En la fiesta de San Esteban Protomártir

Homilía de Mons. Adolfo González Montes, obispo de Almería en la Fiesta de la Entrega de la Ciudad de Almería a los Reyes Católicos

HOMILÍA EN LA FIESTA DE SAN ESTEBAN PROTOMÁRTIR

Fiesta de la Entrega de la Ciudad de Almería a los Reyes Católicos

Lecturas bíblicas: Hch 6,8-10; 7,54-59

Sal 30,3-4.6-8.17 y 21

Mt 10,17-22

Ilustrísimo Sr. Alcalde

Autoridades civiles y militares;

Queridos hermanos sacerdotes;

Hermanos y hermanas:

Con la fiesta de san Esteban Protomártir se halla unida la conmemoración anual de la entrega de la Ciudad de Almería a los Reyes Católicos el 26 de diciembre de 1489. Los Reyes, que celebraron ya la Navidad en Almería, oyeron misa el día 26 en la Alcazaba celebrada por Juan de Ortega, que habría de ser el primer Obispo en la cristiandad restaurada de la ciudad a partir de 1492. Con él se volvía a cubrir la sede episcopal, primero localizada en Urci y después en Almería, que nunca fue extinguida ni sustituida durante la dominación musulmana.

La restauración de la cristiandad traía de nuevo la fe en el evangelio de Cristo predicada en estas tierras por la generación de discípulos y sucesores de los Apóstoles. El precio pagado había sido altísimo. Sometida la población cristiana al nuevo poder musulmán, la progresiva ocultación del cristianismo y el exilio forzado llevaría a los cristianos mozárabes a emigrar y refugiarse en los reinos del norte peninsular. Aquella situación, sólo quebrada momentáneamente por el paréntesis de la primera reconquista de1147 a 1157, alejó durante siglos a Almería de sus orígenes cristianos y de su largo período de siglos de historia cristiana, hispanorromana primero y visigótica después. La destrucción de los vestigios cristianos fue profundamente devastadora, y sólo la arqueología ha recobrado parcialmente en la época ya contemporánea los testimonios que se han salvado.

Es importante tenerlo presente cuando se pretende ocultar o desvirtuar y, a veces, enteramente travestir los signos de la tradición y cultura cristiana, pretextando una neutralidad del poder político ante el carácter plural de la sociedad moderna. La historia de nuestra nación es elocuente por sí misma para evidenciar que siempre aspiraron los reinos medievales a la reconstrucción de su unidad cristiana perdida. Hasta la historia contemporánea, el cristianismo ha imprimido impronta de vida y costumbres en el alma de nuestras gentes. Sólo la irrupción contemporánea de la persecución religiosa del pasado siglo y un difuso anticristianismo actual han pretendido releer la historia para lograr cambiar su imagen.

Conviene tener presente que el evangelio de Cristo ha supuesto la restauración de la dignidad de la persona humana, y por su propio dinamismo excluye hoy cualesquiera imposiciones contrarias a la libertad de conciencia con que se debe abrazar una determinada fe o bien abandonarla. Donde no es posible abandonar la práctica de una determinada religión ni abrazar un credo religioso diferente, la violación de la libertad religiosa pone en peligro el conjunto de las libertades fundamentales. Por eso nada es tan contrario a la verdadera dignidad del hombre como la pretensión de imponer desde el poder político un credo religioso o su abolición. A los cincuenta años de la clausura del Vaticano II, veamos con perspectiva el positivo avance que supuso la Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, aprobada el 7 de diciembre de 1965 por los padres conciliares, y la Declaración sobre las religiones no cristianas Nostra aetate, aprobada poco antes el 28 de octubre de aquel mismo año en que fue clausurado el Concilio.

En nuestros días se hace difícil soportar la persecución religiosa y resulta incomprensible no hacerse eco de la destrucción que acarrea a poblaciones entreas. Es inaceptable que se pretenda justificar en nombre del respeto y la defensa de las colectividades confesionales, como en el caso del fundamentalismo islámico, que está ocasionando males y sufrimientos inmensos. La persecución de los cristianos orientales es contraria a los principios que rigen la convivencia, entre los cuales es irrenunciable el respeto a los derechos fundamentales de la persona humana. En los peores casos, todavía en la época contemporánea los cristianos vienen siendo duramente perseguidos. Unas persecuciones se suceden a las otras. Desde el genocidio armenio, los cristianos de los ritos orientales han sido asesinados, masacrados sin piedad, obligados a entregar y abandonar sus posesiones y bienes, permitiéndoles sobrevivir sólo en un régimen de verdaderas catacumbas. En los mejores casos, son tolerados con derechos reducidos, excluidos de la vida pública y viviendo bajo un régimen de opresión insoportable. Son millones los cristianos que vienen padeciendo así la persecución por causa del nombre de Cristo, como sucedió con los primeros cristianos que hubieron de dispersarse huyendo de Jerusalén, después de la muerte cruel por lapidación de san Esteban, el protomártir del cristianismo. Su ejecución se adelantó a la del primer apóstol muerto por causa del Señor, el apóstol Santiago el Mayor, decapitado por el rey Herodes Agripa, que asimismo pensó ejecutar a san Pedro. Sólo la milagrosa huida de la cárcel libró de la muerte al Príncipe de los Apóstoles.

