En la Clausura del Año Jubilar del Saliente

Homilía del Obispo de Almería, Mons. Adolfo González Montes, en la Clausura del Año Jubilar del Saliente

HOMILÍA EN LA NATIVIDAD DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA
Clausura del Año Jubilar del Saliente

Lecturas bíblicas: Miq 5,2-5ª; Sal12,6a-d; Rom 8,28-30; Mt 1,1-16

Queridos hermanos sacerdotes;
Ilustrísimo Sr. Alcalde de Albox y Autoridades presentes;
Queridos hermanos y hermanas:

Clausuramos hoy el Año Jubilar del Saliente, después de haber vivido un año singular de gracia, que por la misericordia de Dios esperamos no sólo que haya dado frutos de conversión y de vida cristiana, sino que los siga dando como prolongación de sus efectos de perdón y de regeneración espiritual. Hemos celebrado estos trescientos años transcurridos desde la llegada de la sagrada imagen de la santísima Virgen del Saliente, Nuestra Señora de los Desamparados y del Buen Retiro, dando gracias a Dios por el don de la Madre de Jesús. La Virgen María, por ser madre del Hijo de Dios hecho carne en su vientre, es invocada por la Iglesia con toda verdad como «Madre de Dios». En la inmaculada Virgen María hemos sido agraciados, porque con ella nos vino el Autor de la vida en nuestra carne, y a ella podemos acudir con confiada esperanza de alcanzar por su intercesión los bienes que ayuden a nuestra salvación, aquellos bienes que nos convengan para nuestra salvación eterna.
A este santuario del Saliente, que es casa de la Virgen, han llegado peregrinos de toda la diócesis y de fuera de sus límites geográficos. Hijos de estas tierras albojenses y de las parroquias de las distintas comarcas diocesanas. Han venido al reclamo del Año Jubilar con la esperanza puesta en la Virgen, personas individuales y familias enteras, muchos de sus miembros dispersos durante el año, reunidos para peregrinar al santuario de la Madre espiritual de todo el pueblo santo de Dios. A esta iglesia de la Virgen de los Desamparados han llegado comunidades de religiosos y religiosas, hermandades y cofradías y, sobre todo, parroquias de nuestra diócesis y de las diócesis vecinas. Han venido aprovechando los fines de semana, las fiestas patronales y las fechas de vacaciones, que han dado ocasión a buen número de peregrinos para emprender el camino y el viaje hasta este monte Roel, atraídos por la Virgen a esta su casa, levantada para honrarla; y para así honrar a Dios agradeciendo el don de la salvación que nos vino por ella. En su Hijo hemos sido agraciados, pues dice el apóstol san Pablo que Dios «nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (Ef 1,3).
Hay momentos en que, para llegar a Jesús, acudimos a María pidiendo sus buenos oficios de madre, y en ella recobramos la esperanza de ser atendidos por su divino Hijo. Ella nos devuelve a Jesús, para fortalecer en nosotros la fe que nos falta. María nos dice, como les dijo a los sirvientes de las bodas de Caná: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Estas palabras de María nos recuerdan que Jesús ocupa el lugar propio de quien es el administrador de todos los bienes de la salvación y actúa con la autoridad de Dios Padre. Cualquier judío que escuchara las palabras de María pidiendo a los sirvientes de las bodas de Caná que fueran a Jesús, al comienzo de su ministerio público, sabía que eran las mismas palabras que el Faraón había pronunciado cuando hubo hambre en Egipto y el pueblo acudía a él, y hasta Egipto bajaron los hijos de Jacob para calmar el hambre y la escasez. El texto sagrado observa que el Faraón decía a cuantos acudían a él: «Id a José y haced lo que él os diga» (Gn 41,55).
José, el hijo del patriarca Jacob que había sido vendido por sus hermanos a unos mercaderes ismaelitas que iban a Egipto, había ganado el favor del Faraón y actuaba como administrador de los bienes de Egipto. Con la autoridad del Faraón, José era verdadero plenipotenciario del rey. María dice a los sirvientes de las bodas de Caná lo mismo que dijo el rey de Egipto a cuantos acudían a él, pero María da a entender al mismo tiempo que Jesús es más que el hijo de Jacob, porque Jesús no es ministro de un rey terreno, sino el Hijo de Dios nacido virginalmente de María, sin que ella haya conocido varón, porque aún no había sido introducida en casa de su esposo, que lleva el mismo nombre que el hijo de Jacob. El justo José y María estaban desposados, pero según la costumbre judía aún no habían convivido como esposos. María, que sabe que su Hijo viene de lo alto, intuye el misterio de Jesús y dice a los sirvientes que Jesús puede resolver la dificultad y el apuro en el que se encuentran los jóvenes esposos de Caná que se han quedado sin vino.
María nos dice hoy a nosotros lo mismo que dijo a los sirvientes de las bodas de Caná: que vayamos a Jesús, que nos acerquemos a él, porque sólo él tiene la solución que buscamos; que dejemos a Dios revelarnos el misterio y la misión de su Hijo. María nos dice: «Id a Jesús», porque sólo él puede ayudaros. Jesús puede ayudarnos y san Pablo nos da la razón de por qué puede hacerlo: porque Dios nos ha amado en él; nos ha amado, «eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1,5).
