Homilía del Domingo XXIII DEL T. O.

Lecturas bíblicas: Is 35,4-7a; Sal 145,7-10 (R/. «Alaba, alma mía al Señor»); St 2,1-5; Aleluya: Mt 4,23 («Jesús proclamaba el evangelio del Reino y curaba toda enfermedad y dolencia del pueblo»); Mc 7,31-37.

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de san Marcos, después de una primera parte en que da cuenta del ministerio de Jesús en Galilea, en la que, después de referir el bautismo de Jesús por Juan en el río Jordán, presenta a Jesús como enviado del Padre para la proclamar el reino de Dios. Refiere también la dificultad que experimentan sus paisanos para reconocerle como enviado de Dios, la elección de los apóstoles, cuya instrucción comienza Jesús, para seguir con una nueva sección de viajes o recorridos itinerantes de Jesús. Entre los recorridos que realiza Jesús se encuentra la salida de territorio judío para adentrarse en territorio pagano fenicio regresar por la zona de la Decápolis, que se situaba en el lado oriental del mar de Galilea. Primero se detiene el evangelista en el milagro de la mujer siro-fenicia que le pide a Jesús que cure a su hija estaba poseída por un espíritu inmundo, y enseguida comienza la secuencia de la curación del sordomudo que hemos escuchado en el evangelio de hoy. El evangelista traslada a Jesús del territorio de Tiro, donde ha curado a la hija de la siro-fenicia, al territorio de Sidón, ambas poblaciones son antiguos asentamientos fenicios, hoy integrados en territorio libanés. El evangelista, refiriendo estas incursiones de Jesús en territorio pagano, quiere hacer manifiesto que el evangelio tiene un destino universal y que no se encierra en territorio judío.

El milagro del sordomudo, ya que además de ser sordo tenía dificultades para hablar, es una actuación de Jesús que pide nuestra atención, porque en su narración se nos trasmite cómo los milagros que Jesús realiza son la manifestación de la irrupción del tiempo mesiánico anunciado por los profetas, como hemos escuchado en la lectura del profeta Isaías, y así lo reconoce la multitud que sigue a Jesús, que exclama: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37). Un conocedor de la Escritura sabe que el cronista del libro del Génesis dice de Dios que, una vez hubo terminado la creación, «vio todo lo que había hecho y era muy bueno» (Gn 1,31 LXX). Al decir lo mismo de Jesús el evangelista habla de él como se habla de Dios en la Escritura. Cuando el apóstol Pedro se dirige a la multitud de peregrinos congregados en Jerusalén por la fiesta de Pentecostés, les dice que Jesús fue entregado según el designio de Dios, porque así Dios lo tenía establecido. Leemos en el libro de los Hechos que, en el Discurso de san Pedro ante la multitud congregada en torno al cenáculo en Pentecostés, el Apóstol se refirió a Jesús el Nazareno como «un varón acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y signos que Dios realizó por medio de él» (Hch 2,22). Poco tiempo después, se dirigía en Cesarea Marítima a los oyentes en casa del centurión romano Cornelio, y al narrar lo sucedido con Jesús dice: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38).

Vemos, entonces, que las acciones taumatúrgicas, los milagros de Jesús no responden al supuesto exhibicionismo de quien domina ciertas artes de seducción de la gente sirviéndose de algunas prácticas curativas; ni tampoco a intereses económicos como quería Simón el Mago al pedirle a san Pedro ofreciéndole dinero el poder del Espíritu Santo, para comerciar con él, y fue castigado por Dios (cf. Hch 8,18-24). Los milagros no son cebos comerciales ni producen ganancias de este mundo, acontecen por la acción de Dios, que acredita la persona y misión de Jesús como enviado de Dios en un tiempo último, mesiánico, previsto por Dios para hacerse presente entre los hombres restaurando la casa de Israel, la nación de la elección divina. En Jesús se cumplen las profecías y la promesa de salvación que esperaba Israel. Isaías había profetizado que, para entonces, cuando Dios desvelara su misterio: «Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo y la lengua del mudo cantará» (Is 35,5-6). Los signos que realiza Jesús son los signos del tiempo mesiánico prometido, en el que Dios salvará a su pueblo y resarcirá a Israel de sus enemigos.

Tal era la esperanza mesiánica judía, que Jesús colmará con su palabra y acción de manera bien distinta a como la imaginaba Israel, porque la llegada del Mesías no puede traer desquite alguno contra los pueblos, sino salvación del pecado; porque el origen de los enfrentamientos entre los pueblos, de los egoísmos y las malas acciones está en los pecados de los hombres. Que Jesús libere del demonio que esclavizan a los seres humanos y devuelva la salud a los enfermos son signos de la llegada del reino de Dios en la palabra y las acciones de Jesús. La esperanza puesta en el Mesías prometido por los profetas trae consigo fe en la superación de las contradicciones y tensiones entre las naciones, cuyo fin sólo llegará cuando pase la figura de este mundo. La esperanza mesiánica se enraíza en la fe en Dios que por su misericordia ha hecho posible en Cristo la definitiva superación de los enfrentamientos entre los hombres, y así describe Isaías el futuro de la humanidad reconciliada: «De las espadas forjarán arados, / de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, / no se adiestrarán para la guerra» (Is 2,4). El tiempo mesiánico se distinguirá por la irrupción de la paz que es fruto de la reconciliación, la paz, el shalom de Dios que es salvación para el hombre: la reconciliación del mundo con Dios que aconteció en la cruz de Jesucristo. San Pablo así lo dice afirmando que «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuenta de sus pecados…» (2 Cor 5,19). Bien se puede ver que la paz mesiánica prometida por los profetas es de naturaleza trascendente, no pertenece a la historia terrena de la humanidad, sino que es algo que llegará con su consumación en Dios. La ideología mesiánica judía había interpretado con mentalidad terrena el tiempo mesiánico, que habría de ser un tiempo final en el que Dios resarciría a Israel de sus enemigos. Tal era la interpretación de que Dios tomará el desquite de Israel.

