
En el primer día de la Octava de esta Pascua primaveral, como bien conocemos, el Papa Francisco ha terminado su peregrinación terrenal dejando como estela una ejemplaridad de vida sin límites y un magisterio que chorrea evangelio. Él ha salido de este mundo, como ya lo comentó en su día en la oración del Ángelus (marzo de 2014), envuelto «en un sudario que no lleva bolsillos». Confieso que para mí vida espiritual y acción pastoral han sido sustento habitual, además de su vida y gestos, los documentos redactados desde su experiencia tales como Evangelii gaudium, programa de su pontificado; Gaudete et exultate, sobre la llamada a la santidad en el mundo actual; Laudato sí, sobre el cuidado de la casa común; Fratelli tutti, sobre la fraternidad universal; Dilexit nos, sobre el corazón de Jesús,… Ciertamente la vida de Francisco y su testimonio han sido una parábola del amor y de misericordia para la Iglesia católica y para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. ¡Dios lo tenga en su gloria!
El evangelio de este II domingo de Pascua (Jn 20,19-31) comienza describiendo la situación de miedo de los discípulos a los judíos al sentir la orfandad de Jesús. El miedo siempre es signo y muestra de falta de fe. Hoy, volviendo a la muerte del Papa Francisco, se levantan miles de especulaciones sobre su sucesor e incluso temores a que soplen otros aires en la Iglesia. El creyente, aunque se sienta preocupado por los acontecimientos, no teme al futuro porque confía en la presencia del Resucitado que mantiene en sus discípulos en todo momento la paz y la alegría que comparten con los demás como misioneros de la buena noticia: «Como el Padre me ha enviado así también os envío yo». Este envío, que exige disponibilidad total y que ha de afrontar las dificultades propias de la existencia, cuenta con la ayuda permanente del Espíritu Santo «para perdonar los pecados» que, al fin y a la postre, es tarea de sanación de los corazones, restitución de la dignidad herida y comienzo de una vida nueva.
La pericopa sitúa el encuentro del Resucitado con los discípulos «el primer día de la semana». Esta expresión que data el acontecimiento, es una manera de expresar que con la Resurrección de nuestro Señor comienza “una nueva creación”. Atrás queda la experiencia del sepulcro “abierto y vacío” como signo terrible de la ausencia de Dios. La narración subraya aún más el desamparo de los discípulos diciendo que había «anochecido» como manera simbólica de expresar la noche oscura en que el alma queda cuando falta aquel que da sentido a su existencia y, por el contrario, la luminosidad sin par que supone el encuentro con el Señor Resucitado.
Recordemos que el comienzo del capítulo 20 narra la aparición del Resucitado a María Magdalena. Ya conocemos la falta de consideración de la mujer en aquella cultura y las peculiaridades que concurrían, en concreto, en aquella mujer, circunstancias que engrandecen aquel primer encuentro del Resucitado con una de sus discípulas. La narración del encuentro de los discípulos con Jesús en el primer día de la semana, inmediatamente después de la aparición a la mujer amiga, se produce ante una comunidad acobardada que exige para creer la prueba de ver «las manos y el costado» para constatar que el que se presenta como Resucitado es el mismo que fue Crucificado.
Uno de los ausentes en el primer encuentro del Resucitado con sus discípulos fue Tomás que, una vez informado del acontecimiento, piensa que sus compañeros han visto alucinaciones que les han afectado gravemente. Tomás, en esta escena, representa a la comunidad incrédula de todos los tiempos que necesita tocar para vencer la incredulidad. ¡Cómo se parece Tomás a los hombres y mujeres de nuestra cultura cuyo único dios es lo que se puede tocar, medir y pesar! De ahí el piropo hermoso del Evangelio para los creyentes que vendrían detrás en el tiempo: «Dichosos los que crean sin haber visto».
En verdad, la resurrección de Jesús es la que sostiene y da sentido a nuestra fe. San Pablo escribirá con atinadas palabras que «si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe… Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres. Pero no, ¡Cristo resucitó de entre los muertos!» (1 Cor 1.5, 14-20). La Iglesia proclama que Jesús murió una vez y no muere más, que Cristo resucitó y vive para siempre. En consecuencia, esta es la piedra axial de nuestra fe y el fundamento de la Divina misericordia que en este domingo la liturgia nos invita a contemplar.
Manuel Pozo Oller
Párroco de Montserrat