En la Solemnidad de la Virgen del Mar

Homilía de D. Adolfo González Montes, Obispo de Almería, en la Solemnidad de la Virgen del Mar, Patrona de Almería

Lecturas bíblicas: Eclo 24,1.3-4.8-12.19-21; Sal responsorial: Jdt1 3,18-19 (R/. «Tú eres el orgullo de nuestra raza»); Gál 4,4-7; Aleluya: Lc 11,27 («Dichosa eres, santa Virgen María…»); Lc 11,27-28.

Queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de este día nos llena de gozo y todos acudimos a las plantas de la Virgen ante su sagrada imagen, que ha acompañado la fe de las generaciones que nos han precedido. Venimos hoy a honrar a la Madre de nuestro Redentor, que nunca deja de estar presente en nuestras vidas, porque María está siempre presente en la Iglesia, Jesús nos la dio desde la cruz como verdadera madre espiritual de la Iglesia y de cada uno de nosotros, y a ella acudimos con plena confianza para presentarle nuestras súplicas personales y las que hacemos nuestras, las de tantas personas que han pedido que oremos por ellas y las súplicas de cuantos han pasado durante este septenario por esta casa de la Virgen para saludarla, encomendarse a ella y presentarle los ruegos que con el alma anhelante han ido desgranando ante su imagen.

El pueblo de Dios, guiado por el instinto de la fe, sabe que en María tiene amparo e intercesión ante su divino Hijo, que de ella recibió nuestra humana naturaleza, para ser uno de nosotros y llevar a cabo la redención del mundo por medio de su muerte y gloriosa resurrección. Por eso el último concilio nos dejaba la enseñanza de que al honrar a María en la predicación y en el culto, sobre todo en el culto litúrgico[1], «atrae a los creyentes hacia su Hijo, hacia su Hijo y hacia el amor del Padre»[2].

Hemos escuchado en el evangelio que, estando Jesús predicando a la multitud que le seguía, una mujer levantó la voz diciendo «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11,27). Esta expresión era usual en tiempos del evangelista, que hunde sus raíces bien en la bendición de ubres y vientre de la tribu de Judá por su padre Jacob (Gn 49,25), o en los comentarios de la tradición rabínica a este pasaje[3] donde se recoge la bendició de la mujer madre que el relato evangélico aplica a la madre de Jesús. Lo que la mujer bendice es la grandeza de la maternidad, esperar y amamantar a un niño, que es el verdadero privilegio de la maternidad en María. La dicha y bienaventuranza de la Virgen es haber dado a luz al Salvador del mundo, por eso la maternidad divina de María es y será por toda la eternidad el mayor timbre de gloria de la Virgen, confesada y proclamada por la Iglesia como verdaderamente Madre de Dios (Theotókos) en el Concilio de Éfeso (431).

La respuesta de Jesús a la alabanza de su madre que hizo aquella mujer, que estaba escuchándole llena de admiración, quería poner de manifiesto ante los oyentes que la bienaventuranza de María está en su acogida, apropiación y vivencia de la palabra de Dios. María se dejó conducir en todo momento por la palabra de Dios y la palabra de Dios se hizo carne de su carne, convirtiéndose de este modo en Madre del Hijo de Dios, porque «abrazando la voluntad salvadora de Dios con todo el corazón y sin obstáculo de pecado alguno, se entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo»[4].

La inmaculada Virgen María, llena de gracia desde el primer instante de su ser, no sólo concibió en su seno al Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo, sino que, por su condición de virgen fiel, que acogió la palabra y el designio de Dios, se convirtió en madre del Redentor, «nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley» (Gál 4,4). Convertida en madre de Cristo Jesús, por su estrecha unión con él se convirtió también en madre espiritual y modelo de la Iglesia. Madre espiritual y modelo porque dio a luz al Hijo de Dios encarnado en su seno y fue estrecha colaboradora de su misión redentora. Unida a su Hijo de Belén al Calvario, «colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y caridad, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres»[5].

La lectura del libro del Eclesiástico presenta a la sabiduría divina que se alaba a sí misma al alabar la obra del Creador, porque todo cuanto existe lo hizo Dios por su palabra y sabiduría, y Jesús es la Palabra y la Sabiduría divina por medio de la cual Dios hizo todas las cosas (Jn 1,3; Hb 1,2→Sal 33,6). La palabra de Dios gobernó la vida de María que vivió de ella, y en María se hizo carne la divina Sabiduría que, por medio de la Virgen plantó su tienda entre las nuestras y fue así como «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). La sabiduría de los sabios de Israel creció donde la sabiduría divina plantó su morada, en la casa de Israel, en Jerusalén (Eclo 24,8.11), figura de la humanidad donde Dios en Cristo hizo morar «toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9→1,19).

