Homilía en el Domingo de Ramos

Homilía de Mons. Adolfo González, Obispo de Almería, en la celebración del Domingo de Ramos, en la catedral.

Lecturas bíblicas:

Conmemoración de la entrada

de Jesús en Jerusalén: Mc 11,1-10

Misa: Is 50,4-7

Sal 21,8-9.17-20.23-24

Fil 2,6-11

Mc 14,1-15.47

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia de este día tiene dos partes bien distintas. Primero hemos celebrado de forma solemne la entrada de Jesús en Jerusalén aclamado como aquel que viene en nombre del Señor por sus discípulos y cuantos le acompañaban y habían seguido de Galilea a Jerusalén. Aclaman a Jesús y le otorgan el título de Mesías viendo en su entrada en la ciudad santa el cumplimiento de la profecía del rey cuyo trono «estará firme eternamente» (2 Sam7,16b). La fe de Israel veía en el heredero de David prometido al futuro rey Mesías, y por eso le aclaman gritando: «¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11,10).

La ciudad no parecía saber qué sucedía y los habitantes de Jerusalén preguntan qué sucede, quién entra en Jerusalén y qué significa aquellas aclamaciones, que en el evangelio de san Lucas suenan como el anuncio y el canto de los ángeles la noche del nacimiento de Jesús en Belén: «Paz en el cielo y gloria en las alturas» (Lc 19,38; cf. Lc 2,4). El evangelio nos evoca la llegada de los Magos preguntando por el rey que ha nacido, provocando el temor y el desconcierto de Jerusalén, como cuenta san Mateo (Mt 2,3). Sólo los que han escuchado la palabra de Jesús y han contemplado los signos que Jesús realiza están en condiciones de aclamarlo. Jesús se dará a conocer en la purificación del templo, abriendo camino a las acusaciones que se cernirán sobre él. La purificación del templo por Jesús se convierte en el motivo por el cual se levantarán los testimonios que algunos darán contra él en el juicio del sanedrín; y aunque los acusadores no logran ponerse de acuerdo, Jesús será condenado a muerte. La entrada en Jerusalén da así paso al «drama de Jesús», a la crónica de su pasión y muerte, contemplada en la segunda parte de la liturgia de la palabra.

Esta segunda parte de la liturgia de la palabra es la propia misa del «Domingo de Ramos en la Pasión del Señor», domingo que contempla la pasión padecida por el Señor en beneficio de los pecadores. La oración colecta con la que hemos abierto la Misa nos ofrece la clave de sentido: la pasión de Jesús es el mayor ejemplo de una vida sumisa a la voluntad de Dios. Ejemplo que ha de servirnos a nosotros de testimonio para que un día participemos en la gloriosa resurrección de Cristo, respuesta del Padre a la oración y súplica del Hijo, que «ofreció en su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente» (Hb 5,7): Así se expresa el autor de la carta a los Hebreos, que dice cómo Jesús suplicaba al Padre ser escuchado por él, en su desolación y agónico sufrimiento, de forma perecida a como los evangelistas hablan de la oración de Jesús con el Padre previa a la pasión y a la cruz: «Padre mío, si es posible pase de mí y se aleje éste cáliz, pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mc 26,39).

La narración de la Pasión del Señor está en el centro de nuestra acción litúrgica y hemos de mirarnos. Las lecturas que preceden la lectura de la Pasión nos ofrecen claramente el sentido de los sufrimientos de Cristo: el Siervo del Señor es obediente al designio de Dios sobre él, sin temor a los sufrimientos que se echan encima, a los cuales opone «un rostro de pedernal, a sabiendas de que no quedaría confundido» (Mc 50,7), porque estos sufrimientos son el tránsito por la obediencia de quien se apoya en Dios como roca firme y confía plenamente en él. Es el Señor Dios el que llama al Siervo y lo destina a ser vocero de la salvación, es el Señor el que lo convierte en iniciado y le encomienda la misión que trae la paz y la reconciliación al mundo.

La carta a los Filipenses hace de la obediencia de Cristo, que es humillación y renuncia a servirse de la potestad divina para rechazar a sus enemigos, y recibir en premio la respuesta de Dios en la resurrección. La pasión del Señor nos ayuda y nos ofrece el ejemplo que Jesús nos da para anteponer la voluntad de Dios a la propia vida y ver de qué modo Dios devuelve el ciento por uno a los que le aman. La resurrección del sepulcro es la consumación recreadora del ser nuevo definitivo iniciado con la regeneración del alma. El himno de Filipenses nos es ofrecido como paradigma del sometimiento a la voluntad de Dios como revelación del amor y de la misericordia que un Dios Padre que para recuperar al esclavo, como dirá la noche santa el Pregón pascual entrega al Hijo. La Pasión es manifestación vivísima de la generosa entrega de Cristo a la muerte por amor al Padre y obediencia hecha mor, ya que «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13), por aquellos a quienes ama.

A este carácter ejemplarizante, el evangelista san Marcos añade la visión que la fe ofrece sobre la persona de Jesús. No sólo es el Mesías de Israel, como lo aclaman los discípulos y cuantos le acompañan en la entrada de Jerusalén a la vista y experiencia de su palabra y sus hechos. Es sobre todo el Hijo del hombre en quien se cumplen las Escrituras, como declara el mismo Jesús ante el Sumo Sacerdote: «Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre del Poder y venir sobre las nueves del cielo» (Mc 14,62). Jesús es el ser divino que procede de Dios y será visto entre las nubes del cielo como quien tiene el poder y el reino. Por esto san Marcos nos desvela la razón religiosa por la cual Jesús fue llevado a la muerte, sin que nada ni nadie pudiera impedirlo. Es el Hijo entregado por la salvación del mundo, pero el Hijo que despojado de su rango divino, conforme canta el himno litúrgico de Filipenses, experimenta el aparente abandono de Dios, negado por Pedro y abandonado por sus discípulos, Jesús no deja de confiar en su Padre. En su agonía cruel en la cruz, Jesús recita el salmo 21: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34), recapitulando en su sufrimiento toda la experiencia de sufrimiento y abandono de Israel en la historia del pueblo elegido y todo el dolor de las víctimas de la humanidad.

Los que se burlan de Jesús quieren poner en evidencia la falta de resultados de la confianza que Jesús ha puesto en Dios al que siente, experimenta y sabe es su Padre. Cuando creen que el silencio y la muerte devorará definitivamente en el reino de los muertos a Jesús, el Padre lo levanta del sepulcro, dando respuesta a la súplica de aquel que no dudó en ser contado entre los criminales, pero que es reconocido por el centurión que lo custodia en la cruz como el Hijo de Dios.

Una manera de proceder distinta de la nuestra y por eso aleccionadora para todos nosotros, a la que nos invita con exhortación sentida y conocedor del misterio de Cristo el Apóstol de las gentes. Sigamos queridos hermanos, el camino de la pasión, avancemos por él hacia la gloria de la resurrección.

S.A.I. catedral de la Encarnación

29 de marzo de 2015

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

+Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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