Nos eligió, como hemos escuchado a san Pablo en la carta a los Romanos, porque a sus hijos Dios «los predestinó a ser imagen de su Hijo para que él fuera el primogénito de muchos hermanos» (Rom 8,29). Dios quiere que seamos configurados con Jesús, para que así pueda ser conocido y amado por cuantos están alejados de él. Jesús nos ha enviado al mundo para dar testimonio del amor que Dios nos tiene, pero alejados de Jesús no podremos dar testimonio alguno del amor de Dios, porque es en Jesús donde Dios ha revelado al mundo su amor y separados de él, nada podemos hacer (cf. Jn 15,5). Con Jesús Dios nos lo ha dado todo, porque por medio de Jesús, en su cruz, muerte y resurrección, han sido perdonados nuestros pecados, para que andemos de ahora en adelante en una vida nueva. Por eso, María nos envía a Jesús e intercede por nosotros, para que seamos configurados con aquel en quien Dios nos ha revelado que amar es dar la vida hasta la muerte por aquellos a quienes amamos, por los hombres nuestros hermanos.
Los profetas así lo habían anunciado, diciendo de él que nacería en Belén de Efrata, para que por medio del que había de venir fuera cancelada la deuda del pecado de infidelidad de los hijos de Israel el pueblo elegido. Sin embargo, la cancelación de la deuda de Israel era el anuncio de una cancelación de deuda mucho mayor: la deuda de nuestros pecados, los de toda la humanidad, que había de ser redimida en la sangre de Jesús, «una vez que la madre dé a luz, y el resto de sus hermanos retornarán a los hijos de Israel» (Miq 5,2).
La Virgen María nace para dar a luz al que esperan los pueblos, al Redentor del
mundo. María ha alumbrado aquel que había de venir al mundo «para pastorear con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su Dios» (Miq 53). El profeta alude con estas palabras al que ha de venir como buen Pastor, tal como Jesús había de referirse a sí mismo y tal como Jacob-Israel había profetizado a sus hijos, a los que llamó para bendecirlos antes de morir. Al bendecir a Judá, que daría nombre al pueblo judío, Jacob le dice: «No faltará de Judá el báculo, el bastón de mando de entre sus piernas, hasta tanto que venga aquel a quien le está reservado, y a quien rindan homenaje las naciones» (Gn 49,10).
Hoy celebramos la natividad de la Virgen María, porque de ella nació el Pastor de Israel, el Salvador de los hombres, y a él han de rendir homenaje las naciones. Por María nos ha llegado la vida divina, porque de ella «salió el sol de justicia, Cristo nuestro Dios» (MISAL ROMANO: Antífona de entrada de la Misa de la Natividad de la Virgen). Por María hemos recibido al mismo autor de la vida creada y de la vida inmortal. Con el nacimiento de María se cumple la profecía de Isaías, recogida en la antífona de comunión: la Virgen dará a luz un hijo que «salvará a su pueblo de los pecados» (Mt 1,21). María es, por eso, el orgullo de nuestra raza y todas las generaciones la llaman bienaventurada.
Su poder de intercesión es grande, el mayor concedido a un ser humano después de Cristo, en quien Dios mismo se ha puesto de nuestra parte. Por eso, acudamos a María confiadamente, con voluntad de acoger a su Hijo y hacer realidad en nuestra vida el evangelio de la vida y de la gracia. Sigamos por la senda de la conversión y cambio de conducta, renunciando al pecado y suplicando de Dios la regeneración plena de nuestra existencia, sabiendo que estamos en manos de Dios, que es el Padre las misericordias, que nos ha amado hasta entregarnos a su propio Hijo para que en él tengamos perdón y salvación. El Jubileo tiene esta honda intencionalidad: regenerar la vida cristiana, dar nuevo impulso a los bautizados como testigos de Cristo, reforzando su fe, que el mundo y los intereses mundanos debilitan a diario.
Si una madre todo lo sabe perdonar, y su regazo acoge siempre a sus hijos a pesar de sus maldades, el regazo de la Virgen María nos acoge siempre, porque en él se nos descubre la misericordia de Dios, más acogedor que las entrañas de una madre terrena, que, como dice el profeta y desgraciadamente la experiencia nos demuestra, puede olvidarse del hijo de sus entrañas. Dios es padre de misericordia entrañable y no se olvida de nosotros. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que en la maternidad de la Virgen María Dios ha querido ofrecernos la imagen viva de esas entrañas divinas que acogen al pecador, a todo el que acude a la misericordia de Dios, porque de las entrañas de la Virgen ha nacido aquel en quien Dios nos ha revelado su misericordia perdonando nuestros pecados.
Pidamos a la Virgen santísima del Saliente, Madre de los Desamparados, en este su Buen Retiro del Monte Roel, nos acoja siempre. Traigamos hasta esta su casa nuestra penas y alegrías, alabando a Dios que nos dio una madre espiritual tan llena de amor y de inagotable ternura. Ella que supo estar junto a la cruz de Jesús no dejará de estar junto a nosotros cuando nos asalten las tentaciones y los sufrimientos. Es la madre del amor hermoso y de la santa de la esperanza, la madre de la consolación y de la alegría.
Bendigamos a María y que ella acoja la felicitación de sus hijos, nos presente como ofrenda al Señor y nos ayude a merecer por la gracia divina del nombre de hijos de Dios.

Santuario del Saliente
Monte Roel (Albox)
8 de septiembre de 2017
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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