Homilía en el Domingo de Ramos

Homilía de Mons. Adolfo González, Obispo de Almería, en el Domingo de Ramos.

Queridos hermanos sacerdotes y diáconos,

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos celebrado la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, para cumplir allí el designio de su pasión y resurrección. El gesto profético de quien de verdad es Rey y Mesías de Israel que trae la salvación está amenazado por los presagios que anuncia la conjura de sus enemigos, contrarios al aplauso que le tributa la multitud. Una aprobación poco duradera, ya que poco después quienes le reciben como Hijo de David renegarán de él y pedirán para Jesús la cruz, instigados por sus dirigentes religiosos.

Pasamos así de esta evocación de la realeza de Cristo en la liturgia que conmemora la entrada de Jesús en Jerusalén a la liturgia de la palabra de esta misa del Domingo de Ramos en la pasión del Señor. Hemos escuchado la narración de la pasión de Jesús según san Lucas y, como todo su evangelio, esta narración contiene aquellos elementos característicos del evangelista de la misericordia de Dios Padre. Comienza con el relato de la cena y la institución de la Eucaristía, que subraya el carácter sacrificial de la entrega de Jesús a la muerte, en cuya sangre Dios ofrece a la humanidad pecadora una alianza definitiva. Jesús después de entregarles el pan partido, señal inequívoca de su inmolación, les ofrece el cáliz y les dicé: «Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros» (Lc 22,20).

El significado de salvación que tiene la entrega de Jesús a la muerte es la manifestación de la misericordia de Dios que perdona los pecados de los hombres. La misericordia de Dios se revela de modo concreto en el perdón que Jesús otorga al buen ladrón, crucificado con él, cuya actitud de arrepentimiento es contrapuesta por el evangelista a la actitud endurecida y blasfema del mal ladrón. Jesús muerte perdonando a sus enemigos mientras entrega el espíritu al Padre: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

En el evangelio de san Juan, el procurador de Roma Poncio Pilato pregunta a Jesús si es rey y Jesús responde que su reino no es de este mundo, porque si «mi reino fuese de este mundo» —dice Jesús— «mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí» (Jn 18,36). En la narración del evangelio de san Lucas encontramos un discurso paralelo y vemos a Jesús rechazar de plano la violencia como forma de defensa de su reino frente a los que acuden a prenderle con espadas y palos, rechazando el intento de defensa de sus discípulos que le hablan de herir con espada: «¡Dejad!, ¡basta ya!» (22,51), mientras cura la oreja herida del criado del sumo sacerdote. Antes, todavía en el cenáculo, cuando anuncia a sus discípulos que lo suyo tocaba a su fin, ellos le dijeron: «Señor, aquí hay dos espadas», a lo que Jesús respondió: «Basta» (22,38). Antes les había hablado del significado del mando como servicio: «Porque, ¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio vuestro como el que sirve» (22,27).

No cabe duda alguna, Jesús se entrega en soberana libertad a la pasión y a la cruz, por eso no se defiende y rechaza todo intento de violencia. Descubre para sus discípulos, aunque ellos no pueden entenderlo todavía, el significado de esta entrega como designio de la misericordia del Padre, que perdona los pecados de la humanidad, pactando una nueva Alianza en la sangre de su propio Hijo; y anunciando a sus discípulos que quienes así perseveren en las pruebas con él, tienen un puesto de gloria reservado en el reino del Padre, donde se sentarán y comerán y beberán en la mesa de Jesús. La cena que acaban de tomar anticipa el banquete del reino celestial. Ya no comen y beben sólo los majares de la Pascua hebrea, la copa de la Nueva Alianza, que Jesús diferencia de la primera copa pascual es el cáliz de la Eucaristía, que comunica la vida divina, manjar del reino celestial.

Jesús mira, camino del pretorio a Pedro, que le ha traicionado y llora amargamente su traición a Jesús. Pedro ha traicionado a Jesús, al que había dicho que jamás le traicionaría, aunque lo hicieran otros. El perdón misericordioso de Dios se manifiesta así en el perdón de Jesús a Pedro, al que descubre su debilidad. Al llanto de Pedro se suma el llanto de las santas mujeres, que lamentan con hondo dolor el trato dado a Jesús, que les anuncia el dolor y las lágrimas que esperan a sus discípulos, causadas por el mal del mundo y el pecado de los hombres.

Esta imagen de Jesús paciente y misericordioso, en cuya pasión se revela el amor del Padre tiene en la carta a los Filipenses de san Pablo una exhortación ajustada a la verdad de lo acontecido: la humillación de Jesús es el modelo de conducta que debe seguir el cristiano. Los sentimientos de los discípulos de Jesús han se de ser los mismos que tuvo Cristo, el cual «no hizo alarde su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Fil 2,6-8).

