Homilía del obispo de Almería, D. Adolfo González Montes, en la Fiesta de San Esteban
Homilía en la Fiesta de San Esteban
Día de la entrega de la ciudad a los Reyes Católicos
Lecturas bíblicas: Hch 6,8-10; 7,54-59; Sal 30,3-8.17.12 (R/. A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu); Mt 10,17-22
Queridos hermanos y hermanas:
Alabamos y damos gracias a Dios porque en este día de aniversario podemos celebrar los 530 años transcurridos hasta hoy desde la entrega de la ciudad y sus tierras a los Reyes Católicos. Con aquel acontecimiento decisivo para nuestra historia comenzó la restauración de la cristiandad en las últimas tierras de España sometidas a la dominación musulmana.
Coincide esta fecha con la fiesta de san Esteban protomártir, el primero en dar la vida por Cristo y ser asociado a su muerte redentora. Celebrar después de la solemnidad de la Natividad de Jesús esta fiesta tiene su propia razón de ser: la Iglesia nos presenta el seguimiento por Esteban de aquel que nació para redimirnos en su sangre. Si contemplamos la suerte de Esteban, en su historia el libro de los Hechos nos ofrece el sentido que tienen las palabras del Maestro: que, en verdad, «no es mayor el discípulo que su maestro» (Mt 10,24). En la víspera de su pasión, Jesús recordará a sus discípulos estas palabras que había pronunciado como advertencia, cuando envió a los Doce a anunciar la llegada del reino de Dios, acompañando su predicación con los signos que acreditaran el anuncio: «poder para expulsar espíritus inmundos y para curar toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 10,1). En aquella ocasión les había advertido de la persecución de la que serían objeto, aconsejándoles la huida de una ciudad a otra (cf. Mt 10,23).
En la noche de la cena les hablaba del odio del mundo a él y a sus discípulos, diciéndoles cómo la razón última de ese odio era su diferencia frente al mundo, en esa diferencia se basaba la argumentación de Jesús, recordándoles que por eso el mundo le odiaba a él y les odiaría a ellos y concluía: «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra» (Jn 15,20). Los adversarios de Jesús no podían tolerar que Jesús se excluyera de la condición de pecador y trataban de acusarlo de violar la ley y de ser un blasfemo, acusándole además de estar poseído por el demonio (cf. Jn 8,48.52). Jesús les responderá que son ellos los que tienen por padre al diablo, porque no aceptan la verdad y se muestran así mentirosos, porque el diablo es “padre de la mentira” (cf. Jn 8,44). Su resistencia ante la verdad de lo que contemplaban rayaba el paroxismo: en Nazaret habían querido arrojarlo por la pendiente del montículo sobre el que se levantaba la población (cf. Lc 4, 28-30). Les resultaba intolerable que Jesús descubriera los sentimientos hostiles que albergaban contra él y les respondía: «Vosotros juzgáis según la carne…» (Jn 8,15), para establecer la diferencia entre él y los que le acusan: «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo» (Jn 8,23). Jesús les reta con fuerza: «¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador? / Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios» (Jn 8,46-47).
El paralelismo de la historia de Esteban y la de Jesús pone de manifiesto que el verdadero discípulo, configurado con Cristo, sigue su camino y afronta los mismos riesgos. Hemos escuchado un pequeño fragmento del impresionante discurso de Esteban que le llevó a la muerte. En él acusa a los judíos de no obedecer a Dios, como no le obedecieron sus padres en el desierto camino de la libertad y la patria, y como no le obedecieron después, ya asentados en la tierra prometida. Ellos como sus padres tampoco le obedecen, razón la cual han dado muerte a Jesús. Después de repasar ante sus adversarios la historia de la salvación de Dios con Israel, les recriminará con dureza: «¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre ofrecéis resistencia al Espíritu Santol!¡Como vuestros padres, así vosotros!» (Hch 7,51). Esteban termina echándoles en cara que sus padres mataron a los profetas que anunciaron al Justo Jesús que ellos han asesinado (cf. Hch 7,52-53). El evangelista dice que se consumían de rabia al escucharlo y se abalanzaron sobre él para lapidarlo. Esteban igual que Jesíus entrega a Dios el espíritu y perdona a sus verdugos.
La resistencia a la verdad que Jesús ha venido a revelar es la razón por la cual Esteban pierde la vida, víctima del odio de sus adversarios y enemigos. Todas las persecuciones religiosas han puesto de manifiesto que ocurre así. La resistencia de los cristianos a plegarse a la verdad oficial es enojosa para quien se resiste a la verdad, y por eso deben ser combatidos cuantos piden reconocerla. El discurso cultural y políticamente correcto no soporta disidencia alguna. Hoy resulta casi imposible contradecir la ideología de género que a toda costa se intenta imponer. ¿Quién no ve que el desamparo en que se ve la familia es resultado del desprecio a la ley natural? Del mismo modo vemos cómo la definición de las cosas puede cambiar según los intereses del poder político y el seguidismo de los medios afines al poder, con el silencio cómplice de quienes debemos tomar la palabra para resistir a la mentira sostenida por quienes la practican a sabiendas de que lo es. Se tergiversa la historia, para contar –como ahora se dice– el relato que más convenga. El dinero y la publicidad con sus técnicas virtuosas y sus estrategias de tiempo y lugar se aprestan a secundar el propósito de convencer vendiendo el producto.
