En la fiesta del Bautismo del Señor

Homilia del obispo de Almería, Mons. Adolfo González, en la Romería de Torregarcía en honor de la Virgen del Mar

Lecturas bíblicas: Is 42,1-4.6-7; Sal 28,1-4.9-10; Hech 10,34-38; Mt 3,13-17

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos venido esta mañana a la playa de Torregarcía para celebrar la misa de romería en honor de nuestra patrona, la Santísima Virgen del Mar. Lo hacemos en un día de honda significación religiosa, porque la Virgen María acompaña la vida de la Iglesia y fue ella la que, por designio de Dios, nos dio a luz al Redentor del mundo, Jesucristo Nuestro Señor. Hace 514 años que sobre las aguas de estas playas de Torregarcía el vigía Andrés de Jaén descubría varada en la arena de la playa una imagen de la santísima Virgen que las olas habían arrimado a tierra. Fue el signo ofrecido por Dios, ya que nada ocurre al margen de su divina providencia, para que se desarrollara en nosotros el sentimiento mariano que nos ha acompañado en nuestra historia. La Virgen está con nosotros, representada por su sagrada imagen, nos acompaña espiritualmente desde el cielo, y nos ayuda a mejor comprender el evangelio de Jesucristo.

María ejerce sobre los cristianos una maternidad espiritual permanente a lo largo de nuestra vida. Dice el gran concilio del pasado siglo, el Vaticano II que trajo tan honda renovación a la Iglesia: «María concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo que moría en la cruz, colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia» (Constitución Lumen gentium, n. 61).

En estos días de Navidad hemos contemplado de manera especial los misterios gozosos del santo Rosario. La anunciación del ángel a la Virgen, la visitación de María a su pariente Isabel son misterios que han precedido en el tiempo del Adviento la celebración gozosa de la Natividad de Jesucristo, su nacimiento en Belén, adorado por los pastores y los magos, que representaron al pueblo de Israel y las naciones. Dentro de pocos días, vamos a celebrar la fiesta de la Presentación de Jesús en el templo y la Purificación de la Virgen, y evocaremos cómo en ese templo se perdería un día Jesús, siendo todavía niño, para para ser hallado por sus padres conversando con los doctores de la Ley y conocedores de las Escrituras. Misterio del Rosario en el que Jesús siendo niño anticipa su magisterio revelando que él mismo es la Palabra de Dios hecha carne, que él es aquel de quien hablan las Escrituras.

María nos entregaba así a su Hijo, venido de Dios para ser Redentor del mundo. No se quedaría ella de forma posesiva con aquel hijo que vino de lo alto, sino que lo entregaba para la salvación del mundo. Jesús, oculto en Nazaret durante treinta años de plena comunión con el hogar familiar y la ley del trabajo como forma de vida, llegada la hora que el Padre había determinado, saldría a proclamar la cercanía y llegada inminente del reino de Dios, y la necesaria conversión para recibirlo.

En los misterios luminosos, que introdujo san Juan Pablo II, contemplamos en primer lugar el bautismo de Jesús en el río Jordán, donde Juan Bautista predicaba un bautismo de penitencia. Contemplamos las bodas de Caná y la proclamación del reino de Dios, porque Jesús es manifestado a Israel para que sea reconocido como el profeta del reino de Dios, reino que llega en su propia persona como Emmanuel (Dios-con-nosotros). Contemplaremos, en fin, la transfiguración de Jesús en el monte y su entrega anticipada al sacrificio del Calvario en la institución de la Eucaristía.

Quiso Jesús en plena solidaridad con la humanidad pecadora ser bautizado con un bautismo de penitencia que no necesitaba, porque él era el Santo de Dios, al que Juan señalaba ante la multitud que le seguía como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29, cf. 1,36). El bautismo de Jesús revela su misión sanadora, porque el Padre derrama sobre Jesús el Espíritu Santo para que a modo de investidura y habilitación para su misión redentora aparezca como el Ungido por Dios Padre ante Israel y lleve a cabo la obra que le ha encomendado.