Conviene que nos detengamos en este himno de la carta a los Filipenses y extraigamos las enseñanzas de la pasión del Señor. En la humillación de Jesús Dios revela su voluntad de perdón y reconcilia al mundo, les dice san Pablo a los Corintios: «Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación» (2 Cor 5,19). Sí, hemos sido reconciliados en la cruz de Jesús. Nuestra reconciliación con Dios fue posible por la fidelidad de Cristo a su misión, en la cual se manifiesta la obediencia del Hijo eterno de Dios que afronta el sufrimiento con plena confianza en Dios.

Es lo que profetizó Isaías, al que hemos escuchado en la primera lectura: «El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado atrás (…) Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido» (Is 50,5.7). Dios Padre sostiene al Hijo para que pueda soportar la pasión y la cruz, aunque la experiencia exterior sea siempre el silencio de Dios y el grito que salga de la garganta de hombre herido y humillado sea el de la oración de abandono que Cristo recitó en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? / Me acorrala una jauría de mastines, / me cerca una banda de malhechores: / me taladran las manos y los pies, / puedo contar mis huesos» (Sal 21,2.17-18a).

El salmista contempla en el futuro de modo tan real la pasión del Señor que nos impresiona, pero si no nos detenemos tan sólo en la materialidad de la tortura padecida por Cristo y ahondamos en su sentido, vemos que el Hijo de Dios en su solidaridad con el sufrimiento de los hombres ha querido arrancarnos de nuestro padecer librándonos del pecado. Si vencemos el pecado en nosotros, estamos poniendo los fundamentos de la reconciliación, cosa que no podemos hacer solos y que de antemano ha hecho Cristo por nosotros, pero que sus efectos alcancen a cada uno de nosotros requiere nuestra colaboración con Cristo. Recibir agradecidos haber sido reconciliados y dejarnos transformar por Cristo en agentes de reconciliación y de paz, en un mundo donde los enfrentamientos y las oposiciones desgarran países enteros sometidos a la violencia de las armas, atizadas por el integrismo y el poder totalitario.

No debemos olvidar, sin embargo, que la reconciliación comienza con la contribución personal de cada uno, saliendo al encuentro de los demás, sobre todo de los más pobres y necesitados, de los marginados y excluidos. El sufrimiento de los otros no puede dejarnos insensibles, reclama nuestra atención y nuestro esfuerzo para suprimir y paliar sus efectos devastadores.

Acompañar a Cristo en su pasión es estar dispu
estos a cargar con parte de los sufrimientos de los demás, es ser capaces de compartir los bienes que ya tenemos con los hermanos que nada tienen, pero no sólo los bienes materiales, sino nuestras facultades, cualidades, capacidades y cuanto sentimos como nuestro. Es decir, acompañar a Cristo en su pasión es estar atento a cuanto necesitan los demás de mí, preguntarme qué puedo hacer yo para aliviar el dolor de quien padece a mi lado sin trabajo, pobre o enfermo, o aquejado por la incomprensión.

Acompañar a Cristo en su pasión es ayudar a los demás a ejercer su libertad como personas responsables. Algo que comienza con un compromiso más humilde y cotidiano: escuchando la palabra de los demás y sus propuestas, considerando de qué la palabra y las propuestas de los demás contribuyen al bien común, sin rechazarlas por el hecho de que vienen de alguien que no soy yo ni vienen de los otros que yo considero míos y que defienden mis intereses. Tener esta actitud de encuentro con los demás requiere no descalificar por principio a los adversarios, a los que tienen otro pensamiento diferente al nuestro; ni tratar de amedrentarlos mediante intimidaciones que son violencia y coacción mediante el miedo. Reconocer la dignidad del adversario exige no cargar sobre él la culpa de los males sociales que son de hecho compartidos por el conjunto de la sociedad.

La reconciliación y la paz que brotan de la cruz del Rey de la Paz comienza a ser realidad en nosotros cuando aceptamos nuestras propias culpas, cuando estamos dispuestos a reconocer lo bueno que viene de fuera de nosotros mismos, cuando no desconfiamos de la buena voluntad de cuantos quieren contribuir a sembrar y construir la paz social como resultado de la paz interior a que da lugar el perdón que Dios nos ofrece en su Hijo entregado por nosotros y por nuestra salvación.

Pongamos en la Eucaristía que ahora vamos a celebrar, sacrificio de Cristo que la Iglesia ofrece como suyo, nuestro compromiso de identificarnos con el sacrificio de Cristo y ser asociados a él. Que la Virgen Dolorosa, su madre y madre nuestra, nos ayude a conseguirlo.

Lecturas bíblicas: Is 50,4-7

Sal 21,8-9.17-21.23-24

Fil 2,6-11

22,14-23,56

S. A. I. Catedral de la Encarnación

24 de marzo de 2013

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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