Homilía del Domingo XIII del T.O

Lecturas bíblicas: Sb 1,13-15; 2,23-25; Sal 29,2 y 4.5-6.11-12-13 («Te ensalzaré, Señor, porque me has librado»); 2Cor 8,7-9.13-15; Aleluya: 2Tim 1,10 («Nuestro Salvador, Cristo Jesús ha vencido la muerte…»); Mc 5,21-43.

Queridos hermanos y hermanas:

Veíamos el pasado domingo que Jesús pasó con sus discípulos el lago de Galilea, para adentrarse por poco tiempo en territorio de los pagos. Durante la travesía fueron sorprendidos por una violenta tempestad, que Jesús calmó causando el estupor de los discípulos y revelando ante ellos su autoridad como verdadero enviado del Padre. Ya en territorio de la Decápolis, Jesús expulsó en Gerasa el demonio que atormentaba a un hombre que se veía arrastrado por el poder del espíritu inmundo a vivir entre los sepulcros, lugar impuro que contaminaba de impureza a los que por allí pasan, tanto que para verse libres de esta impureza la ley le imponía un ritual de purificación con agua lustral (cf. Nm 19,11-16.18-21). El demonio conoce a Jesús y confiesa que Jesús es Hijo del Altísimo (cf. Mc 5,7). Jesús volvió de nuevo a la orilla del lago en territorio judío, lugar donde ahora se nos presenta la escena evangélica de este domingo.

Jesús predica de nuevo junto a la orilla del lago, cuando se le presenta uno de los jefes de la sinagoga de nombre Jairo, para rogarle por la vida su hija gravemente enferma, una niña de doce años, a la que su padre llama “mi hijita”, expresión llena de ternura de un padre verdaderamente angustiado pro la suerte de su pequeña. Mientras Jesús se detiene predicando y realizando otros signos de vida, llega una segunda misiva que comunica a Jairo la noticia de la muerte de la niña, y el ruego de no molestar ya al Maestro. Jesús, tomando a Pedro, Santiago y Juan y acompañados por los padres de la niña, realiza el milagro inesperado: devolver la vida a la niña ante la admiración general, mientras él pide que no digan a nadie nada, y todos guarden silencio sobre lo sucedido.

Como podemos ver por las palabras de Jesús a propósito de los exorcismos, es decir, de la expulsión de los demonios, el reino de Dios se revela por la aniquilación del dominio de Satanás, al que Jesús vence en las tentaciones del desierto (cf. Mt 4,10; Lc 4,8), en contraposición con los pecados de incredulidad y desesperanza de los israelitas durante la travesía del desierto. Como algunos autores han interpretado la victoria sobre Satanás, como simple símbolo de la victoria sobre el mal, pudiéramos pensar que en las referencias evangélicas al demonio se trata sólo de una figura o imagen del poder del mal, pero si hemos de ser fieles al Nuevo Testamento, no debemos pensarlo así. Jesús habla del demonio como espíritu caído y eternamente condenado por Dios creador de los ángeles. Jesús habla del significado de este signo, al decir: «Si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20)[1].

En el evangelio de san Juan, la disputa de Jesús con los judíos que no creen en él alcanza una fuerte tensión. Los adversarios de Jesús rechazan la fe en Jesús y le acusan diciendo que está endemoniado, pero Jesús responderá a sus adversarios: «Yo no tengo un demonio, sino que honro a mi Padre, y vosotros me deshonráis a mí» (Jn 8,48). Jesús honra al Padre cumpliendo su misión. No saben interpretar los adversarios de Jesús que los exorcismos y curaciones que realiza Jesús son la señal de que en él ha llegado la salvación. Jesús viene revelar que Dios es el creador de la vida y sólo la envidia del demonio es la causa de la irrupción de la muerte en el mundo. Dios no se recrea ni en la muerte ni en la destrucción de los vivientes, porque «todo lo creó para que subsistiera» (Sb 1,14). Los judíos distinguían entre animales puros e impuros (cf. Lv 11), pero toda vida ha salido pura de las manos del creador y el libro de la Sabiduría lo expresa en sentencias que no inducen a error por su claridad: «las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo reina sobre la tierra, porque la justicia es inmortal» (Sb 1,14b-15). Cuando Pedro se niega a entrar en casa de paganos y a comer carne de animales impuros, es Dios mismo quien le disuade de este error, y la voz del cielo le dice durante la visión que Pedro tuvo cuando iba a la casa del centurión romano Cornelio: «Lo que Dios declaró puro, tú no lo declares profano» (Hch 10,15).

Jesús viene a restaurar la vida herida por el pecado, y llevar a cabo la redención de toda criatura del mal, cuya meta es la victoria sobre la muerte, que ya ha acontecido de modo incipiente, pero algo verdaderamente decisivo para la resurrección de toda carne. Jesús es el buen pastor que declara sobre su misión redentora: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10). El mismo Jesús es la vida y por eso su palabra y su cuerpo son el alimento que da vida eterna, quien tiene fe en que Jesús es el portador de la vida y come del pan que ha bajado del cielo, la carne del Hijo del hombre, ese vivirá para siempre y tendrá vida eterna, como Jesús declara sobre sí mismo en el discurso del pan de vida que tanto escandaliza a los que le habían seguido (cf. Jn 6,48-51).