Esta realidad trascendente que es la plena pacificación que sólo Dios puede hacer se adelantó en esta vida en las acciones sanadoras de Jesús, para que recibamos el mensaje del Evangelio que Dios destina a todas las naciones de la tierra. Estas incursiones en territorio de paganos son signo del carácter universal del Evangelio, aunque la proyección plenamente universal del Evangelio sólo se comprenderá a la luz de la resurrección de Jesús de entre los muertos. Es el Resucitado el que envía a sus apóstoles a predicar el Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28,20), pero estas salidas de las fronteras de Israel a territorio fenicio y a las regiones limítrofes con estas fronteras, como la Decápolis, son narradas a la luz de la revelación del Resucitado y hacen ver el carácter universal de la salvación que Dios ofrece al mundo en Cristo.

Este universalismo del Evangelio es revelación del Espíritu a san Pedro, que justifica su presencia en casa del centurión romano Cornelio diciendo: «Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea» (Hch 10,34-35). Nosotros hacemos acepción de personas y nos dejamos influir en nuestras acciones por la imagen externa, la posición social o cultural, los bienes o el poder con quienes somos benevolentes o queremos favorecer. Por eso la carta de Santiago nos exhorta a no juntar la fe con la acepción de personas (cf. St 2,1), y muy por el contrario preferir hacer el bien a los que más lo más lo de nosotros en su desvalimiento y pobreza, porque «Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino» (St 1,5). También hacemos acepción de personas por motivos religiosos y este es un motivo que nos debe hacer pensar, sin por eso caer en un allanamiento de las religiones, como si todas fueran lo mismo. Tenemos una particular fraternidad con todos los verdaderos creyentes en Dios y el diálogo entre las distintas religiones es muy importante para todos. Tenemos, sobre todo, una fraternidad singular con todos los cristianos, unidos como estamos en Cristo por el mismo bautismo, por eso hemos de buscar unidos la reconstrucción de la unidad visible de la Iglesia.

El evangelio nos presenta además otra importante perspectiva que debemos considerar, si nos fijamos en el hecho mismo de la curación, en cómo procede Jesús al curar al sordomudo. Jesús puede curar con su sola palabra, porque la palabra de Jesús es eficaz por sí misma, como es la palabra de Dios eficaz como lo vemos en los relatos evangélicos. Hay, sin embargo, pasajes como este en los que Jesús quiere poner el acento en las mediaciones que se acomodan a la condición corpórea de la naturaleza humana, y mediante las cuales llega la salvación. Jesús mete sus dedos en los oídos del sordo y con la saliva le toca la lengua, mirando al cielo suspira invocando la fuerza espiritual que sólo viene de Dios y pronuncia la palabra sanadora: Effetá, expresión en arameo que significa: “¡ábrete!”. El influjo que esta narración ha tenido en el rito cristiano del bautismo es conocido, aunque se percibe menos desde la reforma litúrgica. La interpretación alegórica de los santos Padres de la antigüedad cristiana ven en el hecho de tocar la humanidad tangible de Jesús el medio de tocar su divinidad intangible[1], que es lo que afirma el evangelio de san Juan: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado, su gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (cf. Jn 1,14). San Gregorio Magno ve en el gesto de Jesús de meter los dedos en los oídos del sordo que los dones del Espíritu llegan a la mente del sordo que recobra la audición para que obedezca[2]. Se ha visto también en la sordera la cerrazón del alma que no recibe la palabra de Dios y es necesario abrirla y así, propalar la confesión de fe en Jesús[3]. Gestos a los que aludía el rito bautismal. San Pablo dice que la fe viene de la audición del anuncio evangélico, porque de ello depende el comienzo de la salvación (cf. Rm 10,14.17).

No podemos silenciar el anuncio evangélico explícito. Estamos enviados al mundo para anunciar la salvación con palabras y con obras, con acciones de salvación y gestos sacramentales en los que expresemos la fe que profesamos. Dar testimonio de palabra y obra de Cristo, y recibir sacramentalmente la gracia redentora y santificadora que nos llega por la mediación de la Iglesia. La Eucaristía que ahora celebramos sostiene nuestra fe y la acrecienta en nosotros. Después de la pandemia algunos cristianos han llegado a creer que basta seguir digitalmente las celebraciones de la Misa y las celebraciones litúrgicas, por eso hemos de decir que es necesario volver a Misa, tener una vida cristiana coherente, porque la fe exige unir ambas cosas: la palabra y el compromiso de una vida acorde con la fe y la celebración de la fe en la acción litúrgica. Somos una asamblea celebrante al tiempo que un pueblo de Dios en marcha. Que así nos veamos y así actuemos con la ayuda del Señor y de María.

  1. A. I. Catedral de la Encarnación
    Almería, a 5 de septiembre de 2021

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

[1] San Efrén de Nísibe, Sermón sobre nuestro Señor: CSCO 270, 8.

[2] San Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel: BAC 170, 350.

[3] San Beda Venerable: PL 92,203s.

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