Domingo de Pentecostés

Lecturas bíblicas: Hch 2,1-11; Sal 103,1 y 24.29-31.34 (R/. «Envía tu Espíritu, Señor, y rep.uebla la faz de la tierra»); 1Cor 12,3-7.12-13; Versículo del Aleluya: «Ven, Espíritu Santo…»; Evangelio: Jn 20,19-23.

Queridos hermanos y hermanas:

Con la solemnidad de Pentecostés llegan a su culmen y término las celebraciones pascuales. Pentecostés era la fiesta judía de las cosechas (cf. Éx 23,16; 34,22), que se celebraba cincuenta días, como dice su nombre griego, después de la fiesta de los Ácimos o fiesta de Pascua. También se llama «fiesta de las Semanas» (cf. Nm 28,26), ya que alude a la recolección, que comenzaba con la siega de la cebada, acompañada por la primera de las ofrendas de acción de gracias llamada del “balanceo de la gavilla” (cf. Dt 16,11; Lv 23,15-21), a la cual seguía una nueva ofrenda a las siete semanas de haberse realizado la primera. En Pentecostés se producía la segunda gran peregrinación a Jerusalén, después de la peregrinación de la Pascua; y en ambas fechas acudían a Jerusalén para celebrar estas fiestas judíos y prosélitos del territorio nacional y de toda la diáspora del Imperio.

En este contexto festivo coloca san Lucas el discurso de Pedro, donde hace memoria de la muerte injusta de Jesús y de su significado de salvación a la luz del designio de Dios, conforme a lo que habían anunciado los profetas. Después de su resurrección, Jesús había pedido a sus discípulos que permanecieran en Jerusalén hasta que se cumpliera la Promesa, después de haberles explicado que el Cristo tenía que padecer y resucitar y que «se predicaría en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén» (Lc 24,47). Después de decirles que serían sus testigos (cf. Lc 24,48; Hch 1,8), el Resucitado añadió que les enviaría la “Promesa de su Padre” y les ordenó que permanecieran en Jerusalén «hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24,49). Se refería Jesús al derramamiento del Espíritu Santo, don por el cual hacía partícipes de su propio Espíritu a los discípulos congregados en la primera comunidad apostólica: los apóstoles y las santas mujeres, muchos discípulos más, y con ellos María la Madre de Jesús. Es lo que sucedió según narra el libro de los Hechos, donde se describe el nacimiento de la Iglesia vinculado al acontecimiento del Espíritu, que sólo san Lucas narra de la manera que hemos escuchado.

El acontecimiento de las lenguas “como de fuego” que se posaron sobre los reunidos simboliza, igual que el viento, la presencia del Espíritu, un simbolismo que alude al bautismo de fuego en el Espíritu con el que Jesús bautizaría (Lc 3,16). Es el impulso transformador del Espíritu Santo el que provoca el discurso de san Pedro, que abre las puertas del cenáculo para dirigirse a los peregrinos llegados por miles a Jerusalén. Sucedió que todos escuchaban el discurso de Pedro como si hablase en la propia lengua de los oyentes o como si hablase el Apóstol las distintas lenguas de los peregrinos.     Sólo san Lucas separa por cincuenta días la irrupción del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente dejando transcurrir cincuenta días entre la Pascua y Pentecostés. La irrupción del Espíritu lleva a cumplimiento el misterio pascual de Cristo, cumpliéndose lo anunciado en la Escritura. El Espíritu es la Promesa del Padre, que ellos debían aguardar sin moverse de Jerusalén, para ser bautizados con Espíritu Santo (cf. Hch 1,5), como había anunciado el mismo Bautista, porque sobre Jesús ha bajado el Espíritu para que llevara a término el designio de salvación del Padre, y por su muerte y resurrección el Resucitado otorga el Espíritu a cuantos creen en él y reciben en su nombre el perdón de los pecados (cf. Jn 1,33). En el evangelio de san Juan la resurrección no se separa de la llegada del Espíritu. Jesús resucitado, en la misma tarde de la resurrección —dice el evangelista—se apreció a los discípulos y soplando sobre ellos les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,23).

El Espíritu es el don del Resucitado y con el don del Espíritu acontece el perdón y la novedad de vida que trae consigo la recreación interior por obra de la gracia divina, que transforma al hombre. San Pablo desarrolla todo el capítulo octavo de la carta a los Romanos describiendo la vida en el Espíritu, que le llega al bautizado por el agua del bautismo y la acción del Espíritu Santo. Con la destrucción del pecado que Jesús llevó a cabo en la cruz, los bautizados ya no viven en la carne, sino en la nueva vida del Espíritu, de forma que los que tienen el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos experimentarán la vivificación plena de su cuerpo (Rm 8,11); porque con el perdón de los pecados llega para el que cree en Cristo la filiación divina y el destino a la gloria (Rm 8,12-13). El Espíritu Santo sostiene la vida del cristiano y «viene en ayuda de nuestra flaqueza; porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, por eso es el Espíritu mismo el que intercede por nosotros…» (Rm 8,26). Es el Espíritu Santo el que sostiene nuestra oración y nos lleva a invocar a Dios como ¡Abbá, Padre! (Rm 8,15), con aquella libertad que caracteriza a los hijos de Dios.