Esteban, en efecto, sufrió las consecuencias penales por profesar la fe en Jesucristo. El libro de los Hechos de los Apóstoles describe la muerte de Esteban plenamente identificado con Jesús. Esteban muere otorgando el perdón a aquellos que le han arrastrado fuera de la ciudad para lapidarlo a muerte. Como Jesús en la cruz, Esteban expira entregando el espíritu a Dios y perdonando a sus adversarios: «Señor Jesús, recibe mi espíritu… Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hech 7,58). Jesús había predicho la persecución y muerte de sus discípulos. Se lo había advertido: «Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo. Si al dueño de la casa le han llamado Belcebú, ¡Cuánto más a sus criados!» (Mt 10,24-25). Por eso les había dicho también, animándolos a entregar la vida por él y por el Evangelio: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed, más bien, al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en el fuego inextinguible» (Mt 10,28-29).

En el primer mundo, en el contexto de nuestra cultura agnóstica contemporánea, la oposición y persecución de la fe cristiana es más sutil, pero no menos peligrosa. Se trata de imponer un laicismo beligerante, que se pretende justificar en nombre de la neutralidad del poder político, pero en realidad se utiliza el poder político para imponer la ocultación de la tradición histórica cristiana y los signos cristianos, a los que a veces se pretende privar de su sentido propio, para diluirlos en una nueva interpretación laicista que no es en manera alguna expresión de respeto a la libertad religiosa. Si el Estado y la administración pública deben ser aconfesionales, la sociedad es libre para ser o no ser religiosa, y expresar su fe en las tradiciones históricas. No se pueden reprimir sin atentar contra la libertad de las personas y los grupos sociales los sentimientos religiosos.

La nuestra sigue siendo una sociedad de sentimientos cristianos y de grandes tradiciones de fe, aun cuando la secularización de nuestra cultura sea una realidad que avanza, y que exige, por ello, de nosotros una acción evangelizadora a la altura de las circunstancias. Una evangelización capaz de proponer con ilusión el Evangelio y hacer valer sus principios humanistas, garantía de la dignidad del ser humano y de su valor y significación trascendente.

Nosotros tenemos fe y vivimos esperanzadamente, sabiendo que Cristo ha vencido al mundo. Jesús fue
perseguido desde su nacimiento por el rey Herodes, que vio en él un rival que podía desplazarle del poder. Hemos contemplado al Hijo de Dios identificándose con nuestros sufrimientos y revelándonos en su persona y en su vida el amor del Padre. En este «Año Santo de la Misericordia», queremos acercamos al tribunal de la gracia confiados en la victoria de Cristo sobre el pecado y sus consecuencias de muerte y destrucción. Adoremos al recién nacido y con los pastores contemplemos en él al Salvador del mundo.

Con la Virgen María y san José meditemos en el misterio del amor que se revela en el pesebre de Belén. Abramos nuestro corazón al amor misericordioso de Dios, porque si lo hacemos, este amor nos cambiará la vida haciéndonos solidariamente hermanos de los que sufren por causa de su fe en Cristo. Estemos dispuestos a acoger a los refugiados y a los necesitados, a los pobres de este mundo y a los marginados, porque sabemos que en la libertad y el amor están los fundamentos de la paz social y de la paz divina que es nuestra salvación.

Hemos cantando el solemne Te Deum de esta fecha por la restauración cristiana de nuestra ciudad y sus tierras. Demos gracias a Dios porque somos cristianos y ofrezcamos el Evangelio como camino de salvación a quienes lo quieran acoger y recibir, para que la luz de Belén ilumine su vida. Que los ángeles, que anunciaron la noticia del nacimiento de Jesús a los pastores y los guiaron hasta el pesebre donde yacía Jesús recién nacido, sigan guiándonos hasta él, para que descubramos en la debilidad del Niño el poder del amor divino.

S. A. I. Catedral de la Encarnación

26 de diciembre de 2015

San Esteban Protomártir

+Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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