En este domingo XXX del tiempo ordinario acompañamos a Jesús en el último tramo de la subida a Jerusalén (Mc 10,46-52). El cortejo que acompaña a Jesús, los Doce y la gente, prosigue su andadura hacia la ciudad de la Paz, partiendo de Jericó, la ciudad de las palmeras. La comitiva, en la medida que se acerca a la ciudad de David, aumenta en número y en diversidad de participantes.
Nada más salir de Jericó, el cortejo se encuentra con un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. El camino, como vemos en los relatos evangélicos, en el sentido literal y simbólico, da para mucho. En este pasaje el evangelista presenta a un hombre “tirado al borde del camino”. En Andalucía conocemos bien lo que significa esta expresión que recoge en su conjunto la pérdida de la dignidad del indigente fruto de la acumulación de toda suerte de desdichas. La ceguera, pues, sin poner en duda la historicidad del relato, representa a todos aquellos ciegos que no quieren ver ajustándose al refrán “no hay mayor ceguera que la del que no quiere ver”. Es claro que es otra llamada de atención de Jesús a los Doce y, por extensión, a todos los que acompañan a Jesús por el camino. Los Doce, aunque tengan la luz de los ojos, la falta de iniciativa para seguir a Jesús les convierte en ciegos y dependientes, ciegos ciertamente para comprenden el mesianismo de Jesús. Algo parecido al ciego nos pasa a los cristianos de hoy que preferimos estar al borde del camino sesteando, sin tomar iniciativa alguna, dormidos en los laureles.
En efecto, en este pasaje, son muchos los ciegos. Gentes que no se enteran de qué va la cosa, aunque acompañen a Jesús. Esta es la razón por la que san Marcos, con mucha intención, no llama al ciego por su nombre porque en él quiere representar a todos aquellos que “por más que vean no perciben” (Mc 4,12). El ciego no tiene nombre propio en el texto. Es el hijo de Timeo, que significa en arameo honrado y apreciado, aludiendo de nuevo al mesías davídico al que el evangelista contrapondrá a Jesús, el nuevo mesías, que será “despreciado” en su tierra (Mc 6,4). ¡Toda una paradoja!
Pues bien, Bartimeo está sentado inmóvil al borde del camino donde, según la parábola del sembrador, es imposible que “un grano dé fruto, porque Satanás lo arrebata” (Mc 4,15). Total, nos encontramos con un hombre sin esperanza y sin futuro que además se halla mendigando, es decir, en dependencia de los demás, hundido en su miseria, atenazado en sus propios miedos.
El ciego al escuchar que pasa Jesús le llama por su gentilicio de nazareno. La causa de su ceguera, en verdad, consiste en una falsa concepción del mesianismo. Así le denominó a Jesús, en su momento, el poseído de la sinagoga (1,23). El ciego, además del apelativo nacionalista, a su grito añadió el título de hijo de David, es decir, segundo David evocando al rey guerrero y triunfador, subrayando cuáles son sus esperanzas.
En estas, el ciego pide ayuda Jesús: “ten compasión de mí”. Los prudentes ahora se ven conminados por el Maestro para que traigan a su presencia al hombre que grita. La respuesta del ciego a la invitación de Jesús es instantánea: tira su manto, se pone en pie y corre hacia Jesús. Tres gestos que se convierten en claves y programa de vida cristiana. Tirar el manto manifiesta el deseo de comenzar una nueva vida sin tapujos ni engaños, sin nada que nos cubra y oculte nuestra verdad. Ponerse en pie expresa la dignidad y libertad del que elige y elige bien. Acercarse es la actitud del que busca y encuentra sentido a la vida arrullándose en brazos del Otro. El ciego, sólo desde esta experiencia de sentirse reconocido y amado, a la pregunta de Jesús “qué quieres que haga por ti”, contesta rabboní, mi Señor. Las escamas de los ojos del alma desaparecen cuando el ciego reconoce a Jesús como Mesías, el Hijo de Dios (1,1) y le sigue por el camino. Sus ojos, desde aquel encuentro luminoso, miraron al mundo y a las criaturas con otra mirada.
Manuel Pozo Oller
Párroco de Montserrat