos de las palabras de san Pablo que nos ayudan a superar las dificultades que se le plantean a la Iglesia en nuestra sociedad, alejada de la fe en la carne de Cristo presente en cuantos sufren por tantas causas. Dificultades e incomprensiones que hemos de sufrir con gozo interior, conscientes de que en verdad «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12,10).

 

S.A.I. Catedral de la Encarnación

Almería, 4 de julio de 2021

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

[1] Cf. Biblia de Jerusalén: Nota a Mt 12,46→ Mc 3,31-35; cf. paralelo: Lc 8,19-21. La nota ejemplifica esta interpretación con referencia concretas: Gn 13,8; 29,15; particularmente para designar a los primos hermanos: 1 Cro 23,22.

[2] Francisco, Exhortación sobre la llamada a la santidad en el mundo actual Gaudete et exultate (19 marzo 2018), n. 37.

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