HOMILÍA CRISTO DE LA LUZ: «Siendo de condición divina, se hizo hombre Para transitar por el camino de la pasión y de la cruz»

Diócesis de Almería
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La diócesis de Almería es una sede episcopal sufragánea de la archidiócesis de Granada, en España. Su sede es la Catedral de la Encarnación de Almería.

Lecturas bíblicas: Sb 2,12.17-20; Sal 53,3-6.8 (R/. «El Señor sostiene mi vida»); St 3,16-4,3; Aleluya: 2Ts 2,14 («Dios nos llamó por medio del Evangelio»); Mc 90,30-37.

Queridos hermanos y hermanas:

Un año más nos congrega con gozo el amor a Cristo Crucificado, manifestado en esta devoción popular multitudinaria a la sagrada imagen de nuestro Redentor, el Santísimo Cristo de la Luz, que desde el madero de la cruz ilumina como potentísimo foco de gracia redentora la vida de los hombres. Contemplando la llegada de los peregrinos para postrarse ante la imagen sagrada del Crucificado, vemos con gratitud al Señor cuánto ha crecido a lo largo de los años la muchedumbre que llega a esta iglesia parroquial de Santa María de Ambrox, de esta histórica villa de Dalías. Vienen a vivir el abrazo del Crucificado, que con los brazos extendidos en la cruz los acoge y les da entrada en su corazón abierto por la herida del costado. ¿Quién puede borrar de su retina la bajada de la sagrada imagen con la iglesia abarrotada de devotos que levantan sus manos hacia el Cristo de la Luz? Confieso que siempre he sentido la emoción de ver en este acto de piedad sublime cumplidas las palabras del Señor recogidas en el evangelio de san Juan: «Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).

Vienen a vivir el abrazo del Crucificado, que con los brazos extendidos en la cruz los acoge y les da entrada en su corazón abierto por la herida del costado. ¿Quién puede borrar de su retina la bajada de la sagrada imagen con la iglesia abarrotada de devotos que levantan sus manos hacia el Cristo de la Luz?

Hoy el evangelio nos abre a la reflexión comunitaria en la fiesta del Santísimo Cristo de la Luz sobre el misterio de amor que es la cruz de Jesús. El Hijo de Dios se hizo hombre para liberar del pecado y de la muerte eterna a la humanidad alejada culpablemente de su Creador y, «apareciendo en su porte como hombre, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2,7.8). El Hijo de Dios, siendo de condición divina e invisible, engendrado en el seno del Padre desde toda la eternidad, por su encarnación se hizo hombre para transitar por el camino de la pasión y de la cruz y derramar su sangre por amorosa iniciativa de Dios Padre, para que la humanidad entrara con él en alianza en la preciosa sangre redentora de su Hijo, expresión suprema del amor de Dios por el mundo.

Pedro como los demás discípulos no podían aceptar la idea de que el Mesías tuviera que padecer. No comprendían la idea de un Mesías sufriente, tal como Jesús hablaba de sí mismo

El domingo pasado el evangelio recogía el primer anuncio de la pasión que Jesús comunica a sus discípulos, un anuncio que provocó la recomendación de Pedro a Jesús para que apartar de él el pensamiento de la pasión. Pedro como los demás discípulos no podían aceptar la idea de que el Mesías tuviera que padecer. No comprendían la idea de un Mesías sufriente, tal como Jesús hablaba de sí mismo después de haber reconocido ante ellos que, en verdad, él era el Mesías y haberles pedido a los discípulos que no lo dijeran a nadie. Los evangelios sinópticos nos transmiten hasta tres anuncios de la pasión por boca del propio Jesús, el evangelio nos ofrece el segundo: «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (Mc 9,31). El evangelista añade: «Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle» (Mc 9,32), dejando claro que la idea de un Mesías sufriente les resulta extraña y difícil de conciliar con idea del Mesías más común de la tradición judía.

Contrasta el dramatismo de esta primera parte del pasaje evangélico que hemos escuchado con lo que sigue a continuación, que deja ver hasta qué punto no entendían cuanto Jesús les decía y cómo estaban prisioneros de una idea mundana del reino de Dios, cuya llegada anunciaba Jesús y ellos mismos habían sido incorporados por Jesús a su anuncio. Su idea del reino de Dios era terrena, porque concebían el reino de Dios como un reino del mundo, en el cual Israel había de ver colmadas su esperanza histórica de ver la consolidación soberana de Israel como nación y su exaltación por Dios al dominio universal. Por eso habían discutido por el camino quién era el más importante, del mismo modo que poco más delante de este pasaje vemos a los hermanos Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, pedir a Jesús la concesión de sentarse uno a su derecha y el otro a su izquierda en su reino (cf. Mc 10,37). La respuesta de Jesús fue sin duda desconcertante para ellos, como sigue siendo para nosotros: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). Jesús les puso a continuación como ejemplo del comportamiento que esperaba de ellos la falta de ambición de un niño.

Es necesario que volvamos sobre este segundo anuncio de la pasión por Jesús, para comprender que los sufrimientos de Cristo tienen un valor redentor universal y forman parte de designio de Dios. El acecho de los malvados al justo, contenido de la lectura del libro de la Sabiduría que hemos escuchado en primer lugar, es la figura profética de los sufrimientos y muerte redentora del Hijo de Dios, único y verdadero Justo, porque es el Santo de Dios, cuya muerte provoca el llanto de cuantos le amaron, como recita la antífona de laudes del Sábado Santo: «Harán llanto como por el hijo único, porque siendo inocente fue muerto el Señor»[1].