Estas reflexiones nos desvelan cómo María, por su maternidad divina, con ascendencia sobre su Hijo en favor nuestro, realidad consumada que acompaña la historia de la fe cristiana. El pueblo de Dios ha buscado en María el amparo maternal y la protección que anhela, y por eso acude a los santuarios marianos y venera las advocaciones marianas que han echado raíces en la piedad católica. Por esto mismo estamos nosotros aquí, cuando ya pronto vamos a celebrar los quinientos veinte años transcurridos desde que llegara sobre las olas de Torregarcía la sagrada imagen de nuestra Patrona, la Santísima Virgen del Mar. Hemos venido para pedir a la Madre del Señor que nos ayude a evangelizar nuestra sociedad sometida a una fuerte confusión de ideas y opiniones que oscurecen nuestra vida, empeñados como estamos en construir «cisternas agrietadas que no retinen el agua abandonando el manantial de aguas vivas» (Jr 2,11).

Venimos hoy al santuario de la Patrona, para que por su intercesión Dios siga siendo el centro de la vida de nuestro pueblo, para que no se extinga en nosotros la luz de la fe que ha iluminado a las generaciones que nos precedieron. Hoy, cuando tantos conciudadanos nuestros se alejan de la comunión eclesial y no viven según el Evangelio de Cristo, pedimos a la Madre del Señor nos ayude a salir a su encuentro y con nuestro ejemplo y apoyo vuelvan a la comunión eclesial; que los niños reciban el bautismo y sean educados en la fe y los jóvenes ya educados en la fe se mantengan en ella y aspiren al matrimonio cristiano; que Cristo Jesús suscite por su Espíritu las vocaciones de especial consagración para ejercer el sacerdocio y la vida religiosa entregada a la alabanza y la súplica así como la vida apostólica y la caridad.

No podemos mirar para otro lado, cuando nos hallamos ante el oscurecimiento de la fe en nuestra sociedad por nuestra falta de vida evangélica, la que nos falta a cada uno de nosotros. Estamos llamados a abrir a la esperanza el corazón de los hombres, pero hemos de hacerlo no sólo con nuestra palabra, sino sobre todo con nuestro ejemplo, procurando entendernos con cuantos se sienten movidos por valores morales y buscan un horizonte de sentido a la vida que, según la fe que profesamos, sólo nos la ofrece Cristo, el Hijo de Dios y también hijo de María. Hemos de tener en un gran aprecio por «todo cuanto hay de verdadero, de noble de justo, de puro de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud o de valor» (Flp 4,8). María, madre y causa de la alegría de la fe, que fue con presteza a asistir a su prima Isabel en las montañas de Judea, nos acompaña en el ejercicio de la caridad con el prójimo, facilitando la acogida de los perseguidos por causa de su fe y de los refugiados que nos piden asilo.

No podemos, sin embargo, dejar de proponer a Cristo, como acabo de poner de relieve en la carta que a todos he dirigido con motivo del VIII Centenario de la muerte de Santo Domingo de Guzmán. No podemos dejar que este empeño evangelizador, razón de ser de la Iglesia, se agoste entre los límites de nuestros debates, egoísmos y comodidades, y una forma de pensamiento que asimila la Iglesia al mundo.

 

Quiera la Virgen del Mar, a la que invocamos como Madre espiritual y Patrona nuestra, quiera conceder la salud a tantos enfermos acosados por la pandemia, e interceda con maternal solicitud por el eterno descanso de los fallecidos. Que con su ayuda espiritual podamos ser más pacientes y respetuosos con las convicciones de conciencia y los derechos de todos; y ser generosos con cuantos nos necesitan, para que podamos mantener la comunión eclesial de nuestra Iglesia particular de Almería, cuya unidad se expresa sacramentalmente en la eucaristía que preside el Obispo diocesano, como ahora sucede en esta Misa estacional en honor de la Santísima Virgen del Mar. Que por su intercesión nos veamos libres de las inquietudes de esta vida y lleguemos al puerto de salvación que es Cristo, que nos entrega en la Comunión eucarística su cuerpo y sangre, alimentos de vida eterna.

 

Santuario de la Santísima Virgen del Mar

28 de agosto de 2021

 

 

X Adolfo González Montes

Obispo de Almería

 

[1] Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia Lumen gentium [LG], n. 67.

[2] LG, n. 65.

[3] Targum palestinense de Gn 49,25 (“bendiciones de ubres y vientre”): cf. F. Bovon, El evangelio según san Lucas, vol. II. Lc 9,51-14,35 (Salamanca 2002) 234s.

[4] LG, n. 56.

[5] LG, n. 61.

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