Esta misión de sanación de Jesús se expresa de forma singular en las curaciones que Jesús realiza; son expresión exterior de la sanación interior del hombre, como se puede ver cuando cura al paralítico de la piscina de Betesda. Jesús revela su misión de redención diciéndole: «Mira, has recobrado la salud; no peques más, para que no te suceda algo peor» (Jn 5,14). Sus curaciones darán testimonio de su poder para perdonar los pecados. En el evangelio según san Mateo, vemos que Jesús cura a otro paralítico, al que descuelgan desde la terraza de la casa a la estancia en la que se encuentra Jesús predicando; y viendo Jesús la fe que demuestran en él, Jesús le dice al paralítico: «Ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados» (Mt 9,2), pero ante las críticas que suscitan sus palabras, añade: «¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘Levántate y anda’?» (Mt 9,4-5).

Jesús es enviado del Padre para realizar en su persona y misión cuanto anunciara el profeta Isaías sobre el Siervo del Señor: «Sobre él he puesto mi espíritu. No gritará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho…», porque ha venido para «abrir los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas» (Is 42,1b-3.7). Su misión es de curación, no de aniquilación ni de condena, ha venido a mantener encendido el pábilo vacilante, a restaurar lo que está quebrado, a poner bálsamo en las llagas, porque el Padre lo envía como buen samaritano de la humanidad herida, de suerte que, como dice el profeta Isaías: «con sus heridas hemos sido curados» (Is 53,5; cf. 1 Pe 2,24). El profeta Isaías nos ayuda a comprender el alcance de la misión de Jesús como Siervo obediente a la voluntad del Padre, que entregará su vida al sacrificio y será llevado como «oveja muda ante el esquilador» (Is 53,7b), añade el profeta, que ve al Siervo del Señor como aquel que «por las rebeldías de su pueblo ha sido herido…», como el «que se entrega a sí mismo en expiación» (Is 53,8.10).
La verdadera identidad de Jesús sólo la conoce el Padre (cf. Mt 11,27), que dice de Jesús en la voz que viene del cielo: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto» (Mt 3,17). Jesús rec
ibe el Espíritu y escucha la voz del Padre y Juan Bautista lo contempla como aquel que quita el pecado del mundo. Bautizado con los pecadores, al recibir el bautismo Jesús consagra este rito por el que somos lavados de nuestros pecados. Jesús llenó de contenido el bautismo de Juan e hizo de él el sacramento de la fe, por medio del cual confesamos nuestra fe en Jesús como Hijo de Dios y Redentor de los hombres, aquel en cuya muerte hemos sido perdonados y Dios nos ha revelado el amor y la misericordia que nos salvan haciendo de nosotros hijos adoptivos de Dios. Al bautizarse con los pecadores, Jesús se abajó hasta nuestra naturaleza manchada y purificó el agua, que desde entonces concibe por la fuerza del Espíritu Santo el poder de limpiar el pecado. Con el bautismo de Cristo «el universo entero se purifica; el Señor obtiene el perdón de los pecados: limpiémonos todos por el agua y el Espíritu» (LITURGIA DE LAS HORAS: Antífona del Benedictus).

En su abajamiento hasta nosotros, Jesús nos enseñó el camino de la humillación que él había de recorrer para manifestarnos el amor de Dios, al tiempo que nos revela quién es en verdad Jesús como el Hijo de Dios, enviado al mundo por nuestra salvación. La fiesta del bautismo de Jesús ha sido en el origen de la liturgia de este día fiesta de la manifestación, de la epifanía del Hijo de Dios, que se suma a la fiesta de la Epifanía que celebrábamos estos días, porque la fiesta del bautismo del Señor ha nacido de la fiesta de la Epifanía. Jesús se manifestó a los pastores primero y después en su bautismo por Juan como Mesías de Israel, y se manifestó también a las naciones como Salvador universal adorado por los magos. Con estas dos manifestaciones de Jesús se unía la memoria de su primer milagro en las bodas de Caná, acompañado por su madre y sus discípulos. En el milagro de la conversión del agua en vino Jesús «manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2,11b). Todos estos misterios de su nacimiento y aparición pública fueron en su origen contenido de la fiesta litúrgica de la Epifanía del Señor.