En la secuencia que ha seguido a la segunda lectura hemos pedido que esta acción del Espíritu en nosotros permanezca, que Espíritu Santo no nos deje nunca, que penetre profundamente en nuestro interior y nos cambie por dentro:

«Entra hasta el fondo del alma,

divina luz y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre,

si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado

cuando no envías tu aliento».

El Espíritu Santo no sólo transforma al hombre recreándolo, haciéndolo nueva criatura; también articula la Iglesia como comunidad de los santos, dándole forma y figura social. San Pablo no sólo dice que el Espíritu es el verdadero autor de nuestra fe en Cristo: «Nadie puede decir “Jesús es el Señor”, si no es bajo la moción del Espíritu Santo» (1Cor 12,3). La fe, por tanto, no es conquista del hombre, sino don de Dios, infundido por el Espíritu santificador en el alma del creyente. San Pablo dice, además, que el Espíritu Santo es también el organizador de la Iglesia, a la que concede dones que responden a diversidad de servicios que la Iglesia necesita, siendo uno solo el Señor que los dispensa, porque la diversidad de funciones procede de un solo Dios que las distribuye (cf. 1Cor 12,5-6). La organicidad de la Iglesia es obra del mismo y único Espíritu.

El Apóstol compara esta diversidad en la unidad con la multiplicidad de miembros que tiene un mismo cuerpo, y ofrece de este modo una de las imágenes más conocidas y recurrentes de la Iglesia como un todo orgánico, configurado por las diversas funciones que desempeñan los órganos: «Todo nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo; y todos hemos bebido en un mismo Espíritu» (1Cor 12,13).

El Apóstol compara a la diversidad de miembros que forman la Iglesia en cuanto cuerpo de Cristo a la multiplicidad de los órganos de un mismo cuerpo, para acentuar la finalidad del servicio recíproco de los miembros de un cuerpo (cf. Rm 12,5).          No cabe la rivalidad entre los miembros del mismo cuerpo, porque todos están al servicio del bien del cuerpo. Cada miembro ha de cumplir su propia función sin desplazar a quienes cumplen una función diferente, ni tampoco envidiar su desempeño. De ahí que ningún miembro del cuerpo deba estimarse en más de lo que conviene, recomendando san Pablo «una estima sobria de uno mismo según la medida de la fe que Dios otorgó a cada cual… amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada uno a los otros» (Rm 12,3.10). La caridad es el camino de excelencia de un cristiano, porque en él se alcanza la plenitud de la vida virtuosa, ya que la caridad viene de Dios y nos hace semejantes a él. Aunque, por nuestra condición de criaturas, no podamos amar con la infinitud del amor divino, la caridad es la mayor de las virtudes teologales, y pasarán la fe y la esperanza cuando alcancen su meta en la visión de Dios y en la posesión de la vida divina, pero perdurará la caridad, porque «Dios es Amor» (1Jn 4,8). Este es el fundamento de la comunión en la Iglesia como cuerpo de Cristo: que por Iglesia fluye la savia de la caridad que el Espíritu infunde en los bautizados, amor divino que los nutre dando a adhesión y solidez al cuerpo de Cristo, afectado del pecado de cada uno de sus miembros.

Hoy, fiesta de Pentecostés, celebramos la Jornada de la Acción Católica y del Apostolado de los seglares en la Iglesia, invoquemos con fervor al Espíritu Santo, para que infunda en los bautizados la fe responsable y comprometida que dé fortaleza al laicado, necesitado de una clara conciencia de su misión apostólica. Al fortalecimiento del laicado cristiano contribuye que los laicos se asocien con ilusión para llevar al mundo el Evangelio, sin alejarse de la comunión eclesial.

Invoquemos al Espíritu Santo para que los diversos grupos cristianos legítimos en el interior de la Iglesia contribuyan a su cohesión, alejándose del radicalismo de posturas enquistadas y en desacuerdo con la tradición de fe de la Iglesia. Que, movidos por el Espíritu todos nos alejemos del pecado de la confusión que lleva al cisma y a la ruptura; y que este Espíritu divino aliente en todos los bautizados la esperanza que los mantenga afianzados en Dios, y les infunda la caridad que les permita superar las disensiones y rivalidades, las envidias y las tensiones que provoca el pecado y quiebra la comunión eclesial.

Se lo pedimos así a la Madre de la Iglesia y de la unidad eclesial, que aúna en torno a sí a los discípulos de su Hijo, para orientarlos a la verdad de la fe en Cristo; para que permanezcan unidos a Cristo Jesús en la comunión de su cuerpo místico, la Iglesia la comunidad de los llamados a dar testimonio del amor y misericordia de Dios revelados en la muerte y resurrección de Jesucristo.

S.A.I. Catedral de la Encarnación
23 de mayo de 2021

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

 

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