Se pretende incluso domeñar la justicia y ponerla al servicio del poder, aun cuando resulte costoso para el bien común traicionar la verdad de las cosas. El Papa Benedicto XVI afirma que si se deja de lado la verdad que da fundamento a la conducta ética, entonces «la legislación se convierte a veces sólo en un compromiso entre intereses diversos: se trata de transformar en derechos intereses privados o deseos que chocan con los deberes derivados de la responsabilidad social»[1]. El Pontífice continúa: «En esta situación, conviene recordar que todo ordenamiento jurídico, tanto a nivel interno como a nivel internacional, encuentra su legitimidad, en último término, en su arraigo en la ley natural, en el mensaje ético inscrito en el mismo ser humano»[2]. El Papa Benedicto recuerda que «la ley natural es la fuente de donde brotan, juntamente con los derechos fundamentales, también imperativos éticos que es preciso cumplir»[3]; y observa que esto se olvida en la filosofía del derecho positivista contraria a la ley natural, la cual es garantía de derechos y libertades, en definitiva, del bien común.
A su vez, el santo Papa Juan Pablo II enseña que la ley moral proviene de Dios y en él tiene siempre su origen, por eso la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre tal como se halla impresa en la conciencia por el Creador; en consecuencia, el hombre no puede crear de forma autónoma los valores y las normas[4]. Si se siembra la duda de que exista la verdad y se sostiene que no hay imperativos de conciencia absolutos, entonces una situación de este género impide discernir el bien del mal y, en consecuencia, excluye toda posibilidad de aceptar que alguien pueda contraer culpa alguna. La historia nos enseña que tanto la persona individual como las colectividades yerran culpablemente cuando se vuelven de espaldas la verdad objetiva de las cosas.
Hoy el Papa Francisco nos coloca ante la cruda realidad del relativismo contemporáneo: «Si no hay verdades objetivas ni principios sólidos, fuera de la satisfacción de los propios proyectos y de las necesidades inmediatas, ¿qué limites pueden tener la trata de seres humanos, la criminalidad organizada, el narcotráfico, el comercio de diamantes ensangrentados y de pieles de animales en vías de extinción?»[5]. Francisco recuerda que las decisiones políticas estás vinculadas a principios morales, y afirma: «La grandeza política se muestra cuando, en momentos difíciles, se obra por grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo. Al poder político le cuesta mucho asumir este deber de un proyecto de nación»[6].
El seguimiento de Cristo afecta radicalmente al hombre como lo pone en evidencia la suerte de Esteban, al tomar determinación firme de seguir a Jesús. Esteban se enfrenta a la ceguera de sus correligionarios judíos, que se niegan a reconocer la verdad de la historia de Jesús, de su muerte y resurrección. Niegan la verdad y al hacerlo desobedecen a Dios, y Esteban habla con la sabiduría que prometió Jesús a sus discípulos: «El Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros» (Hch 10,20); pero es al mismo tiempo es consciente de la advertencia de Jesús: «Todos os odiarán por mi nombre: el que persevere hasta el final, se salvará» (Hch 10,22).
La Navidad de Cristo nos coloca ante las consecuencias de seguir la suerte del recién nacido, del que Simeón profetiza, cuando el Niño va a ser circuncidado: «Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, y como signo de contradicción» (Lc 2,34); y dirigiéndose a María le dice: ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35). Jesús nace bajo el signo de la contradicción, perseguido por Herodes, que obliga a la sagrada Familia a huir a Egipto; para regresar e instalarse lejos del protagonismo de Judea, en Nazaret, sometido en laborioso silencio a la ley hasta que, cuando llegue su “hora”, acuda a ser bautizado por Juan Bautista, emprendiendo el camino de obediencia al Padre que le llevará hasta el Calvario y cruz. Seguirle hoy y siempre es asumir su destino y dejarse configurar con él en la obediencia de la fe.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
Almería, a 26 de diciembre de 2019
X Adolfo González Montes
Obispo de Almería
[1] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en un congreso organizado sobre la ley moral natural (Sala Clementina, lunes 12 febrero 2007).
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] San Juan Pablo II, Carta encíclica sobre algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia Veritatis splenor (6 agosto 1993), n. 40.
[5] Francisco, Carta encíclica sobre el cuidado de la casa común Laudato si’ [LS] (24 mayo 2015), n. 123.
[6] LS, n. 178.