Porque Jesús es el portador de la vida, de Jesús dimana la vida para cuantos se acercan a él con fe y dejan que el contacto físico permita que la vida pase de él a cuantos la enfermedad amenaza de muerte. Es el caso de la hemorroísa, la mujer que había padecido durante años flujos de sangre y había gastado su fortuna en los médicos y pensaba que con sólo tocar a Jesús sanaría. La mujer creyó que se vería libre de la enfermedad tocando a Jesús, aunque fuera la orla de su manto, porque los flujos de sangre la hacían además impura según la ritualidad de la religión judía. Jesús preguntaba a sus discípulos sorprendidos por las palabras del Señor, ya que la multitud se apretujaba en torno a él: «Quién ha tocado mi manto?» (Mc 5,30), porque conocía que una fuerza sanadora había salido de él. Una vez que la mujer descubierta confiesa su autoría, ante la fe de aquella mujer, Jesús exclamó: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda sana de tu mal» (5,34). No se trata de que Jesús sea comprendido como un talismán del cual dimanan fuerzas mágicas, porque también otros muchos tocaron a Jesús sin experimentar transformación alguna, por eso el evangelista resalta la fe de esta mujer como condición del milagro, y Jesús alaba la fe de esta mujer como ejemplo para los demás. Con apertura confiada a la acción de Jesús, el que cree sabe que la salvación viene de Dios y los milagros que realiza acreditan que Jesús actúa «por el dedo de Dios».

Jesús recrimina la falta de fe a sus adversarios: «Me habéis visto y no creéis» (Jn 6,36), y en ello reside el pecado contra el Espíritu Santo, que «no se perdonará ni este mundo ni en el otro» (Mt 12,32), porque la fe es el principio de vida y creer en Jesús es garantía de vida eterna. Tal es la voluntad de Jesús, de modo que «todo el vea al Hijo y crea en él tendrá vida eterna y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6,40). Ante el abandono de muchos de sus discípulos a causa del discurso sobre el pan de vida, Jesús sabía que había algunos que no creían (cf. Jn 6,64), y por eso les dirá que la fe en él como el enviado del Padre, como el Hijo, que es el pan y la vida del mundo, sólo se puede comprender a la luz de la fe que es don del Padre (cf. Jn 6,65).

Vivimos momentos difíciles, porque la cultura ambiente apuesta por la muerte y no por la vida. La eutanasia y el suicidio asistido se han convertido en ley que hace posible la eliminación de los seres humanos, inclinando progresivamente a la sociedad hacia una concepción de la vida placentera y útil como la única forma de vida digna de ser vivida. La mentalidad actual rechaza la vida cercada por la debilidad, la enfermedad y el dolor, que sin embargo forman parte de la historia humana y suponen un reto para la elevación del espíritu y la victoria sobre nuestras limitaciones. Se pretende hacer del aborto un medio de control de natalidad contra el sentido común, que no deja de hacer evidente que la eliminación de un ser humano, aún en estado embrionario, es un pecado contra el Creador de la vida. Una sociedad sin nacimientos es una sociedad sin futuro. Mientras se promueve la eutanasia y el aborto no se promueve la natalidad; y, mientras no se apuesta por lograr una ley de cuidados paliativos ampliamente compartida. Se trata de una alternativa válida que promueva la asistencia de las personas acosadas por el dolor de la enfermedad evitando que este acoso del ser humano se convierta en un fracaso. El fracaso, por su propia insuficiencia, del empeño por una ley de atención a la dependencia, que ha puesto de manifiesto que la desatención a las personas discapacitadas sigue siendo un reto para promover y compartir una gran cultura de la vida, íntegramente comprendida: la vida biológica, psíquica y espiritual a un tiempo, como es la vida del hombre compuesto de alma y cuerpo. Todo cuanto se haga, por proteger la vida humana —de hecho, no haremos nunca lo suficiente— redundará en pro de una sociedad más justa, y más equilibrada en la defensa de los derechos civiles convencionales, cuyo reconocimiento favorece la convivencia, aunque tienen un rango menor que los derechos fundamentales de la persona humana.

La fe de la mujer que padecía flujos de sangre y la fe de Jairo, el jefe de la sinagoga, es la fe en que Jesús es portador de vida y de salvación han de estimular nuestra fe, a veces tan débil y apagada, incapaz de afrontar las dificultades de una sociedad como la nuestra. En el caso de Jairo esta fe alcanza una significación poderosa, si prestamos atención al hecho de que frente a los mensajeros que comunican a Jairo que la niña ha muerto y no merece ya la pena molestar al Maestro, Jairo acoge la palabra de Jesús que le anima a no desesperar declarando contra toda evidencia que la niña está dormida. En esta situación desesperada la fe tiene una mayor importancia porque son mayores los obstáculos con los que tropieza.

En efecto, «la fe es aquí la postura que permite al hombre esperar contra toda esperanza», ya que quien como Jairo se aferra a la palabra de Jesús está confesando que para quien cree todo es posible, porque para Dios nada hay imposible[2]. Mantengamos la fe que alimenta nuestra esperanza: la fe en Dios y en Jesucristo Hijo de Dios, porque, en verdad, para el que cree todo está abierto a un futuro donde todo depende de Dios.

 

A. I. Catedral de la Encarnación

26 de junio de 2021

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

 

[1] Cf. Sagrada Biblia, versión de F. Cantera Burgos y M. Iglesias Gonzalez (Madrid 1979): nota a Mc 5,1-20 (→Mt 8,28-34; Lc 8,26-39).

[2] Cf. J. Gnilka, El evangelio según san Marcos, vol. I (Salamanca 1986) 252s.

Contenido relacionado

Homilía en la Solemnidad de la Encarnación

Sr. Deán y Cabildo Catedralicio, diácono permanente, vida consagrada, querida Comunidad. El...

Enlaces de interés