Toda la maldad del mundo se concentra el pasión y muerte del Justo, al que los malvados pretenden poner a prueba para constatar si resiste el sufrimiento y ver si Dios viene a salvarlo. El cinismo blasfemo de los verdugos no tiene límite: «Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos… lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura… lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él» (Sb 18.19.20). De este sufrimiento redentor del Justo libremente asumido habla el tercer cántico del Siervo de Dios, como vimos el domingo pasado, que confiesa su fe inquebrantable en el auxilio de Dios: «Mi Señor me ayudaba, por eso no sentía los ultrajes; por eso ofrecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado» (Is 50,7). Hoy hemos recitado con el salmo 53, que el Señor, en verdad, sostiene la vida del justo y es su auxilio frente a la violencia de los malvados (cf. Sal 53,6).

Tanto el Siervo sufriente del Señor como el justo asaltado por los malvados adelantan en su figura la pasión del Señor, sobre quien Dios cargó el castigo de los pecadores rebeldes contra los mandamientos de Dios, pero Dios había previsto en su designio que el sufrimiento de Cristo Jesús fuera causa de redención de los pecadores. Nos salvamos por la fe en su nombre, porque el Cristo de Dios fue crucificado para que nosotros pudiéramos ser declarados justos por aquel intercambio que llevó a Jesús a la cruz y que san Pedro menciona ante el sanedrín con estas duras palabras de denuncia: «Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida» (Hch 4,14-15).

Es escarnio del justo maltratado hasta la muerte por los malvados llega hasta el Crucificado exánime, que soporta la blasfemia que profieren sus enemigos: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar… que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos… Dejad, a ver si Elías viene a bajarlo» (Mc 15,31-32.36). Los discípulos no ignoraban, dice san Juan Crisóstomo, que Jesús iba a morir, porque él se lo decía, pero no sabían «qué muerte había de ser aquella, y como había de terminar rápidamente y los bienes inmensos que había de producir, todo eso no lo sabían a ciencia cierta, lo mismo que ignoraban totalmente qué cosa fuera, en fin, la resurrección. De ahí su tristeza, pues no hay duda de que amaban profundamente a su Maestro»[2].

Se entristecieron no pudiendo soportar el anuncio de la pasión y su tristeza procedía, añade el santo doctor Crisóstomo en el mismo lugar, porque su tristeza procedía de cuanto ignoraban, desconocían la fuerza de las palabras del Señor. No habían penetrado en el sentido de las Escrituras plenamente, porque la idea que tenían del Mesías no era la de un Cristo sufriente. En realidad, desconocían las Escrituras, porque desconocían el alcance redentor del sufrimiento, aunque habían leído a Isaías y a los profetas, que hablar del valor redentor del sufrimiento del Siervo del Señor: «El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación… Mi siervo justificará a muchos porque cargó con los crímenes de ellos» (Is 53,11). No habían reconocido que Cristo es el contenido de las Escrituras que leían en la sinagoga los sábados. El Resucitado así se lo recrimina a los discípulos desencantados de Emaús, explicándole cómo el dolor y sufrimientos de Cristo eran designio de Dios para salvarnos y así lo habían profetizado Moisés y los profetas (cf. Lc 24,25-27).

Frente a la búsqueda del placer ciego y sin orientación humana, la obediencia de la fe es docilidad a «la sabiduría que viene de lo alto, que es intachable, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial, sincera» (St 3,17).

La fe nos abre al amor redentor de Dios que en la pasión de Cristo se revela como amor hasta el extremo, ejemplo para los discípulos del Crucificado que han de comportarse ante los hombres como constructores de la paz, poseyendo aquella sabiduría que viene de arriba y es amante de la paz y da como fruto la justicia. Frente a la búsqueda del placer ciego y sin orientación humana, la obediencia de la fe es docilidad a «la sabiduría que viene de lo alto, que es intachable, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial, sincera» (St 3,17). Quien posee esta sabiduría se abre a la luz del mundo que irradia la cruz del Calvario, porque de ella pende crucificado el Hijo de Dios, que ha venido al mundo como luz para que nosotros nos veamos libres de las tinieblas (cf. Jn 12,46).

Hermanos, llevemos al mundo la luz del que fue crucificado por los pecados de los hombres, pero resucitó de entre los muertos; y anunciemos el evangelio de la vida que dimana de las heridas de Cristo, que han sanado las nuestras. Evangelizar es anunciar a Cristo muerto y resucitado por amor al mundo, y ofrecer a nuestros contemporáneos un ejemplo de vida acreditada por las obras de amor que hagamos, porque son las obras las que hablan de nuestra fe y hacen creíble el mensaje (cf. St 2,18). El amor de Jesús por los niños es la imagen del amor por los pequeños y desconsiderados de la sociedad, y por eso mismo el ejemplo que Jesús quiere ofrecer a sus discípulos movidos de la pretensión de ocupar los primeros puestos. Acoger «en su nombre» a los pequeños y a los que la sociedad coloca en sus márgenes es acoger a Jesús, porque son pertenencia suya; y acogerle a él es acoger a aquel que le ha enviado, el Dios creador y redentor (Mc 9,36→Mt 10,40)[3].

Que María, la Madre de Cristo Redentor, nos ayude a no aparatarnos jamás de Cristo y caminemos siempre a su luz.

Iglesia parroquial de Santa María de Ambrox

Dalías, a 20 de septiembre de 2021

+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería

[1] Liturgia de las Horas: Antífona del Sal 63 de Laudes.

[2] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de san Mateo 58,1): PG 58,565: BAC 146,217.

[3] Mt 10,40 es probablemente el dicho más antiguo de las variantes del mismo en todo el Nuevo Testamento: cf. J. Gnilka, El evangelio según san Marcos, vol. II (Salamanca 1986) 65-66.

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