En el bautismo el Padre la gloria en Jesús como Hijo, ungido por el Espíritu para proclamar el reino de Dios y realizar nuestra redención, aceptando su misión y llegar hasta la entrega total en la cruz. La voz del Padre que resonó en el bautismo de Jesús la volverán a escuchar sus discípulos predilectos, cuando Jesús les manifieste la gloria de su divinidad en la transfiguración, anunciándoles que resucitará, aunque ellos no podían comprenderlo. En la transfiguración de Jesús volvemos a escuchar la voz del Padre que declara: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (Mt 17,5).

La liturgia de esta fiesta nos abre el significado del bautismo cristiano. La antífona del Magníficat de las primeras vísperas de esta fiesta dice: «El Salvador vino a ser bautizado para renovar al hombre envejecido; quiso restaurar por el agua nuestra naturaleza corrompida y nos vistió con su incorruptibilidad» (LITURGIA DE LAS HORAS: Antífona de las I Vísperas). El Catecismo de la Iglesia Católica enseña cómo por el bautismo se nos perdonan los pecados y somos hechos hijos de Dios; y como tales, partícipes de la vida divina, que da comienzo a la vida eterna al hombre. Por el bautismo de su sangre, Jesús, que «pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él» (Hech 10,38), abrió a todos los hombres las fuentes del bautismo cristiano. Por él somos purificados realiza en el que se bautiza una mística configuración con la muerte y resurrección del Señor. El bautismo produce un efecto vivificador al sembrar en el alma «la semilla incorruptible de la de la Palabra de Dios» (CCE, nn.1223-1225.1226-1228).

Se ha de preparar bien el bautismo de los niños, y no se ha de confundir con la mera celebración gozosa de los padres, parientes y amigos por haber traído al mundo un hijo, ni con su presentación en sociedad. Nada es más contradictorio y falto de fundamento que un supuesto “bautismo laico”. El bautismo es el sacramento de la fe, y si no se tiene fe, no hay bautismo, porque el sacramento del bautismo es la puerta por la que se entra en la Iglesia como comunidad de discípulos de Jesús. El Bautismo nos hace miembros de su cuerpo místico y nos convierte en piedras vivas del templo donde habita el Espíritu del Padre y del Hijo. Por el bautismo nos insertamos en Cristo formando parte de su cuerpo que es la Iglesia.

Sin fe no es posible vivir la experiencia sacramental del bautismo, en el que está figurada la liberación del pecado, que fue anunciada en la salvación de Noé de las aguas del diluvio, en el paso de los israelitas a pie enjuto en Mar Rojo, en el paso del Jordán y en la entrada en la tierra prometida. El agua vivificadora del bautismo fue también prefigurada y anunciada en el agua que brotó de la roca del desierto, para saciar la sed de los israelitas, nuestros padres. Aquella agua vivificadora anunciaba la fuente de agua viva que brota del costado de Cristo muerto en la cruz y presente en la Eucaristía, porque por esta agua y el Espíritu santo son borrados los pecados, somos purificados y hechos hijos en el Hijo de Dios. Lavados por el bautismo llegamos a la mesa del Señor, donde por la acción del Espíritu Santo somos alimentados para la resurrección de la carne.

En este camino de vida cristiana, la Virgen María acompaña la peregrinación de los discípulos de Jesús, acompaña a los cristianos en camino a la patria prometida; y aparece ante ellos como la imagen fiel del creyente, que presta obediencia a la palabra de Dios y se alimenta de ella. María, modelo y madre de la Iglesia, nos lleva a Cristo y, como en Caná de Galilea, intercede por nosotros ante Jesús para que nuestra vida sea transformada por Jesucristo y asimilada a la suya. No dejemos de acudir a la Virgen para que por su intercesión permanezcamos fieles a nuestro bautismo y demos testimonio de él ante los hombres.

Ermita de la Virgen del Mar
Playa de Torregarcía
8 de enero de 2017

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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